lunes, 8 de diciembre de 2014

Cuentos para niños





Los sueños de la escalera

Había una vez una escalera que subía a una buhardilla. La buhardilla tenía una puerta preciosa, de esas antiguas con una sola hoja de cuarterones ribeteados con clavos de cabeza gruesa en forma de pirámide.








La escalera estaba intrigada sobre lo que aquella preciosa puerta encerraba tras de sí, pues imaginaba que tan magnífico cierre escondería maravillas a la altura de su belleza.


Un día se armó de valor y habló a la puerta.


—Puerta ¿Por qué no te abres y me dejas ver tras de ti?


— ¿Qué crees que hay tras de mí escalera?—preguntó a su vez la puerta— dímelo si quieres que te deje verlo.


—Imagino una estancia con un ventanal redondo —empezó a relatar la escalera— a cuyo pié hay una cama junto a un estante lleno de cosas mágicas, imagino un hueco de puerta a su izquierda, que da a una habitación jamás pisada que esconde el secreto de la vida, imagino un baúl enorme tapado por una tela de colores llena de polvo y que en su interior están los juguetes de miles de niños vividos en tiempos pasados…,


La puerta, después de escuchar atentamente a la escalera, le dijo.


—Sí escalera, hay eso y mucho más. Pero no puedo dejar que lo veas por que el señor del tiempo —el amo y señor de todo lo que guardo— viene de vez en cuando a visitar ésta habitación, y es celoso de su intimidad.


La escalera quedó triste y fascinada, sabía que tenía razón. Pero comprendió que debería conformarse con seguir soñando la estancia porque el señor del tiempo debía de ser muy poderoso y tener un genio de mil demonios.


Y así fue como esa puerta regaló los sueños a la escalera, sabiendo que jamás debería abrirse para ella y mostrarle lo que en realidad guardaba: una vacía habitación.












El álamo y el río


Había una vez un álamo que vivía a orillas de un río. En las largas tardes de verano el álamo hacía por dar conversación al río. Sin embargo, el continuo fluir de éste impedía una conversación coherente.


Lo mismo pasaba en primavera y en otoño.








Al llegar el invierno sucedía que el río se congelaba y entonces en su quietud, se dirigía al álamo con el deseo de contarle sus peripecias del año transcurrido. Pero entonces el álamo no estaba, pues en invierno el árbol hibernaba.


Ocurría que cada uno desconocía los motivos de las no respuestas del otro, porque claro, el río nunca había sido árbol y no sabía que hibernaban en invierno. De igual forma el árbol nunca había sido río e ignoraba que su espíritu era viajero lo cual le impedía poder hablar con él al estar siempre en movimiento.


Así que cada uno sacó sus conclusiones por separado.


El árbol reflexionó que seguramente el río pensaba que él era aburrido ya que nunca había viajado y siempre permanecía en el mismo lugar. Sí, seguro que esa era la razón.


Por su parte el río, pensaba que el árbol lo ignoraba. Y decidió que el árbol era un ser engreído y orgulloso por tal cuestión.


Ambos se convirtieron en enemigos y en esa enemistad, el río socavaba el lecho donde el árbol enraizaba con la intención de desplomarlo.Por su parte el árbol hacía crecer sus raíces en un estrechamiento del cauce, con el propósito de taponarlo y que el río embalsara y dejara de ser río.


Un día, el maestro búho se mudó al álamo y se apercibió de la situación que estaba destruyendo a ambos seres, que obligados por el destino a vivir juntos se destruían mutuamente por una enemistad cada vez más enconada.


En su sabiduría, el búho rogó solución a los duendes del bosque. Y ellos, que le debían un favor al búho accedieron.


Los duendes hicieron al álamo de hoja perenne, de forma que en el invierno el árbol no tenía necesidad de dormir y así pudo hablar con el río mientras estaba congelado. Ambos, encontraron la comunicación que necesitaban y se dieron cuenta que nada tenían que ver las ideas que cada uno se había formado del otro. Comprendieron que sólo la falta de oportunidad había hecho que prejuzgaran la situación hacia derroteros equivocados y destructivos.


Y así se convirtieron en grandes amigos.








El bosque y las hadas


Hace mucho tiempo, tanto, que ni siquiera el tiempo existía, el mundo no era como ahora lo conocemos. Era distinto, sólo “las hadas intemporales” poblaban el espacio. Ellas tenían alas y volaban de aquí para allá, siempre flotando, durmiendo en las estelas de los cometas, comiendo polvo de estrellas, y visitando miles de puestas de soles distintos.


Un día un hada llamada Hirquiriona encontró una flor. Estaba adherida a un cometa pequeño, el hada quedó impresionada ante la flor y quiso cogerla pero al pronto de arrancarla, un enano salió disparado de su escondite.


— !Suelta la flor! —el enano estaba muy enfadado—¡Es mía!


El hada jamás había visto un enano, pero no se asustó. Las hadas son muy poderosas y no tiene miedo a nada. Pero como tampoco quería causarle daño, le dijo:


—Dime duendecillo ¿Cuál es el secreto de la vida de una flor?


—La tierra —contestó el enano—, la tierra alimenta a la flor y la sujeta.


El hada corrió la voz, y miles de hadas recorrieron el universo buscando trozos de tierra desprendidos del volar de los cometas, e iban juntándolos todos como si fuera plastilina y así se formó el mundo, de juntar tierra.


Y conforme iban juntando tierra, iban plantando flores y más contentas se ponían. Las flores formaron bosques y —de esa forma— se formó el mundo tal y como ahora lo conocemos, y es por esta razón por la que, si queréis encontrar un hada, debéis ir al bosque, pues ellas viven allí, cuidando de sus flores.





Un cuento para Mario


Había una vez un niño, un niño soñador, de los que parece siempre en Babia. Él era feliz en su mundo creado para sí mismo, donde hadas, elfos y brujas andaban a sus anchas.


Un día vio llorar a su padre y eso lo descompuso, ya que la tristeza no cabía en él. Se sintió, a su vez, muy triste, y esa noche cuando su padre terminó el cuento que todas, todas las noches le acompañaba a dormir le preguntó.


—Papá ¿Por qué lloran los papás?


—Mario, la vida no es como la sientes de niño, la vida es correr para no llegar y en la carrera, dejarte la propia vida.


La explicación dio que pensar a Mario que a partir de ese día empezó a fijarse en la vida de sus padres. Observó que se levantaban temprano, iban a trabajar, le llevaban al colegio, hacían los trabajos de casa, lo llevaban al médico cuando enfermaba, a natación,…y muy, muy de vez en cuando, veía a sus padres reír juntos y abrazarse…y comprendió lo que quería decir su padre.


Estaban tan atareados que no podían hacer las cosas que a ellos les gustaban.


Mario —preocupado— se lo contó a Atergo —el duende—, que a su vez se lo contó a Nebrisa —la diosa de los sueños— que consultó con Recartes.


Recartes era el brujo que todo lo sabía, porque era el más viejo y el que tenía la barba más larga. Y eso, es importante en el mundo que gobierna a los niños: la barba.


Recartes pensó y pensó, hasta que dio una solución que haría que su padre no volviera a llorar.


Nadie sabe lo que ocurrió, pero al día siguiente todos los relojes del mundo desaparecieron. Al principio fue un caos pues nadie sabía cuando empezaba el trabajo, ni cuando terminaba, ni a qué hora era la comida, ni cuando levantarse, o cuando terminaba un lunes y empezaba el martes.


Pero poco a poco la vida empezó a regirse sin tiempo, se comía cuando se tenía hambre y se trabajaba cuando se tenía algo que hacer. No había prisa ya que el tiempo no existía.


Y así el padre de Mario nunca volvió a llorar.






La ostra y la perla.


Había una vez una ostra que hacía una perla. Día tras día, la ostra volteaba un grano de arena recubriéndolo de nácar sin parar un solo instante.


Pensaba —cuando tenga esta perla seré la ostra más guapa del arenal— y así, todo su tiempo lo empleaba en afanarse en esa única tarea.


Un mañana un pulpo vino a darle conversación.


—Ostra ¿Por qué no vienes al arrecife?, veremos juntos la marea baja.








—No, —dijo la ostra— tengo que hacer mi perla, eso es lo más importante.


Y el pulpo se fue.


Otro día vino el caballito de mar.


—Te apuesto a que no eres capaz de ganarme de aquí hasta la anémona y volver.


Pero la ostra tampoco quiso echar carreras, y el caballito también se marchó.


Y así pasaron cientos de animales sin que la ostra quisiera nada con ninguno. A ella no le hacía falta nadie para ser feliz. Sabía lo que quería. Su perla.


Llegó el momento en que terminó. Había hecho una perla realmente bonita. Era negra e iridiscente con un ámbar perfecto. Se puso tan contenta que se sintió feliz por un instante. Pero ese momento pasó, y el día siguiente, y el siguiente. La ostra se pasaba el tiempo mirando la perla.


Ocurrió que en una noche de luna llena, apareció un pescador con un cuchillo. Abrió la ostra, matándola, y se llevó la perla.


Y ese fue el legado de la ostra, la perla.


Ella había hecho la perla y para ello sacrificó las vistas junto al pulpo de la marea baja, las carreras con el caballito de mar, y tantas y tantas experiencias no vividas.


Y esa es la razón del enorme valor de la perla.








La Flor Mágica


Érase una vez una niña llamada Maakandé que vivía en un campamento, en una tienda de campaña hecha de pieles de animales con su padre.


Una mañana, Maakandé se levantó y se extrañó al ver que su padre, que solía madrugar más que ella, aún estaba en su cama. Se acercó y vió que tenía un color muy pálido.


—Padre —preguntó en voz baja— ¿Qué te ocurre?


—Maakandé, estoy muy enfermo y no puedo levantarme —contestó el padre apenas en un hilo de voz.


—Dime padre ¿cómo puedo ayudarte?, dime qué es lo que tengo que hacer y lo haré —dijo con voz decidida la niña.


—Debes ir en busca de la flor mágica Maakandé, eso es lo único que puede salvarme.


— ¿Y donde crece la flor mágica, padre?


—En las montañas de la luna, deberás subir hasta la cima de la mayor, allí encontrarás una enorme puerta, tras ella nace la flor mágica. Tardarás un día y una noche en llegar, pero no será suficiente con encontrarla.


— ¿Por qué padre?


—La flor mágica está custodiada por el Brujo Pir-Ujo que te hará una pregunta muy difícil, si la contestas te dará la flor, debes ir preparada.


Maakandé se preparó a conciencia, cogió su mochila de piel de castor y metió agua y fruta, así como un poco de carne seca. Era de madrugada cuando salió a caminar, y estuvo andando toda esa mañana y la correspondiente noche. Cuando se cansaba, paraba y tomaba algo de alimento y agua, y así, cuando empezaba a amanecer, llegó a la cima de las montañas de la luna.


Una enorme puerta franqueaba el paso, Maakandé la golpeó tres veces —¡toc, toc,toc!—, la puerta se abrió haciendo mucho ruido —¡Ñiaccccc!


Abierta la puerta, Maakandé entró, y tan pronto como lo hizo una voz de ultratumba le habló.


— ¿Quién eres tú niña? —habló la voz.


—Soy Maakandé, y vengo a por la flor mágica —dijo la niña sin temblar aunque estaba muy asustada.


— ¡Já, Já, Já! —rió lentamente la voz— Si quieres la flor mágica deberás contestar a una pregunta ¿estás preparada?


Maakandé tragó saliva, y apenas con hilillo de voz contestó.


—Sssí.


La voz resonó tremenda cuando preguntó


—Dime niña ¿Cuántas estrellas hay en el cielo?


Maakandé se sumió en sus pensamientos, su cabeza viajó por sus recuerdos hasta ver en su imaginación un antiguo fuego de campamento, donde su abuela, una mujer tan vieja como la tierra, les contaba historias fantásticas. Una sonrisa se instaló en su cara, y sin atisbo de temor contestó con firmeza


—Tantas como granos de arena en el fondo del mar.


Así consiguió Maakandé la flor mágica, y de esa forma sanó a su padre.





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