— ¡Adiós cariño, estoy en el baño! —la voz suena metálica producto de la reverberación con los azulejos. Sofía responde desde el aseo al que parece haberse mudado hace ya cuatro años. Desde la muerte del bebé. Ella parece no darse cuenta.
Sencillamente su mente no pudo soportarlo.
Y es que hay cosas que nos sobrepasan, uno nunca sabe cuál. Huimos de los miedos y eso hace que se escondan hábilmente. De pronto su mente dejó de funcionar ordenadamente. El día que me dijo que estaba embarazada su cara irradiaba felicidad, todo fue más o menos normalmente hasta que una mañana, un tropiezo tonto, mató al bebé. Ahora vive en el aseo, sale a horas que duermo, o que trabajo, y come verduras crudas que yo siempre le tengo en el frigorífico, nada más.
Es como tener un hámster.
En los inicios de su aislamiento probé cosas para hacerla reaccionar. Sin lugar a dudas tener otro hijo me parecía —en principio— la solución más lógica. Así que intenté sacarla en vano de su isla para llevarla al dormitorio. No porque esté en contra de hacer el amor en el baño, a mi me gustan todas las habitaciones para eso, pero el pestillo de la puerta, siempre condenado, me hacía saber dónde estaba la frontera de lo permitido, así que no fue posible.
Yo seguí intentándolo. Armado con paciencia infinita y teniendo presente las palabras pronunciadas ante el altar que me ataban a esta condena, intentaba normalizar una situación muy lejos de lo normal.
—Cariño, ¿vienes a la cama?
—Enseguida amor, estoy en el aseo, ya termino —me contestaba de modo amable. Pero nunca acababa de terminar. Confieso que en momentos de flaqueza espiritual y, por qué no decirlo: carnal, algunas veces me daban ganas de forzar la puerta, agarrarla de los pelos y violarla en su querido baño. Pero —pensaba yo— ¿y si después le da por encerrarse en un armario empotrado? Eso sería catastrófico. Al fin y al cabo ahora, cuando venía alguien a casa, podía disculparla explicando que ella estaba en el baño. Pero ¿Cómo explicar lo del armario?
He llamado a médicos que me dicen que está mejor en casa, que no es violenta y que en el sanatorio empeoraría. He estado probando a tomarme unos días libres, ella no parece darse cuenta.
—Cariño, ¿ya estás aquí?, estoy en el baño —es su respuesta cuando me oye entrar.
Cansado de vivir así. Decidí jugarme el todo por el todo. Me tiré un farol en la esperanza que algún “clic” en su cerebro la sacara de su encierro. Recuerdo que llevaba dos años enteros sin verle el pelo.
—Sofía, me voy.
—No trabajes mucho, cielo.
—No, Sofía. Me voy para no volver.
No sé si ese silencio significó que había comprendido las consecuencias de mis palabras. Lo cierto es que no se oía nada al otro lado de la puerta.
—Te he dejado verdura fresca en la nevera, toda la que ha cogido. Creo que tendrás para una semana o diez días. Y le he dicho a Mari Carmen que se pase a limpiar y a comprar más. Le dejo una copia de la llave. No te preocupes, yo le pagaré desde donde esté. ¿Sofía? —Insistí ante su silencio—.
El picaporte se movió tímidamente, y eso hizo que me retirara de la puerta. Sofía la abrió y se quedó con la cabeza mirando al suelo. Sin levantar la mirada, anduvo dos cortos pasos, los suficientes para salir y pisar el pasillo. Entonces levantó la cabeza y nuestras miradas se encontraron. Ella estaba tan bella como siempre, aún era aquella mujer de la que me enamoré y eso me recordó la verdadera razón de no poder abandonarla. Su aroma era fresco, una mezcla de varios perfumes que componían las cuatro estaciones sobre una piel aún joven y deseable. Movido por una compasión solo a la altura de mi deseo, alargue el brazo con intención de rozar aquel cuerpo casi olvidado para mis sentidos. Sofía me sonrió.
—Voy un momento al aseo —me dijo.
Y se metió en el baño, cerrando el pestillo.
Bueno, supongo que ya volverá desde ese lugar al que se ha marchado, al que escapó y del que espero regrese. Porque si no habré perdido a la mujer que amo, habré perdido mi libertad y habré perdido un baño.
Guauuu!!! Que intensidad!!! Y el final como que sí, pero que no, me encantó!!
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