viernes, 25 de septiembre de 2020

Sabor de amor



Y allí estaba yo de nuevo. Frente al puesto de helados de un pueblo perdido entre olivares monótonos y eternos, uno con un cine de verano, una panadería que estaba siempre abierta y una iglesia con campanario. Pero a mí solo me interesaba el puesto de helados. En concreto, la heladera. La heladera era como me refería a la chica que gobernaba el puesto de helados cuando hablaba de ella a mi perra, única compañía en aquellos veranos confinado por mis malas notas en un cortijo que mi padre había comprado, no sé si pensando en su jubilación o con premeditada intención de construir un campo de concentración para hacerme entender que los actos traen consecuencias. Pero en ese momento mi cabeza no estaba en disquisiciones. Yo estaba concentrado en la pizarra donde se ofrecían los helados disponibles. Mi perra, a mi lado con la lengua fuera.

Todas las mañanas recorría entre arroyos los dos kilómetros que separaban el cortijo del pueblo. Iba al ultramarino, después a la panadería y al volver me paraba a comprar huevos que podías coger, si te apetecía, directamente del gallinero. Las monedas que sisaba de los recados nunca me fueron reclamadas, quizás por considerar ya suficiente castigo por parte de mi madre, tesorera y directora económica de la familia, el verme prácticamente en presidio en aquella juventud temprana.

La cuestión es que yo dedicaba el reparto de la sisa a varios menesteres que iban variando con la sola excepción del helado, que como el sol en la mañana, ocurría a pesar de los pesares.

La elección del helado era fundamental. Había que descartar los de chocolate y los que salían anunciados en la tele. Esos estaban siempre los primeros en el congelador. Mi heladera los cogía tan rápido como desenfundara, en sus mejores tiempos, el mismísimo doc Holliday. Así que había que pensar en el helado que menos apeteciera, ese que acababa en el fondo del congelador e ignorado para siempre.

— ¿Tienes el de sandía? —preguntaba yo, por ejemplo.

— ¿El de sandía? —contestaba ella invariablemente. —No sé, tendré que mirar.

Y entonces empezaba el espectáculo. Aquel vestido con escote palabra de honor, ligero como el mismo aire, ceñido como un nombre y revelador como el mejor maestro, se separaba lo bastante mientras mi heladera, agachada sobre el arcón, buscaba y rebuscaba aquel helado escondido. Esas montañas invertidas que eran sus pechos, perfectos a mi entender, que no era mucho, adquirían vida propia. Ahora a la izquierda, ahora a la contra, confiriendo a sus encantos el plus de ser capaces de hipnotizar hasta que la baba se escurría por tu cuello. El éxtasis llegaba de dos maneras. Uno se producía si lograba encontrar el helado, pues cuando ocurría, siempre daba un último embate al cogerlo, agachándose un poquito más, dejando ver carne que siempre era de deseo, de piel tersa y desnuda, un poco de pecado entre tanta inocencia suelta.

Si por el caso, que ocurrir pasaba, no encontraba el helado daban ganas de abrazarla ante su frustración sincera.

—No, no me queda.

Y entonces cambiaba de pie, acariciaba a mi perra y contestaba.

— ¿Y de plátano?

sábado, 12 de septiembre de 2020

Epitafio



No puedo sino sorprenderme de la facilidad con que cayó ese muro, esa pared que creía sólida como el ladrillo doble. Tanto tiempo conmigo que hasta le había puesto nombre. Lo llamaba: mañana. Y cuando aquella urgencia me sobrevino, se derrumbó el muro que descubrí frágil como las pestañas del tiempo, sintiéndome desnudo, apenas vestido con los jirones gastados de mi soledad. Y todo se convirtió en carne viva.

Y sin un mañana que me protegiera, observé las llamas de la vida. Aquellas que quemaron primero mi inocencia cuando aquel conductor de autobús de la escuela se negó a llevarme a casa, enfadado por unas risas de chaval. Abandonado en mitad de la vida, no supe ni escoger entre izquierda y derecha, así que me eché a llorar. Y no importa lo que pasó después como no importan los finales de los cuentos malos, pues nadie los termina. Sí recuerdo la herida, de terror absoluto, taladrandome hasta las entrañas. Formando una cicatriz de miedo sobre un alma, digamos, recién estrenada. Y después de eso ya nada fue lo mismo. Ni el olor de los libros, ni la mantequilla, ni las heridas en las rodillas o las siestas de verano.

También me quemé el corazón. Fue solo una vez. Creo que partir de entonces empecé a quemarlos yo. Y es que aquella vez me achicharré. Cómo lo explico. Sí. Choqué de frente con la indiferencia de una mujer. Juro que no la vi. Estaba deslumbrado por su sol.

Entonces empecé a tenerlas con el pecado, y mi conciencia no paraba de importunarme. Parece mentira, conociéndome como me conoce. Y pensando que tenía un amigo se comportaba como un guardia urbano. Todo estaba prohibido. Mi prima, el tabaco, la bebida, las drogas, otra vez mi prima. No había forma. Si tengo que elegir un enemigo grande, sin duda me elijo a mí. Sobre todo, por no dejarme. Ya sabéis. Cruzar ríos en invierno, alcanzar las montañas, volar sin necesidad de la mediación de un sueño y osar enfrentar el instante como si no existiera el mañana. Vencer ese miedo. El de siempre. Que te mata sin llegar a matarte.

Y después están los fuegos de la chimenea, a los que te acercas con un vaso de vino, enseñas tus manos frías y él te las calienta. Está el cariño recogido, el entregado, quizás todas las conversaciones sinceras. Están las faldillas de una mesa camilla, que guardan el calor que necesitas cuando hace tanto frío afuera. Las lágrimas de aquellas risas. Que te llamen papá, y a ti te suene como un título de doctor en física astronómica. O la piel de tu compañera. Esa que te recoge después de batallar el amor y donde puedes morirte, si es preciso.

Y puestos a resumir una vida entera. Diré que fue mejor, siempre, dar que recibir, reír que llorar, decir la verdad. Es mejor, siempre, arriesgarse. Sentir el vértigo del quizás mientras caminas por un alambre. Sonreír cuanto toca volver a empezar. Entender el regalo que es cada respiración, el segundo de después, la emoción de emocionarte. Y escribir en mi cabeza cada cosa, cada lugar, cada momento, instante a instante. Por si tengo que hacer un relato. Corto. Que lo bueno, cuando es breve, ya se sabe.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Sin notas al margen

Compré un tacote de notas para oficina, grueso, de 500 hojas cuadriculadas con márgenes arriba y abajo. No sabía para qué. Realmente, necesitarlo, no lo necesitaba pero estaba a buen precio en la papelería donde suelo comprar mi revista de moto favorita (no diré el nombre por aquello de la publicidad). Fue un impulso, eso es. Como cuando compras patatas fritas en el súper, o donuts. Yo, una vez, compré por impulso un desatascador para cuando se me embozaran las tuberías y acabé regalándolo a mi amigo invisible de aquellas navidades cuando me dejó Pilar. Después de once años, dos meses y tres días de noviazgo. Lo estoy superando.

Cuando llegué a casa puse el tacote junto al ordenador presidiendo la mesa. Seguramente —pensé—, la lámpara de mesa y —sospecho— el mismo ordenador, pensarían: “mira este, acaba de venir y ya está el primero. No hay nada como un buen enchufe.” Qué tontería. Pero lo pensé.

Pasados dos días el tacote de notas aún se conservaba virgen y eso que tenía la tentación constante cada vez que me descubría mirándolo de emborronar la hoja con garabatos pero me contenía. Hay que darle sentido a las cosas. Debía esperar a anotar un pensamiento fugaz, una idea para mi próximo relato, el teléfono de mi próximo y definitivo amor no imposible. Como el de Marta. Pero el de Marta no puedo anotarlo, me lo sé de memoria. Eso sería como un fraude al tacote de notas. He salido unas catorce veces con ella. Recuerdo que la primera vez fantaseaba con tener sexo en la primera cita. No pudo ser. Seguro que en la quince ocurre y de ahí a la eternidad. Salimos cuando terminamos de trabajar, ella es practicante. Bueno a ella no le gusta que la llame practicante, “T é c n i c o   s a n i t a r i a”, me deletrea cada vez que se me escapa delante de ella. Pero a mí se me ha metido lo de practicante y no hay forma. También es bajita y yo le digo cariñosamente “enana”. Enana, esto…, enana, lo otro…, ella lo lleva mal. Se defiende diciendo que sus padres poco más que la envenenaron cuando con once años le dieron antibiótico para la caries, según ella eso le interrumpió el crecimiento. Puede ser. La verdad es que tiene los dientes peleados entre sí. No es que no se hablen. Es que ni se miran. Estoy pensando que asusta tener según qué sexo con ella.

Hoy he arrancado una hoja del tacote. En blanco, aún. Pero me he decidido para experimentar cómo se siente uno cuando anota algo frugal, arranco la nota y la tiro a la papelera de modo descuidado. Ha estado bien. He acertado la canasta a la primera. Claro que estaba a un metro escaso pero yo soy novato en estas lides así que me he quedado satisfecho. Me ha pasado cinco minutos mirando y remirando la nota en el fondo de la papelera, ya sabéis, para recrearme en mi éxito, para revivir el momento.

Ha sido emocionante.

Me pasó algo que lo cambió todo. Estaba solo en casa y llamaron por teléfono. Era una compañía haciéndome una oferta para cambiar de proveedor de la ADSL. No podía creerme lo que me estaban ofreciendo y pedí que me lo repitiera para apuntarlo pero como el teléfono está en el pasillo no tenía mi tacote de notas a mano, así que lo apunté en la pared, y eso a pesar del gotelé.

Así que he cambiado el sitio del tacote. Ahora lo tengo en el pasillo, junto al teléfono. Esperando la próxima oferta. Paseo como un puma por el pasillo mirando el teléfono de reojo, como si fuera un manatí gordo, grasiento y apetitoso. Llego a la puerta de la cocina y la traspaso con el oído atento, abro la nevera, la cierro y vuelvo sobre mis pasos en dirección otra vez al pasillo. Entonces caigo que no tiene sentido comparar al teléfono con un manatí. Los manatíes son acuáticos. También se llaman dudongos y creo que un puma —seamos realistas— jamás podría con un manatí. Es decir, podría matarlo, eso sin duda. Pero cómo se las apañaría para sacar un bicho que supera las dos toneladas  del agua…,

Dos meses y no he podido anotar nada en mi tacote de notas. He repetido la experiencia de la papelera, la he separado al triple de distancia y soy capaz de acertar dos veces de cada tres. Sin comentarios. El bloc que forman las hojas ha ido disminuyendo, lo he deducido ya que notarse no se nota mucho pero basta con mirar la papelera para darse cuenta que ha debido de mermar. Me he preocupado un poco. Y he ido a comprarme otro. Por si acaso me hace falta.

Estoy harto de esperar una oferta que no acaba de llegar. Además aquella oferta prometida quedó en agua de borrajas, la compañía en cuestión (no la nombraré por miedo a posibles demandas) resultó ser una embustera. Y encima la tinta no se va de la pared. Así que he decidido pasar a la acción, convertirme en proactivo. He llamado a Marta, y la cosa ha ido más o menos así

—Hola, enana.

—Te he dicho mil veces que no me llames así, gilipollas.

—Perdona, perdona…

—Ni perdona, ni leches. Estoy hasta las narices de ti ¿Qué quieres? Estoy liada con el curro.

(se me ha pasado por la cabeza…, lo juro. Pero me he contenido, después de lo de hasta las narices de ti he pensado que no era buena idea llamarla practicante. Yo creo que estaba susceptible, seguramente la regla. Está claro que el quince no es mi número de la suerte)

—¿Tomamos algo después?

—NO.

—Por favor, Marta. Tengo ganas de hablar con alguien que sea humano. Podemos quedar en algún sitio diferente.

—¿Diferente, quieres decir en algún sitio nuevo?

—Sí, sí…, eso es. Donde tú quieras. (mi mano apoya el bolígrafo en el tacote)

—Escúchame atentamente.

(¡Dios qué emoción…!)

—Dime, dime…

—Que te vayas a la mierda.

Después ha colgado. Sin más. Miro la hoja del tacote y no puedo sino sentir pena por ella. Ha sido un casi. Una promesa incumplida. Un querer y no poder. No puedo imaginarme cómo debe de sentirse en estos momentos, quizás inútil, fatuo, como un sobrero en una corrida de vitorinos…

—Te lo compensaré. No te preocupes.

La vida son etapas. Y uno no puede estancarse en ellas, corre el riesgo de ahogarse en lo más profundo de uno mismo. Sé que tengo una deuda pendiente y ello me subyugó cierto tiempo pero hoy sé que lo estoy empezando a superar. El tacote sigue allí, esperando su oportunidad pero hoy he decidido vivir el presente. Hoy paso página (sin coñas, por favor). Hoy vuelvo, de alguna forma, a nacer. Me he comprado una alargadera.


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