sábado, 12 de septiembre de 2020

Epitafio



No puedo sino sorprenderme de la facilidad con que cayó ese muro, esa pared que creía sólida como el ladrillo doble. Tanto tiempo conmigo que hasta le había puesto nombre. Lo llamaba: mañana. Y cuando aquella urgencia me sobrevino, se derrumbó el muro que descubrí frágil como las pestañas del tiempo, sintiéndome desnudo, apenas vestido con los jirones gastados de mi soledad. Y todo se convirtió en carne viva.

Y sin un mañana que me protegiera, observé las llamas de la vida. Aquellas que quemaron primero mi inocencia cuando aquel conductor de autobús de la escuela se negó a llevarme a casa, enfadado por unas risas de chaval. Abandonado en mitad de la vida, no supe ni escoger entre izquierda y derecha, así que me eché a llorar. Y no importa lo que pasó después como no importan los finales de los cuentos malos, pues nadie los termina. Sí recuerdo la herida, de terror absoluto, taladrandome hasta las entrañas. Formando una cicatriz de miedo sobre un alma, digamos, recién estrenada. Y después de eso ya nada fue lo mismo. Ni el olor de los libros, ni la mantequilla, ni las heridas en las rodillas o las siestas de verano.

También me quemé el corazón. Fue solo una vez. Creo que partir de entonces empecé a quemarlos yo. Y es que aquella vez me achicharré. Cómo lo explico. Sí. Choqué de frente con la indiferencia de una mujer. Juro que no la vi. Estaba deslumbrado por su sol.

Entonces empecé a tenerlas con el pecado, y mi conciencia no paraba de importunarme. Parece mentira, conociéndome como me conoce. Y pensando que tenía un amigo se comportaba como un guardia urbano. Todo estaba prohibido. Mi prima, el tabaco, la bebida, las drogas, otra vez mi prima. No había forma. Si tengo que elegir un enemigo grande, sin duda me elijo a mí. Sobre todo, por no dejarme. Ya sabéis. Cruzar ríos en invierno, alcanzar las montañas, volar sin necesidad de la mediación de un sueño y osar enfrentar el instante como si no existiera el mañana. Vencer ese miedo. El de siempre. Que te mata sin llegar a matarte.

Y después están los fuegos de la chimenea, a los que te acercas con un vaso de vino, enseñas tus manos frías y él te las calienta. Está el cariño recogido, el entregado, quizás todas las conversaciones sinceras. Están las faldillas de una mesa camilla, que guardan el calor que necesitas cuando hace tanto frío afuera. Las lágrimas de aquellas risas. Que te llamen papá, y a ti te suene como un título de doctor en física astronómica. O la piel de tu compañera. Esa que te recoge después de batallar el amor y donde puedes morirte, si es preciso.

Y puestos a resumir una vida entera. Diré que fue mejor, siempre, dar que recibir, reír que llorar, decir la verdad. Es mejor, siempre, arriesgarse. Sentir el vértigo del quizás mientras caminas por un alambre. Sonreír cuanto toca volver a empezar. Entender el regalo que es cada respiración, el segundo de después, la emoción de emocionarte. Y escribir en mi cabeza cada cosa, cada lugar, cada momento, instante a instante. Por si tengo que hacer un relato. Corto. Que lo bueno, cuando es breve, ya se sabe.

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