Noche de autos
El sonido del Plymouth hace que desee por segunda vez haberme quedado frente a aquella cerveza. La lluvia aporrea con fuerza el parabrisas y yo rezo en silencio para que el auto no se pare y me obligue a bajar para abrir el capot y todo eso. Odio mojarme. El móvil suena y miro el nombre que centellea en la pantalla, es ella de nuevo.
—¡Dónde estás, por qué tardas tanto!
—Solo hace cinco minutos que has llamado, mamá. Voy de camino.
—Eres igual que tu padre, no tienes sangre en las venas. —Su voz va elevando el tono como suele ser su costumbre. Separo un poco el auricular de mi oreja para evitar daños en el tímpano, las lesiones de oído son jodidas de sanar—. Debería haberte arrojado al cubo de la basura cuando naciste, tanto esfuerzo por criarte para nada, ni siquiera eres capaz de correr para ayudar a tu pobre madre.
Ayudar a tu pobre madre es una de sus falacias más brillantes. Quiere decir que cuando se queda sin efectivo en el casino, yo debo ir corriendo a dejarle unos pavos que nunca puedo dejarle. Mientras recuerdo mi cerveza me pregunto por qué lo hago. No encuentro ninguna razón clara en mi cabeza. Quizás es que haberme tenido nueve meses en sus entrañas ha establecido un vínculo biológico unidireccional. O puede que sea idiota.
—Mi coche dejó de correr en los setenta, mami, ahora más que andar, agoniza. He estado ahorrando para uno nuevo, un Corvette del 69, pero tienes mala suerte con la ruleta.
—Eso, échame la culpa de que seas un desgraciado. Como tu padre que siempre me echaba la culpa de todo. Sois iguales. A ver si te mueres pronto y así podéis ponerme verde desde el infierno. Seguro que eso te gustaría.
Mi cerveza debe de estar ya caliente y cada vez llueve con más ganas. Parece que se va a desplomar el cielo sobre mi coche. Una gota escurre desde el parasol y me quedo observándola. Tengo el volante en una mano y el móvil en la otra. Ahora no puedo luchar contra la gota.
—Ya llego ¿dónde estás?
—En la puerta trasera, no querrás humillarme dándome dinero delante del portero. Entra por el callejón ¿cuánto me traes?
—¿Con ciento cincuenta te apañas?
—¡Solo eso! ¿Así valoras todos mis esfuerzos para contigo? Ten hijos y te sacarán los ojos. Tenía que haberme casado con aquel hijo de puta de Dresler, era un cerdo pero tenía dinero; pero claro, tu padre vino con esas palabras bonitas y me dejó preñada. Menudo cabrón. Me hizo una desgraciada para toda la vida. Sois iguales.
Recuerdo que papá me dijo que siempre había sospechado que ella ya estaba preñada cuando la conoció. Siempre fue honrado conmigo. También cejijunto. Y con un hoyuelo en la barbilla. Mis cejas son normales y el único hoyuelo que tengo es uno en la espalda, de cuando Malone me clavó su cuchillo. Pero esa es otra historia.
—Es lo único que tengo. Comeré el moho de la nevera el resto de la semana.
—Me partes el alma.
La gota se ha convertido en el Iguazú y mis pantalones están empapados. Odio mojarme.
—Tengo que colgar —le contesto.
—Estoy perdiendo la noche por tu culpa. Date prisa, te esperaré en la callejón. Menos mal que me he traído el paraguas.
—Ahora te veo.
Arrojo el móvil al asiento del acompañante y me concentro en la gotera. Levanto el parasol en la confianza de que sirva de presa y observo los daños. Me he mojado. Y odio mojarme.
El callejón y la lluvia se tragan las luces del auto pero logro ver la silueta de mamá con un paraguas enorme. La brasa del pitillo que fuma se enciende continuamente. Como un faro en plena noche.
—Venga viejo amigo, haz un esfuerzo por mí. Es lo último que te pido, lo juro. El Plymouth tose como un asmático cuando piso el acelerador. Los endurecidos amortiguadores me lanzan contra el techo cuando paso por encima de mami. Freno bruscamente gastando lo que me queda de frenos.
Mami siempre me dijo que papá y yo éramos iguales. Pero no tiene razón. Algo he sacado de ella. Con ese pensamiento en la cabeza echo marcha atrás y siento que los amortiguadores ceden al pasar de nuevo por encima de mamá.
Después, pienso de nuevo en mi cerveza.
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Un refresco, por favor.
Es tan cansado eso de vivir sin uno.
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