sábado, 3 de octubre de 2020

Agogé



Se llevan a un niño que mira hacia atrás buscando a su madre que se abraza al dintel de la puerta para forzarse a no salir en busca del pequeño. (voz en off) A los siete años, los niños espartanos son separados de sus madres. Es la agogé, la ley espartana.

Un muchacho descarga furiosos golpes sobre otro. Su rostro no refleja temor o duda. Es lo que tiene que hacer.




Sonó el timbre y su cuerpo tembló al ritmo de cada campanada. El anhelo que fue ese mismo sonido en otro tiempo, se convirtió en un disparo de salida a una carrera hacia el desastre. O, quizás más a propósito, la campana de un asalto en un combate de boxeo. Sabía que lo esperarían en el patio. Gerges y los demás se lo habían avisado de forma clara en la fila de la mañana, la que formaban para entrar en clase.

—Te esperamos en el patio. Hoy vas a merendar tierra —oyó a su espalda. No se volvió, no le hacía falta. Sabía que era Gerges, el matón del colegio.

Desde ese momento intentó pensar qué hacer. Se le pasó por la cabeza contárselo al jefe de estudios pero desechó rápidamente la idea. No se podía chivar. Eso sería un suicidio. Estaba atrapado y tendría que pelear. Ellos eran cinco. No podía pelear contra los cinco a la vez, lo iban a machacar. Tendría que pensar en algo y mejor que fuera bueno.

Salió del aula hacia el pasillo que llevaba al patio. Agachó la cabeza para ser engullido por la montonera y volverse invisible. Al pasar por el aseo se escurrió en su interior. Sabía que lo buscarían al no verlo en el patio. Primero irían al aula, después a los aseos. Tenía cinco minutos, no más. Después se fijó en el pestillo de la puerta. Tuvo el impulso de echarlo y adelantó el cuerpo para hacerlo. Fue cuando, a cámara lenta, se contempló pasando el resto de sus recreos encerrado en el baño, imaginó cada uno de los temblores de su cuerpo bailando al son del timbre del colegio, su vida sería un gigantesco juego de escondite donde él, era el único que la llevaba. No cerró el pestillo.

Los oye llegar por el ruido que forman y por los gritos que pegan. Gritan su nombre junto a varios insultos no muy creativos. Espera.

—Vosotros mirad en el de chicos, nosotros iremos al de chicas por si ese marica está allí escondido. El que lo vea, que avise.

Escondido tras la puerta del baño ve a Gerges pasar con un pelota gilipollas que es su sombra. Ambos van hasta el fondo mirando en cada uno de los cubículos de los excusados. Al no encontrarlo se dan la vuelta.

—Tiene que estar en el de las chicas. Vamos con los otros —dice Gerges al pelota. Este obedece y, como si fuera un disparo, sale corriendo del aseo. Cuando rebasa la puerta, esta se cierra empujada por una mano que echa el pestillo. Entonces se vuelve.

—Así que estás aquí, marica —dice Gerges con los dientes apretados. Su mirada se dirige a la cerrada puerta. Está algo confundido. Su rostro dice que no entiende lo de la puerta.

—Sí. Estoy aquí, contigo. Estamos los dos aquí, solos. Marica.



La sangre corre por la cara y se escurre rápidamente abandonando el cuerpo. La culpa es de un corte en el labio que se ha rajado al chocar contra un diente, pero no hay dolor. No hay tiempo para eso ahora. Después, si hay uno, lo coserán y lo alimentarán, se habrá ganado el derecho a ello. Y entonces, solo entonces podrá mirar al miedo desde arriba, haciéndole girar el pescuezo, para que le muestre su garganta y él pueda cortarla de un tajo certero.

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