martes, 30 de junio de 2020

El maestro

El maestro, un hombre con la piel apergaminada de rostro sereno y edad difícil de adivinar, tomó asiento junto al altar donde varias varillas de incienso humeaban formando volutas que bailaban una danza lenta y aromática. También había cuencos con frutas variadas, caramelos de colores y varias velas encendidas. Se recogió sobre un cojín no más grande que una sombra de media tarde y adoptó la postura de medio loto. Frente a él, un reducido puñado de estudiantes realizaba postraciones y reverencias juntando las manos e inclinando el cuerpo sin ningún orden ni concierto. El maestro hizo sonar un pequeño gong anunciando el inicio de la sesión. Se hizo el silencio y el tiempo se detuvo mientras unos centraban su respiración pausándola, otros observaban en paciencia y los menos intentaban encontrar una postura cómoda.
—Vive el presente. El que vive el presente lo hace en ausencia de preocupaciones y por lo tanto de sufrimiento.
El maestro quedó en silencio dejando que las palabras perforaran el entendimiento. No había más que decir, la lección estaba dada. El tiempo transcurría ralentizado y el silencio los abarcaba como un navío a su tripulación. Navegaban. Quizás una hora después, quizás dos minutos uno de los discípulos varió su posición y se puso de rodillas con las manos juntas y el cuerpo inclinado. Esperaba. Poco había cambiado en el ambiente del Domo donde estaban, el equilibrio apenas había sufrido merma por el arrodillamiento del alumno pero el maestro lo sintió y abrió los ojos. Hizo una leve señal con el mentón permitiéndole hablar.
—Maestro, ¿Dónde está el presente?
—Gracias por tu pregunta, —el interpelado no se movió y siguió de rodillas con las manos unidas mientras escuchaba de manera atenta las palabras que se dijeron a continuación—. El presente no puede ser definido. Cualquier intento de explicarlo siempre será una evocación. Si yo te digo que el presente es aquí y ahora, cuando las palabras sean escuchadas mencionarán un recuerdo, y un recuerdo es pasado.
El alumno hizo una leve reverencia y tomó asiento cruzando las piernas y estirando la espalda. Tras ese movimiento, otro discípulo se arrodilló. El maestro, sin prisa, sin pausa, concedió la pregunta.
—Pero maestro, entonces ¿Cómo podemos vivir en el presente?
—Gracias por tu pregunta. Que el presente no pueda ser definido no quiere decir que no exista. Si quieres puedes entenderlo de la siguiente manera. El pasado y el futuro pueden ser definidos perfectamente como aquello que ocurrió y lo que está por suceder. Y sin embargo ninguno de ellos existe, uno porque murió y solo existe en nuestra memoria; y el otro porque aún no ha ocurrido. La lección radica en entender que las palabras no son Dios, no es correcto entender que solo lo que las palabras nombran es real.
Las palabras calaron como lluvia fina en el océano de silencio dominante del Domo. La necesaria reflexión dio paso a la tercera y última cuestión prescrita como norma por el maestro en sus enseñanzas. Demasiado nunca es bueno. Había alguien de rodillas.
—Maestro, no logro entenderlo. ¿Cómo podemos saber que estamos en el presente, si no podemos pensar en él?
—Gracias por tu pregunta. Podemos pensar en el pasado, de igual forma podemos hacer sobre el futuro. Nuestro pensamiento es poderoso pero no inconmensurable. Pensar es una labor de nuestro cerebro pero no somos lo que pensamos, de la misma manera que no somos los alimentos que ingerimos ni las fragancias que olemos. Solo la consciencia puede surfear el presente, vivir el momento es darse cuenta. No lo olvidéis. Nuestro pensamiento habla, la consciencia es la que escucha.
El Domo se vació de personas, y pasado, presente y futuro quedaron amalgamados en un círculo a la espera de alguien que volviera a separarlos.

jueves, 25 de junio de 2020

Árbol sin sombra




Bajo la encina de un bosque que no existe,
no estoy sentado a la sombra de un día soleado.
Tampoco hojeo un libro.
Ni escucho los sonidos de mi alrededor.
Bajo la encina de un bosque que no existe,
no marcaré en su tronco un nombre,
ni un corazón.
Ni respiraré aire puro.
Ni cogeré tu mano para pasear en un camino
que no existe
en un bosque
que no existe.
Tampoco beberé agua de una fuente,
ni reiré palabras que no fueron dichas por tu boca
que ya no está.
No tocaré tu pelo,
ni nombraré tu nombre.
Ni tendremos más hijos que nunca reirán entre columpios
y que jamás nos llamarán por la noche.
Bajo la encina de un bosque que no existe.
No estoy yo,
ni estás tú.

jueves, 18 de junio de 2020

El baño



— ¡Adiós cariño, estoy en el baño! —la voz suena metálica producto de la reverberación con los azulejos. Sofía responde desde el aseo al que parece haberse mudado hace ya cuatro años. Desde la muerte del bebé. Ella parece no darse cuenta. 


Sencillamente su mente no pudo soportarlo.

Y es que hay cosas que nos sobrepasan, uno nunca sabe cuál. Huimos de los miedos y eso hace que se escondan hábilmente. De pronto su mente dejó de funcionar ordenadamente. El día que me dijo que estaba embarazada su cara irradiaba felicidad, todo fue más o menos normalmente hasta que una mañana, un tropiezo tonto, mató al bebé. Ahora vive en el aseo, sale a horas que duermo, o que trabajo, y come verduras crudas que yo siempre le tengo en el frigorífico, nada más.

Es como tener un hámster.

En los inicios de su aislamiento probé cosas para hacerla reaccionar. Sin lugar a dudas tener otro hijo me parecía —en principio— la solución más lógica. Así que intenté sacarla en vano de su isla para llevarla al dormitorio. No porque esté en contra de hacer el amor en el baño, a mi me gustan todas las habitaciones para eso, pero el pestillo de la puerta, siempre condenado, me hacía saber dónde estaba la frontera de lo permitido, así que no fue posible.

Yo seguí intentándolo. Armado con paciencia infinita y teniendo presente las palabras pronunciadas ante el altar que me ataban a esta condena, intentaba normalizar una situación muy lejos de lo normal.

—Cariño, ¿vienes a la cama?

—Enseguida amor, estoy en el aseo, ya termino —me contestaba de modo amable. Pero nunca acababa de terminar. Confieso que en momentos de flaqueza espiritual y, por qué no decirlo: carnal, algunas veces me daban ganas de forzar la puerta, agarrarla de los pelos y violarla en su querido baño. Pero —pensaba yo— ¿y si después le da por encerrarse en un armario empotrado? Eso sería catastrófico. Al fin y al cabo ahora, cuando venía alguien a casa, podía disculparla explicando que ella estaba en el baño. Pero ¿Cómo explicar lo del armario?

He llamado a médicos que me dicen que está mejor en casa, que no es violenta y que en el sanatorio empeoraría. He estado probando a tomarme unos días libres, ella no parece darse cuenta.

—Cariño, ¿ya estás aquí?, estoy en el baño —es su respuesta cuando me oye entrar.

Cansado de vivir así. Decidí jugarme el todo por el todo. Me tiré un farol en la esperanza que algún “clic” en su cerebro la sacara de su encierro. Recuerdo que llevaba dos años enteros sin verle el pelo.

—Sofía, me voy.

—No trabajes mucho, cielo.

—No, Sofía. Me voy para no volver.

No sé si ese silencio significó que había comprendido las consecuencias de mis palabras. Lo cierto es que no se oía nada al otro lado de la puerta.

—Te he dejado verdura fresca en la nevera, toda la que ha cogido. Creo que tendrás para una semana o diez días. Y le he dicho a Mari Carmen que se pase a limpiar y a comprar más. Le dejo una copia de la llave. No te preocupes, yo le pagaré desde donde esté. ¿Sofía? —Insistí ante su silencio—.

El picaporte se movió tímidamente, y eso hizo que me retirara de la puerta. Sofía la abrió y se quedó con la cabeza mirando al suelo. Sin levantar la mirada, anduvo dos cortos pasos, los suficientes para salir y pisar el pasillo. Entonces levantó la cabeza y nuestras miradas se encontraron. Ella estaba tan bella como siempre, aún era aquella mujer de la que me enamoré y eso me recordó la verdadera razón de no poder abandonarla. Su aroma era fresco, una mezcla de varios perfumes que componían las cuatro estaciones sobre una piel aún joven y deseable. Movido por una compasión solo a la altura de mi deseo, alargue el brazo con intención de rozar aquel cuerpo casi olvidado para mis sentidos. Sofía me sonrió.

—Voy un momento al aseo —me dijo.

Y se metió en el baño, cerrando el pestillo.

Bueno, supongo que ya volverá desde ese lugar al que se ha marchado, al que escapó y del que espero regrese. Porque si no habré perdido a la mujer que amo, habré perdido mi libertad y habré perdido un baño.

lunes, 15 de junio de 2020

Quiero ser Sabina de mayor

Y tras la oscuridad que supone acabar el día, sin más por hacer, con la tarea acabada y los dioses dormidos, toca la penumbra de la vida, la sombra del consuelo, el tiempo de la basura donde nada ocurre y el salvoconducto está siempre firmado. Entonces me convierto en palabras entre paréntesis donde la importancia de lo importante no importa. Tengo eso que casi nunca tenemos: tiempo. Mi tiempo. Y puedo nadar, o volar o no hacer nada. Me gusta no hacer nada, elegir no hacer nada es como hacer un corte de mangas al despertador y al telediario, a lo que se supone, a seguir esperando la felicidad en un paquete con lazo y sin nota, a la mierda de la rutina. Ya casi sin día me gusta pensar que soy Sabina, e insulto a lo que se espera para convertirme en lo que me apetece, sin pensarlo dos veces ni volver atrás. Sin pasado ni presente, abrazando el mar de mí mismo, nadando sin un rumbo ni brújula que me guie. Es entonces cuando pienso que una vez el amor me reventó, cuando fui grande para después hacerme pequeño, otra vez.
Silencio, esa esperanza donde todo puede suceder. Sin tiempo en este día, lo tengo para acabarlo como a mí me gusta. Tirando migas de pan que me enseñen el camino de vuelta para mañana, si lo hay. Y si se acaba poder decir que fui Sabina, a la vuelta de una esquina, donde terminaba una vida que entre paréntesis, no fue un sin vivir.

miércoles, 10 de junio de 2020

Antes de amanecer

Quedando únicamente cenizas tras los fuegos de aquel amanecer, no pude soportar la espera a unas palabras que no quería oír y así, antes de que nacieran, decidí huir. O quizás no fue una huida. Sí. Ahora que lo pienso. Quizás solo otra batalla perdida. Estamos de acuerdo. Así que rendido dejé mi bandera blanca sobre las sábanas para que no hubiera duda y busqué ayuda en el amanecer que mientras terminaba de llegar, limpió mi cuerpo con esa fragancia de olor a nuevo, de vida estrenada, sin un pasado con porvenir. En esas estaba, frente a frente con la oportunidad de una posible redención y sin querer volver la mirada para no ser de nuevo vencido, un certero disparo me alcanzó. Apenas un —hola— en la frente, entre los ojos, inesperado, mortal. Y ya muriendo pude comprobar que mi armadura era de papel, tejida apenas con hilos, transparente como una vena con sangre bajo la piel. Así que muerto como estaba no quise ver amanecer. Se lo dejé a los pájaros, a los hombres, al horizonte. Se lo cambié por nada y allí mismo me enterré, donde la aurora duerme justo antes de nacer.

lunes, 8 de junio de 2020

Ni te echaba de menos



Había tomado dos cervezas en mi bar de siempre, apoyado en la barra y en una esquina para no hablar con nadie. Le hice un gesto a Manolo, el camarero, para pagar y seguir con mi jornada laboral de tarde, apenas dos horas antes de irme temprano al gimnasio. Ya era Junio y las tardes se alargaban, llegaría temprano a casa.

—Ya está pagado —dijo acercándose a mi oído Manolo. Miré de forma automática alrededor intentando identificar a alguien conocido esperando un gesto, una mirada, algo que lo delatara.
—Se ha ido —continuó Manolo al advertir que buscaba al responsable—, me dijo que te lo dijera cuando ella ya no estuviera. Se fue hace unos quince minutos. Se me ha ido de la cabeza, estoy liado. Perdona.

—¿Una mujer?
—Correcto. Y guapa.
—¡Joder, Manolo! Eso no se hace. ¿Cómo era? Dime algo, coño.
—Lo siento. Secreto profesional.
—¿Pero qué coño…? Eso es para los curas y los abogados y tú eres camarero, Manolo…, sin ofender ¿eh?
—Ser camarero es casi como ser cura. Así que no puedo darte detalles. Me podrían echar de la profesión, o peor.
—Tú eres gilip…
—¡Eh! —me interrumpió—. Podría tener solución, no te pongas nervioso. Me arriesgaría a la excomunión y a saltarme nuestro código de honor de camareros por tres buenas razones. Pero lo hago porque eres cliente VIP, que conste.

Las tres razones resultaron ser tres billetes de diez. Y el muy cabrón decía que era cura. Estuve a punto de dejarlo correr, me iban a salir las cervezas como un jamón. Un jamón malo pero un jamón al fin y al cabo. Miraba a Manolo mientras dudaba a la velocidad del pensamiento entre darle los treinta euros o mandarlo a la mierda y buscarme otro bar cuando me dijo.

—Te ha dejado una nota.
—Dámela.
—Se me ha perdido.

Inaudito. Este tío me estaba chantajeando después de haber pasado juntos más horas que con mi familia. No podía creerlo. Pero si hasta me presentó a su madre una vez en Navidad que coincidimos en el mercadillo medieval. Le dijo —me acuerdo perfectamente—, mira mamá este es un buen amigo. Dijo: buen amigo. Un mafioso cabrón es lo que es. Ni cura, ni leches. No lo iba a consentir, de ninguna de las maneras. Ese tío no sabía con quién se estaba metiendo.

—También le hice una foto con el móvil sin que se diera cuenta.

Pagué.

Hoy me lo he cruzado cuando volvía de sacar dinero del cajero. Se ha dirigido a mí por mi nombre y eso que llevaba mascarilla. Yo no lo he reconocido a pesar de que él no llevaba.

—¿Ya no eres camarero?
—Eso lo dejé. Al poco de lo de aquella chica ¿te acuerdas?
—Cómo olvidarlo…
—Pues sí. Por cierto que te eché de menos, ya no volviste por el bar.
—¿Que me echaste de menos?
—Claro, tío. Después de aquello mi carrera despegó y en buena parte te lo debo a ti. Cuando pasó lo de la chica esa me di cuenta que el bar se me quedaba pequeño y me reinventé. Ahora me dedico a los negocios y me va muy bien.
—No me extraña.
—Por cierto ¿Quién era la chavala?
—Alguien a quien no echaba de menos. Una antigua historia.
—Te doy treinta pavos si me lo cuentas.
—Qué gracioso.
—No, en serio. He pensado mucho en ella. Fue como un ángel para mi, si no llega a ser por ella aún sería camarero, tal vez para siempre. Ahora me puedo permitir casi todo. Dime una cifra, está hecho.
—¿Leíste la nota?

Me miró muy ofendido.

—¡Por quién me tomas! Por supuesto que no.

Saqué mi cartera y cogí un papel arrugado de entre los separadores.

—Toma. Para ti, es gratis. Me alegro de verte, cuídate.

“soy seropositiva, me hice los análisis hace poco. Tú deberías hacértelos. Lo siento”






Pedro Antonio Valcarcel, David Hierro y 8 personas más

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domingo, 7 de junio de 2020

Vestida de tristeza



Dime,

enséñame qué esconden tus lágrimas

que huyen de tu rostro cuando te miro.


Dime,

por dónde paseas

cuando el infierno viene a visitarte,

qué luces se te apagan

qué vestido te pones.


Dime,

cuántas noches me añoraste

abrazada a un deseo

ausente de piel y caricias.


Dime,

en qué rincón te ocultas

del resto de tu vida

cuando se te cae por su propio peso.


Dime,

por qué cuando lloras

tus lágrimas recorren mi cuerpo

y siento el vacío de tu alma

que, desnuda, viste mis silencios.

viernes, 5 de junio de 2020

Disparos sonaron en la noche

Regresé sobre mis pasos al corazón de Barrio Infierno. Hacía años, ya, que había decidido alejarme de aquel ambiente sórdido y humeante. Lo cambié por una vida regular sacando la basura, al perro y mis ganas de machacarle la cabeza al gilipollas de mi editor. Una noche, por descuido, metí al perro en el contenedor y puse la basura a mear contra una farola. Fue entonces cuando me di cuenta que la vida son círculos y que era hora de huir de aquellas rutinas que estaban acabando conmigo. Así que llevé mi cuerpo al “Whales Tabern” que más que el corazón, era el hígado de Barrio Infierno. El local no había cambiado nada, cosa que agradecí, seguía siendo un tugurio en blanco y negro donde los colores se difuminaban tragados por el luto de la desesperanza.
—Hola, Frank. ¿Whiskey?
—Hola, Ben. Doble.
—Mucho tiempo.
—Demasiado.
Ben había envejecido. Supongo que yo también. Pero sin duda él, más. El cuello almidonado de su camisa blanca le bailaba con holgura sobre la garganta, parecía una camisa prestada sobre un cuerpo en propiedad que resistía peor los lavados del tiempo. Ben había entrado en “Whales Tabern” de mozo de escoba. Lavaba escupideras y ayudaba a arrastrar cadáveres cuando la noche se animaba. Decían que él no perdió la virginidad, la cambió por su puesto tras la barra. Solo eran rumores. Qué demonios.
—Ben ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro, Frank. Lo que quieras.
—¿Es verdad que pusiste el culo para ser barman?
Ben miró mi vaso al que le quedaba aún un trago. Cogió la botella tras el mostrador y me sirvió otra copa.
—A esta invita la casa, Frank.
—Nunca hice caso a esos rumores, Ben. Pero supongo que no hay forma de asegurarse si no es preguntando. Comprenderé que no me contestes, al fin y al cabo no es asunto mío pero ¿sabes?, la vida te enseña que hay pocas certezas. Ahora valoro las certezas. ¿Lo hiciste?
—Dime algo, Frank.
—Lo que quieras, Ben.
—Si te estuvieras ahogando y no supieras nadar ¿cogerías el flotador que alguien te lanzara para seguir vivo?
Ben era un buen barman. Sabía de memoria las bebidas de sus clientes. Sabía mantener las distancias hasta que estas se hacían demasiado cortas como para continuar callado. Sabía iniciar una conversación y sabía acabarla.
—Bueno, Ben. Supongo que depende.
—¿De qué, Frank?
—¿Era grande el flotador?
—Siempre fuiste un cabrón, Frank.
—Yo también me alegro de verte, Ben.

miércoles, 3 de junio de 2020

Protesta

Hay adioses que no despiden y holas que no saludan. Como hogares que no abrigan, sábanas que despiertan limpias tras noches enredadas y pasiones sostenidas con apenas pespuntes de hilos mal cosidos. Es el martillo que golpea al yunque una y otra vez, como si pretendiera romperlo para conseguir, apenas, una música constante y monótona que esconde el ruido de su derrota. Nunca fue intención del rio horadar la montaña, como tampoco quiso la palabra siempre durar eternamente. Casi nunca es siempre. Casi siempre se acaba. Y moverte entre sombras no evitará que te alcance, una luz, un relámpago, un rayo infinito, un latido que te recordará el compás de esa suerte a la que debes cualquier respiro, todas tus mañanas y solo algunas de tus noches. Esas en que pudiste mirarlas a los ojos y dormir tranquilo, incluso morir.

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