Se llamaba María. Como se llaman todas las mujeres.
Esa mañana, muy temprano, cuando aún el gallo no había
empezado a cantar y el rocío medraba, María cerraba con sigilo el portalón de
su casa, sombreando el silencio de la mañana con un escueto gruñido cuando
apretó la puerta para encajarla. Y con una mochila, un bastón y un mandil bien
puesto, salió a buscar moras rojas y negras. Un poco de menta y espliego.
Huevos de gallina recién puestos, almendras, vainilla y manteca del cerdo que
mataron allá en Noviembre, como para San Martín.
María tenía a la yegua preñada de gemelos y estaba a
punto de parir. De haber venido solo uno ella misma podía haberla atendido, si
venía el potro por su sitio, claro, que si volteaba entonces era otra cosa, por
eso su madre le había puesto tres velas a San Anastasio. Pero María desconfiaba
de los santos. Y puestos, hasta de las santas. Porque nada hicieron para salvar
a la yaya cuando ella rezó para que no se la llevaran.
María sabía que tenía que pedirle ayuda al Nini. Él sabría
qué hacer. Como sabía si venía buen año de nieves, o la cura si el pulgón te
agarraba la siembra, podía decirte el sexo de la criatura mirando el tobillo de
la preñada. Y las maldiciones no le afectaban. En el pueblo unos decían que era
un ángel y otros, un demonio. María también sabía del gusto del mozo por las
buenas tartas.
— ¿A quién celebramos? —pregunta la madre viendo a
María afanarse en la cocina. Hay polvo de harina bailoteando con los rayos que
entran por la ventana. Concentrada en lo suyo, María se medio sorprende con la
voz de su madre.
— Le estoy
haciendo mi tarta al Nini. Le voy a pedir ayuda. No quiero que la yegua se
muera.
Su madre suspira pero no contesta. Solo un leve
comentario sale de su boca antes de darse la vuelta e irse por donde ha venido.
— El Nini…
Hace dos años, como para cuando hacía tres que murió la
yaya, le entró la Tenia a la vaca. El Nini nos avisó que no le diéramos de
comer durante tres días con sus noches. Para que no engorde el gusano —decía—,
para que no se acomode y sea imposible echarlo. Pero a mi madre la intentó
sacar con leche agria, y preñó de leche a la vaca. Pero salir no salió nadie. Y
la vaca se murió para Santa Águeda.
Lo vio en la fuente de la plaza, delgado como una
astilla pero firme como el sarmiento, con el pelo rubio mal peinado y serio
como una estatua de cementerio. Tragó lo que pudo y se dirigió con el pastel en
ristre, apuntándole directamente a la cara para que ojos, nariz y boca,
avisaran como hacían los balleneros: — ¡por allí resopla!— que es lo que cuenta
el libro que estaba leyendo en la escuela.
— Es para ti, toma —dice María mostrando el pastel. El
Nini ventea hocicando y empieza a salivar en secreto. Pero antes de coger el
pastel, habla.
— Pues no es mi santo.
— Lo sé. Es para que me ayudes a parir a la yegua.
— ¿Y tu madre, qué dice? — pregunta el Nini con todas
sus letras.
— Esta vez, lo que tú digas. No hay más.
El Nini coge el pastel y separa el paño que lo cubre.
Lo huele más de cerca. Mete un dedo y lo prueba. Después, se relame.
— Coge hinojo del arroyo, procura que no esté soleado,
mejor el que crece pegado a la roca de las umbrías del rio. Dos raíces de
carcabuey y lo que te coja en una mano abierta de remorana. Lo cueces todo y lo
cuelas, no me hace falta el agua. Lo dejas en un cubo y al lado de la yegua. Yo
esta noche iré.
— Pero todavía no está de parto — dice María.
— Pero la noche viene templada. Y como ya no estará
engarrotada del frío el potro se estirará y a ella le dará gana de parir. Tú,
hazlo. Esta noche cuando la luna termine de subir el cerro, me llego. Ten el
mejunje preparado.
María sonríe contenta mientras piensa que no sabe si es
un ángel o un demonio. Lo que sí sabe, es que le salvará la yegua.
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