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sábado, 25 de julio de 2020

El conejo

Y entonces cayó la tarde, aún con los últimos rayos en despedida tras las lomas altas del cerro al que llamaban del morisco, nombre ya perdido en la memoria de los muertos que el pueblo había ido enterrando, uno a uno, viejo a viejo, haciéndose cada vez más pequeño.

Ya quedaban solo tres en el pueblo, él con el Fabián, puerta con puerta y en el otro extremo Marcelo, o por lo menos hasta ayer estaba. Ellos y sus ovejas, veinte gallinas y una vaca. De sobra para matar el hambre si no venía muy crudo el invierno. Levantó el ánimo con el fresco que acudía e hizo lo propio con su cuerpo, cogió la azada y se arrimó al bancal del huerto, para regar las lechugas con el sol caído y que no se quemasen, y para estirar el esqueleto.

Entonces fue cuando vio al conejo. Ramoneando una lechuga de espaldas y las orejas alerta. Se quedó quieto para no espantarlo, y entre silencios lo maldijo, dejando ser el conejo un conejo, para convertirse en enemigo, uno de esos al que quieres muerto. Así que se dio la vuelta y entrando en la casa cambió la azada por la escopeta, con claras intenciones de hacer más chico al pueblo.

— ¿A quién matas? —preguntó Fabián al verlo.

— Un conejo. El hijoputa se está comiendo las lechugas.

— No hay maldad en el conejo, amigo. Solo hambre.

— Pues que coma hinojo o yerbabuena y que deje en paz mis lechugas.

— Es un conejo. No un cura.

— ¿Qué dices?

— Que los curas saben lo que está bien y lo que deja de estarlo pero los conejos no. Si matas al conejo por no saber lo que sabe un cura, es como si me mataras a mí por no saber conducir un cohete.

— Pero si tú no tienes ni coche.

— Pues eso. De cohetes ni hablamos.

— Que lo deje ¿Eso dices?

Fabián cerró la puerta de su casa apretando la hoja contra el marco para que la cerradura encajara. Giró dos vueltas la enorme llave que se guardó en el bolsillo de la chaqueta para seguir diciendo.

— El conejo no sabe que las lechugas tienen dueño. No puede saberlo. Es estúpido. Y si tú lo odias porque crees que lo sabe, entonces no es el único. Piénsalo.

Y habiendo dicho esto, Fabián se apoyó la azada al hombro y se dirigió a su bancal de nabos y alfalfa, los nabos para el cocido, la alfalfa para la vaca. Que una vida organizada era el principio de la tranquilidad en cualquier hombre. Y eso Fabián lo sabía, como sabía la solución para que no se agriara la leche y para que sus perros no criaran garrapatas.

Se oyó un tiro y Fabián volvió la cara hacia donde el eco del disparo terminaba. Carraspeó y soltó un salivazo. Después se subió los pantalones —había perdido peso este invierno— y se puso al bancal escarbando y pensando en lo que iba a cenar, quizás una sopa de lentejas, o unos nabos con queso. Que seguro mañana habría conejo, y la carne ha de comerse con mesura para que no se te amarilleé el pellejo, una vez a la semana, dos si son fiestas, a no ser que sea cuaresma.

Fabián lo vio pasar por el camino viejo con el conejo en ristre y la escopeta al hombro. Ya oscurecía. Así que recogió el puñado y lo sacudió para quitarle la tierra, arrimó la azada y con las dos manos ocupadas se marchó de su terreno, dirigiendo sus pasos a casa del Marcelo pues le debía dos lirias, las que llevaba en el bolsillo, y así lo saludaba que uno nunca sabe si despertará mañana. El otro estaba en el banco, uno de piedra que el Marcelo construyó cuando se quemó el molino viejo. Desollaba el conejo.

— ¿Has visto al Marcelo? —preguntó Fabián mirando al conejo. Dos kilos por lo corto —calculó—, lo que hacía uno de carne. Con tres puñados de arroz y una bota de vino harían almuerzo de domingo. Aunque fuera miércoles. Que no lo sabía. Hacía tiempo que ya no le ponía nombre a los días.

— No le he visto el pelo desde ayer. Lo mismo se ha muerto.

— Lo mismo —contestó Fabián.

— Pues entonces vamos de entierro.

— Y nos va a sobrar conejo —añadió Fabián.

Entonces apareció el Marcelo. Venía del patio trasero con un cubo en la mano y una paja en la boca.

— ¿Quién se ha muerto? —preguntó.

— Por ahora, solo el conejo —contestó Fabián que sacó las lirias del bolsillo y se las dio al Marcelo que las cogió sin decir nada, como se hace con el calor del sol, con un murmullo o con el aliento.

— ¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Marcelo.

— Desuello al conejo.

— Ya lo veo. Digo que si quieres algo.

— Te echaba de menos. Como ya no hay mujeres habrá que arrimarse a lo que queda. Está Fabián y estás tú pero este —dijo señalando a Fabián—habla más de lo que dice, así que me he enamorado de ti. Mira, te he traído un conejo.

Marcelo soltó una carcajada y dejó el cubo en el suelo. Se sentó en el banco y sacó la pipa, el tabaco y un mechero.

Y así, en el silencio, terminaron los tres otro día. No sé si lunes o domingo, lo que sí sé es que el día terminaba sin remedio. En la penumbra de tres vidas y con la luna en el cielo.


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