Y
entonces cayó la tarde, aún con los últimos rayos en despedida tras las lomas
altas del cerro al que llamaban del morisco, nombre ya perdido en la memoria de
los muertos que el pueblo había ido enterrando, uno a uno, viejo a viejo,
haciéndose cada vez más pequeño.
Ya
quedaban solo tres en el pueblo, él con el Fabián, puerta con puerta y en el
otro extremo Marcelo, o por lo menos hasta ayer estaba. Ellos y sus ovejas,
veinte gallinas y una vaca. De sobra para matar el hambre si no venía muy crudo
el invierno. Levantó el ánimo con el fresco que acudía e hizo lo propio con su
cuerpo, cogió la azada y se arrimó al bancal del huerto, para regar las
lechugas con el sol caído y que no se quemasen, y para estirar el esqueleto.
Entonces
fue cuando vio al conejo. Ramoneando una lechuga de espaldas y las orejas
alerta. Se quedó quieto para no espantarlo, y entre silencios lo maldijo,
dejando ser el conejo un conejo, para convertirse en enemigo, uno de esos al
que quieres muerto. Así que se dio la vuelta y entrando en la casa cambió la
azada por la escopeta, con claras intenciones de hacer más chico al pueblo.
—
¿A quién matas? —preguntó Fabián al verlo.
—
Un conejo. El hijoputa se está comiendo las lechugas.
—
No hay maldad en el conejo, amigo. Solo hambre.
—
Pues que coma hinojo o yerbabuena y que deje en paz mis lechugas.
—
Es un conejo. No un cura.
—
¿Qué dices?
—
Que los curas saben lo que está bien y lo que deja de estarlo pero los conejos
no. Si matas al conejo por no saber lo que sabe un cura, es como si me mataras
a mí por no saber conducir un cohete.
—
Pero si tú no tienes ni coche.
—
Pues eso. De cohetes ni hablamos.
—
Que lo deje ¿Eso dices?
Fabián
cerró la puerta de su casa apretando la hoja contra el marco para que la
cerradura encajara. Giró dos vueltas la enorme llave que se guardó en el
bolsillo de la chaqueta para seguir diciendo.
—
El conejo no sabe que las lechugas tienen dueño. No puede saberlo. Es estúpido.
Y si tú lo odias porque crees que lo sabe, entonces no es el único. Piénsalo.
Y
habiendo dicho esto, Fabián se apoyó la azada al hombro y se dirigió a su bancal
de nabos y alfalfa, los nabos para el cocido, la alfalfa para la vaca. Que una
vida organizada era el principio de la tranquilidad en cualquier hombre. Y eso Fabián
lo sabía, como sabía la solución para que no se agriara la leche y para que sus
perros no criaran garrapatas.
Se
oyó un tiro y Fabián volvió la cara hacia donde el eco del disparo terminaba.
Carraspeó y soltó un salivazo. Después se subió los pantalones —había perdido
peso este invierno— y se puso al bancal escarbando y pensando en lo que iba a
cenar, quizás una sopa de lentejas, o unos nabos con queso. Que seguro mañana
habría conejo, y la carne ha de comerse con mesura para que no se te amarilleé el pellejo, una vez a la semana, dos si son fiestas, a no ser que sea cuaresma.
Fabián
lo vio pasar por el camino viejo con el conejo en ristre y la escopeta al
hombro. Ya oscurecía. Así que recogió el puñado y lo sacudió para quitarle la
tierra, arrimó la azada y con las dos manos ocupadas se marchó de su terreno,
dirigiendo sus pasos a casa del Marcelo pues le debía dos lirias, las que
llevaba en el bolsillo, y así lo saludaba que uno nunca sabe si despertará
mañana. El otro estaba en el banco, uno de piedra que el Marcelo construyó
cuando se quemó el molino viejo. Desollaba el conejo.
—
¿Has visto al Marcelo? —preguntó Fabián mirando al conejo. Dos kilos por lo
corto —calculó—, lo que hacía uno de carne. Con tres puñados de arroz y una
bota de vino harían almuerzo de domingo. Aunque fuera miércoles. Que no lo
sabía. Hacía tiempo que ya no le ponía nombre a los días.
—
No le he visto el pelo desde ayer. Lo mismo se ha muerto.
—
Lo mismo —contestó Fabián.
—
Pues entonces vamos de entierro.
—
Y nos va a sobrar conejo —añadió Fabián.
Entonces
apareció el Marcelo. Venía del patio trasero con un cubo en la mano y una paja
en la boca.
—
¿Quién se ha muerto? —preguntó.
—
Por ahora, solo el conejo —contestó Fabián que sacó las lirias del bolsillo y
se las dio al Marcelo que las cogió sin decir nada, como se hace con el calor
del sol, con un murmullo o con el aliento.
—
¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Marcelo.
—
Desuello al conejo.
—
Ya lo veo. Digo que si quieres algo.
—
Te echaba de menos. Como ya no hay mujeres habrá que arrimarse a lo que queda.
Está Fabián y estás tú pero este —dijo señalando a Fabián—habla más de lo que
dice, así que me he enamorado de ti. Mira, te he traído un conejo.
Marcelo
soltó una carcajada y dejó el cubo en el suelo. Se sentó en el banco y sacó la
pipa, el tabaco y un mechero.
Y
así, en el silencio, terminaron los tres otro día. No sé si lunes o domingo, lo
que sí sé es que el día terminaba sin remedio. En la penumbra de tres vidas y
con la luna en el cielo.
Buenísimo, Charlie!!!
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