Relatos eróticos

El cumpleaños

I

Una carta sin sobre


Era temprano, una dura erección me saludó entre legañas del último sueño. Acaricié mi verga entre las sábanas calientes y ella me pidió más. Como consuelo la presioné tan fuerte como mi mano derecha fue capaz, le gustó. Pensando en lo que tenía que venir resistí el impulso de masturbarme y me levanté. Cogí el teléfono y marqué pulsando sobre una de las opciones de mis favoritos.
—Hola, buenos días —me saludó una voz pesada por lo temprano de la hora.
—Feliz cumpleaños, preciosa.
—Gracias —dijo dejando caer la voz.
—Paso a por ti en media hora, ponte guapa.
—¿Vienes? —dijo ella sorprendida.
—Claro, es tu cumpleaños, te tengo preparada una sorpresa.

Habíamos roto hacía ya dos años. Sin embargo, nos seguíamos viendo de vez en cuando. Su cuerpo me volvía loco y los ocasionales polvos que nos echábamos eran de esos placeres a los que no estaba dispuesto a renunciar. Ella, por lo visto, tampoco.

—Qué quieres que me ponga? —preguntó con voz pícara.
—Lo que sea que te quede pequeño —le contesté.

La llevé de compras a un sex-shop donde solíamos comprarnos regalitos cuando nuestra relación era estable.

—Tienes barra libre, yo pago. Nos vemos en la caja dentro de un rato.
—¿Tú pagas? —insistió ella para asegurarse.
—Ajá, compra lo que quieras y mételo en una bolsa, yo también compraré unas cosillas, después las usaremos. Será como cuando nos dábamos los regalos para Navidad.
—¿Y habrá árbol?
—Quizás tronco, ramas no sé muy bien —ella rio nerviosa y se fue hacia la sección de consoladores. 

Yo me fui a la sección de BDSM, sabía lo que quería. Al cabo de un rato llevaba una bolsa enorme llena de cosas y me dirigí a la caja, ella terminaba de meter el último paquete ya facturado por el cajero en su bolsa.

—Espérame fuera, no quiero que veas lo que he comprado —le dije—, y cóbreme lo suyo a mi —continué diciéndole al dependiente.

Ya en la calle metimos nuestras compras en el maletero del coche y la llevé a tomar un café. Ella estaba muy animada, expectante.

—¿No es muy temprano para celebrar un cumpleaños? —me preguntó mientras echaba aceite a su tostada.
—Bueno, hay muchas cosas que hacer hoy, tranquila, lo tengo todo planeado. Tú déjate llevar.
—No me fío de ti ¿Qué has preparado?

Sonreí rememorar en mi cabeza el resto del plan que ella no podía si quiera sospechar, debí poner una cara demasiado expresiva.

—Me das miedo, sepa Dios lo que se te ha podido ocurrir con esa mente de cabrón que tienes.
—Estás muy guapa hoy —dije plantándole un beso por toda respuesta. Ella me lo devolvió, tenía la boca húmeda y su lengua me habló de cosas mojadas y deseos ardientes. Apoyé disimuladamente mi mano en su muslo y apreté mientras nuestras lenguas dejaban nuestras caras chorreando. Estábamos dando un espectáculo.
—¡Eh! —susurré separándome—, el camarero me mira con deseo, para ya.
—Será a mí, no seas vanidoso —rio ella.
—Debe ser gay —argumenté.
—Una lástima, está para mojar pan.
—¿Quieres que lo invitemos a la fiesta y así lo comprobamos? —mi voz, demasiado sincera, detuvo la broma. Ella se retiró y se me quedó mirando sin saber que decir. Pero no había dicho que no. 

Notándolo, yo empecé a reírme.

—¿De qué te ríes?—preguntó ella.
— No has dicho que no.
—No —contestó. Yo reí con ganas. Ya en la calle le propuse ir a fumar unos porros a lo que ella accedió de inmediato, siempre le había gustado el hachís. Otra de las cosas que teníamos en común.—Piensas en todo —me dijo mientras encendía el porro.
—Soy un caballero —contesté— los caballeros pensamos en todo cuando quedamos con una dama.—¡Mmmm! —suspiró exhalando el humo—, lo echaba de menos, que bueno está. El ambiente era relajado, ella disfrutaba. Aproveché el momento.
—Te he comprado unas cosas en la tienda que me gustaría verte puestas —le dije.
—Si quieres vamos a mi casa —ofreció ella.
—No. He alquilado una habitación en un hotel. Hoy lo celebraremos por todo lo alto.
—Genial. Terminamos el porro y nos vamos. Estoy muy caliente. Me pondré lo que tú quieras —dijo ella gentil.
—Me temo que no basta —dije arriesgándome.
—¿Cómo? —contestó ella divertida.
—Es una ocasión especial, quiero jugar a un juego que te gustará, pero habrás de confiar en mí. Necesito que me prometas una cosa.
—¿Confiar en ti? ¡Ja! —dijo ella realmente divertida.—Sabes que no se puede confiar en ti.
—Bueno, pues entonces te doy los regalos que te he comprado y anulo la habitación de hotel.
—Chantajista asqueroso. Eso no se hace. Tengo curiosidad y lo sabes.
—La curiosidad siempre mata a la gata. Y a las zorras ¿lo sabías?
—Cabrón —sentenció. Se acabó el porro y lo tiró por la ventanilla del coche. Sus ojos estaban colorados e hinchados manifestando un cuelgue importante. La droga siempre le hacía un raudo efecto. Sabía que me quería entre sus piernas, y me quería ya.
—¿Qué promesa? —dijo retomando la conversación.
—Es fácil. Si subimos a la habitación harás exactamente lo que yo te diga cuando yo te lo diga. No protestarás. La promesa solo durará mientras estemos en la habitación. Cuando salgamos de ella estarás liberada pero dentro, eres mía. Totalmente mía.
—Mmmm...

Se quedó reflexionando. Dejé que se lo pensara, sabía que tenía miedo y que me conocía lo suficiente como para temer mis ocurrencias. Hacía bien. Sin embargo, el pastel que le ofrecía era demasiado goloso. Un hotel, unas bolsas adquiridas en un sex shop y cuyo contenido ella desconocía, y sobre todo sus ganas de follar. Ella no sabía muy bien —ni muy mal— cómo, pero sabía que sus deseos acabarían siendo satisfechos en esa habitación del hotel.
—¿Y por qué no nos vamos a mi casa y te hago un pase de modelos? Allí también podríamos jugar a ese juego —intentó ella. Yo estaba preparado para ese ofrecimiento.
—Bueno, si quieres podemos acabar en tu casa. Pero entonces no jugaremos. Iremos, tú me harás un pase de modelos, te tumbaré en la mesa de la cocina y te follaré. Pero ahí se acaba todo. Tú decides.—Eres un cabrón ¿te lo he dicho?

—Algo me ha parecido oír. De camino al hotel ella mantuvo un silencio que envolvía su miedo. Se arrepintió muchas veces, pero mi indiferencia era suficiente acicate para que el morbo y la curiosidad jugaran a mi favor. Llegamos a la puerta del hotel y aparqué en el sótano. Hice otro porro y se lo pasé.
—Estás acojonada, confiésalo.
—Sí, la verdad, un poco.
—No seas tonta, sabes que no te haría daño. Pero si quieres abandonar esta es tu última oportunidad para echarte atrás. Tranquila, tu cobardía quedará entre nosotros.
—Eres un …,
—Ya, ya lo sé. Soy un cabrón. Pesadita estás hoy…

Subimos.

II

La entrega

Cerré la puerta de la habitación y el mundo quedó fuera. Ella había aceptado al traspasar aquella puerta lo que iba a ser, o al menos eso me había propuesto, un cumpleaños que no olvidaría jamás. Hasta ese momento todo había sido un juego de promesas e insinuaciones que ella había aceptado de buen grado. Yo sabía que no era un juego inocente aunque debía de andar con cautela. No quería que saliera huyendo despavorida.

—¿Y bien? —preguntó con voz desafiante.
—Ahora las reglas —dije yo sentándome en el sofá y apoyando los pies en la cama. Empecé a currarme otro porro mientras seguía hablando. —Ahora no soy yo, ahora soy tu amo, dilo.
—¿Que diga qué? —dijo abriendo mucho la boca.
—Llámame amo o te azotaré con esto —encendí el porro y lo retuve en la boca. Rebusqué en mi bolsa del sex-shop y saqué un látigo negro con cinco colas que arrojé encima de la cama para que pudiera verlo con detalle. Ella lo miró divertida y entendió el juego, yo confiaba en su inteligencia y no me defraudó, sin embargo aún quedaba mucho, debía ser paciente.
—Anda amo, pásame el porro —dijo sentándose en la cama y mirando el látigo de cerca, lo cogió y lo probó golpeando el sobrecama de manera suave.
—No, perra. No me lo has pedido con el suficiente respeto. No hay porro —dije dando una profunda calada y echándole el humo tan cerca de su rostro como nuestra distancia me permitió.
—¿Y qué quieres a cambio de una calada, amo? —ella se arrodilló y se puso entre mis piernas, su mano se posó en mi bragueta. Quedó esperando mi respuesta.
—No creo haberte dado permiso para tocarme, perra. —contesté. El tono de mi voz era lo suficientemente ligero como para que no representara ninguna amenaza, pero lo bastante firme como para que no cupiera duda acerca de mis intenciones. Ella se quedó sin saber qué decir entre curiosa, divertida y muy, muy perdida.
—Levántate y ve al aseo, hay que vestirte —le dije. Se lo pensó un instante pero mi ofrecimiento no encerraba, en principio, ninguna amenaza. Le ofrecí el porro aún arrodillada y fumó una extensa calada. Tras expulsar el humo se levantó y se dirigió al aseo. Yo cogí las dos bolsas de la tienda y fui tras ella. Se apoyó en la encimera del lavabo y se dio la vuelta ofreciéndoseme. Yo le puse la mano en la cara y la deslicé apoyando un dedo en su cuello en dirección a la camisa, desabrochándole el primer botón. Ella gimió. Estaba muy caliente y su cuerpo pugnaba con pegarse al mío de forma involuntaria.
—Quieta. Primero te voy a vestir. Date la vuelta. Ella obedeció y se quedó observándome en el reflejo del espejo con los ojos repletos de deseo, la expectativa de que la desnudara y la vistiera era, sin duda, muy excitante. La rodeé con uno de mis brazos y seguí desabrochándole botones hasta que su camisa se abrió por completo dejando a la vista un sujetador demasiado pequeño para sus enormes pechos que hizo que me distrajera mirándolos. Ella se dio cuenta e intentó tomar el control.
—Es pequeño ¿verdad? —dijo mirándome a la cara a través del espejo.
—Eres una zorra con un cuerpo para gozar. Te has portado bien, sí, es muy pequeño —le dije pasándole el porro con la otra mano de forma que quedó abrazada. Ella se metió el porro en la boca y al pegarle una calada pasó su lengua por mi dedo que sujetaba el cigarrillo. Fumó. Yo retiré la mano y con la otra le quité la camisa. Ella se apoyó en la encimera y volvió a gemir. Le di un leve azote en la nalga.
—Aún no, perra —le dije mientras desabrochaba el botón del pantalón. Bajé la cremallera y ella juntó las piernas para ayudarme a quitarle los pantalones. Me agaché sujetando el porro con la boca y usé ambas manos para bajárselos, pasé cerca de su culo adornado con unas bragas blancas. También eran muy pequeñas. Los glúteos hacían por meterlas en la raja de su culo brindándome una vista espectacular en la que me recreé. Estaba muy buena. Ella, excitada al notar mi vista en su trasero, lo echó hacia atrás gimiendo y la azoté de nuevo con la palma de mi mano. Le gustó. Yo la ignoré y le quité los zapatos para sacar el pantalón quedándose en ropa interior. Aparté la ropa y rebusqué en la bolsa sacando varios objetos que dejé en el suelo de forma que ella no pudiera verlos. Me alcé llevando una cinta blanca en la mano. Se la mostré y ella sonrió sacando la lengua instintivamente. Le vendé los ojos cuidando en no apretar demasiado la cinta para que estuviera cómoda. Me separé de ella. Acusó la distancia moviendo rítmicamente el cuerpo intentando tocarme con su trasero. Pero no me encontró.
—Date la vuelta —le ordené. Ella lo hizo y dejó las piernas separadas apoyándose de nuevo en la encimera, ahora estaba ciega y sentía la necesidad de un apoyo. Le miré la entrepierna, una leve mancha en sus braguitas delataba que estaba literalmente chorreando de excitación.
 —Estás muy mojada zorra —le dije. Suspiró asintiendo con la cabeza. Me arrodillé frente a ella dejando mi cara a la altura de su pubis, dejé escapar mi aliento que fue a estrellarse contra sus húmedas bragas y ella abrió más aún las piernas. Metí la mano en la bolsa y saqué dos medias negras de fantasía. Rocé con mis dedos uno de sus tobillos y apoyé su pierna en mi rodilla, sentí temblar su carne allí donde era tocada por mis manos. Enrollé la media y la metí en su pie hasta la parte baja de la pantorrilla. Muy despacio, la fui deslizando hacia su muslo con ambas manos presionando para que la media quedara tirante. Ella gozaba con la presión y su boca, involuntariamente abierta, dejaba escapar gemidos mirando esa escena que no podía ver. Repetí la operación con la otra media. Me levanté y contemplé el resultado. Estaba preciosa. Metí de nuevo la mano en la bolsa y saqué dos zapatos con un enorme tacón. Se los puse.

—Estás preciosa, perra. Me muero por follarte ese coño de puta que chorrea para mí —dije susurrándole con lascivia al oído.
—Ss..sí.
—Sí, amo —la rectifiqué.
—Sí, amo. Fóllame —concedió ella.
—Aún no he terminado. Saqué un collar de la bolsa y se lo puse en el cuello. Cogí la cadena del collar y estiré muy suavemente para que ella tuviera claro lo que le había puesto.
—Arrodíllate, perra —ella lo hizo sin dudar—. Ahora te voy a dar un paseo, quiero verte a cuatro patas vestida como una zorra. Pegué un pequeño tirón y ella apoyó las manos en el suelo. La saqué del aseo y la paseé por la habitación. Le miré el culo mientras apoyaba sus rodillas, estaba realmente deseable. Até la correa al sillón junto a la cama y me dirigí al bar. Tenía sed. Cogí una lata de cerveza y me puse a beber mientras observaba a mi perra atada al sillón.
—¿Quieres beber? —le pregunté.
—Me muero de sed, amo —contestó ella. Me dirigí al aseo y metí de nuevo la mano en la bolsa. Fui hacia el salón y me acuclillé junto a ella, puse una escudilla frente a sus manos apoyadas en el suelo y vertí lo que quedaba de cerveza.
—Bebe —le dije apoyando la escudilla en sus labios, ella probó la cerveza y tragó ávidamente. Retiré la escudilla y la puse en el suelo.
—Bebe como las perras — le ordené. Ella se puso a lamer hasta que vació el recipiente. Estaba entregada. Fue entonces cuando llamaron a la puerta. Miré el reloj, daba gusto trabajar con profesionales.
—Vienen más regalos, perra.

III

🎵…te deséamos todos…🎵

Abrí la puerta.

—Buenas tardes, dijo un hombre de color en un español que se me antojó improcedente. Justo tras él, una réplica, esta vez en color blanco y con el pelo rojo, esperaba en silencio —nos envía la agencia—, continuó diciendo. Los invité a pasar advirtiendo las miradas que se posaron en ella aún atada al sillón del sofá y con los ojos vendados. De constitución atlética y elegantemente vestidos ambos se quedaron cortados ante la escena de una mujer arrodillada ante una escudilla vacía.
—¿Una copa? —les ofrecí encajando una conversación necesaria para relajar el ambiente —hay whisky, ginebra …, whisky y ginebra.
—Whisky estará bien, gracias —continuó hablando el de color. Saqué dos pequeñas botellas del licor y las serví con hielo mientras echaban miradas claramente lascivas a mi perra que tendía la cabeza atenta intentando adivinar lo que ocurría.
—¿Está buena, verdad? —dije ofreciéndoles la bebida mientras se sentaban en el borde de la cama en ausencia de más sillones —Aún no tiene nombre, os esperaba ¿Cuál os parece que le pongamos? Ambos me miraron sorprendidos, sin embargo reaccionaron rápidamente comprendiendo el juego para el que habían sido contratados.
—Me gusta, tú —dijo hablando por primera vez el pelirrojo.
—Tú —repetí yo —sí, está bien. Mire a “tú” que atendía todas nuestras palabras en un silencio que —he de decir—, me complació. Apenas se movía, pero un ligero vaivén de su pelvis me hizo pensar en la cantidad de horas que llevaba sin ir al aseo.
—Poneos cómodos, ahora venimos. Me dirigí hacia el sofá y la desaté cogiendo la correa dándole un tirón que ella obedeció de inmediato. Fuimos hacia al cuarto de baño pasando frente a mis dos invitados que posaron su vista en el culo de “tú” sin disimulo. Dejé la puerta abierta para permitir una vista sin obstáculos. La senté en la taza del wáter.
—Puedes mear —le dije. Ella se deslizó las diminutas bragas hasta las rodillas y meó. Un sonido largo y continuo surgió del fondo de la taza. Realmente era urgente su necesidad, una pose de relajación acudió a su cara vendada y vulnerable. Terminó y me acerqué cogiendo un poco de papel del dispensador. Le bajé las bragas hasta los tobillos y aproximé mi mano a su entrepierna que tropezó con sus muslos semicerrados.
—Abre las piernas —le dije en voz audible. Lo hizo y le limpié el coño de una sola pasada deteniéndome para notar la enorme humedad que lo mojaba. Ella se estremeció.
—Ponte de pie —obedeció y le subí las bragas. Me erguí en el movimiento rozando mi cuerpo con el suyo. Ella respondió a mi provocación sacando una lengua que encontró el vacío como respuesta. La hice arrodillarse y miré de soslayo a los dos hombres que no habían perdido detalle. El pelirrojo se frotó la polla sin disimulo. De vuelta paseé de nuevo su culo que embebía sin remedio las bragas mojándolas. La subí a la cama.
—Caballeros, es hora de empezar. Se levantaron y comenzaron a desvestirse dejando la ropa colgada en el armario de forma escrupulosamente ordenada. Quedaron en ropa interior atentos a mis palabras. Ella, de rodillas sobre la cama, enfrentaba su cuerpo a nuestros ojos. Me acerqué a la cama por detrás y le pegué una sonora palmada en las nalgas.
—Tú, es una perra que vamos a subastar. La dividiremos en cuatro partes, su culo, su coño, su boca y sus tetas. Y ustedes, señores, tendrán la oportunidad de pujar por cada una de esas zonas creadas para el placer. Se puede tocar, estamos en un país civilizado. Un gesto de mi cabeza dio la señal de salida. Me mantuve de pie sosteniendo la correa mientras ellos se posaban en la cama rodeándola. El negro puso sus manos en el trasero y empezó a sobarla acercando sus gruesos dedos pulgares al coño. Tú, se agachó ofreciéndose y dejando su cabeza en el borde de la cama. Separó las piernas mientras gemía y volvía la cabeza en dirección a aquellas manos que la poseían. El pelirrojo aprovechó y se acercó por delante. Su erección, antes anunciada, aún persistía. La agarró por el pelo y empezó a frotarse en su cara aún con los calzoncillos puestos. Ella abrió la boca y sacó la lengua iniciando un juego que pretendía atrapar su dureza, él se la negaba mientras la paseaba por sus pómulos y barbilla inclinando la pelvis. La escena me excitaba mientras seguía sujetando la correa. Ambos machos se ganaban el sueldo. El negro la cogió en vilo y le dio la vuelta dejándola tumbada sobre la cama. Solté la correa para que no se liara en su cuello. El pelirrojo le cogió las tetas y empezó a apretarlas mientras el negro se acercaba a su entrepierna oliendo sus flujos tan cerca que su nariz tocaba el vello que pugnaba con escaparse de las bragas.

—Bien señores, es suficiente —dije yo. Ambos se separaron del cuerpo de la mujer que quedó tendida boqueando. Mirándola, se adivinaba la urgencia que tenía de ser horadada, profanada. De llegar a ese orgasmo largamente deseado desde que entramos en esa habitación. Dejándolos de pie frente a la cama me acerqué recuperando la correa poniéndola de rodillas. Ella, abierta de piernas ofrecía un puro espectáculo de deseo.

—¿Quién quiere sus tetas? —dije dirigiéndome a los dos hombres.
—Yo —dijo el pelirrojo. Acto seguido fue hacia el armario y sacó su cartera de los pantalones. Arrojó dos billetes de cincuenta sobre la cama y se quedó mirándome.
—Cien a la una…, cien a las dos…,—miré al negro que me ignoró. Su mirada estaba lejos de las tetas, supe lo que él quería y para lo que aguardaría—. Cien a las tres. Tetas adjudicadas. El pelirrojo se acercó mientras yo retiraba los billetes y tumbó de nuevo a tú dejando su cabeza colgando de la cama. Se bajó los calzoncillos y, agarrando ambas tetas con las manos, le metió la polla entre ellas follándoselas. Ella gimió irguiendo el torso y agarrando el culo del hombre por entre sus piernas. El pelirrojo embestía haciendo que su glande, rojo bermellón, asomara la cabeza para pasar a esconderse. Sus manos le apretaban sus pechos haciendo que sus pezones se tornaran puntiagudos. Empujaba con fuerza. Tú gemía sin disimulo notando el poder del hombre entre sus tetas. Él cogió los pezones entre sus dedos y los estrujó sin miramientos, el placer recorrió a la hembra haciendo que se tensara. Los embates, cada vez más seguidos, anunciaban una corrida demasiado pronta.
—Su coño sale a subasta por doscientos euros —interrumpí con mi voz. El negro se apresuró a ir a por dinero y lo tiró sobre la cama. Hice ademán de recogerlo cuando el pelirrojo se retiró bruscamente de entre las tetas que se estaba follando y abrió su cartera.
—Doscientos cincuenta —dijo depositando el dinero en el suelo. Ella, que se había visto interrumpida empezó a masturbarse sin prestar atención a la pelea por su coño. La perra no había comprendido aún. Me acerqué y la azoté deteniendo su paja.
—No puedes usar el género, estos caballeros quieren la mercancía fresca —dije regañándola. Cogí la correa y la bajé de la cama. Su cuerpo temblaba de excitación mientras se recomponía de rodillas. La acerqué hacia donde estaban tirados los billetes y le quité la venda.
—Recoge el dinero con la boca y déjalo encima de la cama —ella obedeció. Mientras tanto el negro sacó un billete de cien euros y aumentó la apuesta.
—Cien más —dijo arrojando el billete al suelo— quiero meter la cara en el coño de esa perra. Miré al pelirrojo que echaba de nuevo mano a su billetera.
—Quinientos —dijo sacando un solo billete. El negro dudó y yo conté hasta tres en voz alta adjudicándole el coño al pelirrojo. Fue entonces cuando el negro sacó un enorme fajo de billetes del bolsillo de su pantalón sujetos con una goma.
—Cinco mil por su culo y su boca —dijo tendiéndome el fajo.
—Adjudicados, dije sin darle tiempo al pelirrojo. Confieso que la subasta fue un poco arbitraria pero al final todos convenimos en que bien está lo que bien termina. El pelirrojo tenía las tetas y el coño, el negro su boca y su culo. Todos contentos. Y no estaba la cosa para entretenerse en deliberaciones, había algo que urgía. Y mucho. Ella, que había asistido en silencio al reparto de su cuerpo, esperaba ansiosa. Y yo no dudaba que aquellos bien dotados sementales eran unos caballeros que pugnaban por atender debidamente a mi perra.

—Señores —anuncié— a la cama.

Horas más tarde, la puerta se cerró tras nosotros.

—Ya está. Ahora eres libre de nuevo —la dije.
—Jamás hubiera imaginado esto. Ha sido …
—¿No te ha gustado?, perdona, pero cualquiera lo diría…
—No…, sí…, no…, quiero decir, sí. Sí que me ha gustado. Eso es lo que me trastorna.
—Me gustó correrme encima de ti.
—Bueno, no sabría decir qué parte de la corrida era tuya, así que no te diré que me gustó que lo hicieras.
—Eres una perra.
—Y tú un cabrón.
—Feliz cumpleaños, nena. Ella sonrió azorada. Habló de nuevo.
—¿Será así el año que viene?
—No, el año que viene será mejor.
—Es curioso.
—¿El qué?
—Lo despacio que algunas veces pasa el tiempo ¿no crees?

Yo me reí, la besé y la dejé bajar del coche.

1 comentario:

  1. Tremendo. Estoy seguro que, este relato, ya es un buen regalo de cumpleaños para alguna o alguno... Muy bueno. Me gustó mucho. No decae en ningún momento.

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