jueves, 2 de julio de 2020

Mutación

—Pero, hija. No te lo tomes así.
—¡Claro, para ti es fácil decirlo! —los sollozos ahogan momentáneamente su protesta. Se echa las manos a la cara intentando sobreponerse, pero no puede y estalla en un llanto sin fin.
—Pero cielo…—ella duda, es consciente que el consuelo que intenta no está funcionando. Por el contrario, resulta lo opuesto a lo que pretende. Así que deja que llore sin poder evitar preguntarse si esas manos estarán suficientemente limpias.
Suena un inoportuno teléfono. La melodía personalizada tantas veces escuchada reclama insistentemente atención.
—Rocío, es Pablo. Te llama ¿No vas a cogerlo?
Con la cara descompuesta, Rocío responde en un lenguaje poco inteligible.
—¡Coshelo tú, mamá pofv..!
La madre se levanta y coge el móvil que está sobre el brazo del sofá donde su hija se hace cada vez más pequeña a fuerza de intentar esconderse tras un cojín. Aún suenan un par de timbres antes que atine a descolgar la llamada.
—Hola, Pablo.
—Hola, Encarna ¿Está Rocío?
—Como si no estuviera.
Se hace un silencio. Encarna cae en que la respuesta es ambigua. Eso puede significar cosas como. “no queremos saber más de ti en la vida”, o “Rocío está muerta en el baño con las venas cortadas”. De pronto se siente azorada e intenta arreglarlo.
—No puede hablar ahora Pablo. Llora como una Magdalena.
—Es que es una putada, Encarna. Lo que le faltaba a la pobre. Al final tendremos que darle la razón.
A Encarna se le escapa una carcajada. Rocío la mira con cara asesina.
—¡De qué te ríes! —esta frase se la entiende toda.
—No, nada…toma, anda. Encarna le tiende el teléfono a su hija que lo coge mirándola con odio. Sin poder evitar una leve sonrisa dibujada en el rostro, Encarna se levanta y sale de la habitación mientras el murmullo de la conversación de la pareja la deja aliviada.
Entra en la cocina sonriendo ya abiertamente. Su cabeza le traslada a la infancia de Rocío y recuerda aquella vez…
Estábamos de acampada, era invierno. Habíamos encendido una hoguera y asábamos castañas, oscurecía. Rocío, que tenía apenas cuatro años, miraba la hoguera de pie ante ella. Intenta dar un paso hacia la hoguera con intención de coger una castaña que humea sobre la plancha donde se asa, pero tropieza y cae al fuego. Como un resorte Encarna se levanta y la aparta de las llamas. Rocío llora asustada y Encarna la consuela.
Esa fue la primera de muchas veces. Después vinieron otras, en la cama elástica cuando cayó fuera y casi se parte la columna. Cuando tuvieron que suspender su viaje a erasmus por una apendicitis. O cuando se estropeó la noria y la pilló en todo lo alto. No siempre fueron grandes tragedias. Por ejemplo, si había llovido Rocío era la que pisaba la baldosa suelta y tenía que volver a cambiarse a casa.
Y ahora tenía que suspender la boda por la epidemia.
La chica de la aguja. Eso la llamábamos en casa. Por lo de la aguja en el pajar. Todos estábamos convencidos que moriría por una bala perdida. La pobre.
Menos mal que no era contagioso. La suerte de Rocío solo le afectaba a ella sin indicios de contagio. Menos mal. No sé qué hubiera pasado si su suerte se propagara como el coronavirus.
—¿Mamá? —Rocío aparece en la cocina. Tiene la cara hinchada pero ya no llora.
—¿Qué te ha dicho Pablo?
—Me ha dicho que conoce a un juez que nos podría casar por lo civil y en privado.
—¡Pero eso es estupendo!
—Pero no será lo mismo, mamá. No podrán asistir invitados, no habrá banquete. No será lo mismo.
—Pero cariño. ¡Pablo y tú os casaréis! Y eso es lo más importante ¿no?
—Bueno si…
—Pues ya está. No hay pero que valga. ¿Cuándo será?
—No sé. Me ha dicho que está ultimando los detalles y que ahora me llama. Después te digo, me voy a la ducha.
Encarna piensa sin poder evitarlo en el jabón resbaladizo. Pero se obliga a desechar ese pensamiento y no dice nada. Se da la vuelta y se concentra en pensar qué va a preparar para comer. Recuerda que tiene unos filetes congelados y su cabeza busca un acompañamiento adecuado. Quizás una ensalada. Aunque unas patatas fritas serían ideales ¿Hay patatas?
Suena su móvil. Es pablo.
—Dime Pablo, Rocío ya me ha contado…
—No te lo vas a creer.
—¡No!
—¡Un meteorito, Encarna! ¡Le ha caído encima un meteorito!
—¿Al juez?
—Mismamente.
—¡Madre del amor hermoso!
—¿Y qué vais a hacer?
—Encarna. Yo no me caso. Lo siento.
—¡Pero, Pablo! ¿Qué estás diciendo?
—Que no me caso, Encarna. Estoy acojonado. Por favor, dile a tu hija que hemos roto. A mí me da miedo. Lo siento. Adiós.
Encarna deja el teléfono sobre la mesa de la cocina. Necesita sentarse y arrima el taburete a la mesa, se sienta y se oye un crujido. Encarna rueda sobre el suelo. Ha sido la pata del taburete. Se echa mano a la boca sofocando un gemido que contiene terror.
—¿Mamá, estás bien? He oído un golpe—Rocío, habla desde el quicio de la puerta del baño.
—Estoy bien, cariño no te preocupes.
—¿Qué ha sido?
—Nada, cariño. He tropezado.
—¡Ajajá! Y después me decís que solo me pasa a mí. Eso es el karma, mamá. —Se oyen risitas sofocadas.
Encarna se levanta, y coge un cuchillo.

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