Elly solía contarme un curioso cuento
sobre gorriones. Acostumbraba a llevar un delantal sobre medias de fantasía y tacones muy altos en el
bar de Ernie mientras servía copas que le pedían incluso los abstemios.
—El
marketing es una forma de ser —defendía mientras movía las caderas enmarcadas en un tanga tan negro como el
fondo del cañón de un revolver.
Alguna
vez se la vio llorar. Sola y apartada en una mesa de madera tan desnuda como
los huesos del cadáver de una clase de ciencias. Entonces podías acercarte a ella sin el
deseo mundano de perderte entre sus duros pechos de pecado, y ella te hablaba
del gorrión.
Según Elly, cuando estaba lo
bastante bebida, un gorrión le nacía de la cabeza y escapaba a un lugar llamado “Lagarto´s dreams”; un sitio donde podía sentir paz. Era tan real en
su boca la descripción de aquel lugar que deseabas vender tu alma al peso por
unos pocos centavos y comprar un billete de ida, con la sola condición de que no hubiera vuelta.
Yo creía a Ellie. Puedo incluso jurar
que la última
vez que cantó en el escenario gorjeaba como un gorrión. Tras esa sublime actuación, fui a dejarle un ramo de
rosas negras en su habitación. Y fue entonces, a la vista de su delantal cuidadosamente
doblado sobre la cama, cuando entendí que había volado a “Lagarto´s dreams” para siempre.
Algunas
veces la echo de menos y otras, paso las tardes en el parque, esparciendo pipas
para que vengan los gorriones a comer, con la esperanza de ver alguno con tanga
negro y pechos duros como el pecado.
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