Humor

La increíble historia de una mujer con gafas

Todo empezó una mañana de invierno en que la lluvia mojaba hasta nuestros corazones. Mi paraguas estaba colgado tras el mostrador de la oficina de “objetos perdidos”, precisamente donde había ido con la esperanza de encontrarlo. El verlo allí me había hecho profundamente feliz. 
Frente al mostrador una joven dependienta con unas gafas de gruesos vidrios no dejaba de observarme mientras cruzaba el escaso trecho hasta el mostrador. Mi cara, feliz, se ensamblaba con la de ella, feliz también, que me miraba con una sonrisa y la boca entreabierta. Yo la miraba a ella y al paraguas alternativamente, y poco a poco, en esos segundos que transcurren y que conforman una pequeña historia en sí mismos, acabé por mirarla exclusivamente a ella escamado por tanta familiaridad al observarme.

— ¡Andrés, qué alegría verte! ¿Qué haces tú aquí?, pero qué sorpresa hombre, dame dos besos.

Yo nunca me he llamado Andrés, pero a pesar de ello no pude eludir los dos sonoros besos acompañados de, también, un sonoro abrazo que me plantó sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.

—Esto, disculpa, pero yo no soy Andrés. Debo parecerme mucho a él —intenté explicarme. Ella seguía sonriendo con la boca entreabierta atendiendo a mis palabras pero se notaba que no creía lo que le estaba diciendo. El darme cuenta de eso me divirtió en ese momento, así que, sobre la marcha, decidí mostrarme tolerante.

—Pero no ocurre nada, dicen que todos tenemos varios sosías en este mundo. Debe ser eso. Yo venía…

— ¿Qué no eres Andrés? —me interrumpió—. Pero, pero... si sois iguales —dijo acercándome la cara hasta tocarnos. Lo cual ya empezaba a rallar en lo absurdo. Por un momento dudé:— ¿seré Andrés?—.  Pero lo deseché rápidamente. Yo sé quién soy. Más o menos.

No hubo forma de convencerla, a mis explicaciones ella contestaba que yo siempre había sido muy bromista y que le estaba gastando una de mis habituales chanzas. Menudo debía ser el Andrés ese. Así que dejé de insistir y me callé. Ella interpretó mi silencio como que otorgaba y empezó a contarme la última vez que Andrés y ella se vieron junto con Mari Pili y Ana Mari, a las que hacía mucho tiempo que no veía —ahí se me fue una carcajada que disimulé tosiendo— y que había que ver cómo era que no la había llamado y que qué alegría volver a encontrarme.

En esas estaba cuando de la trastienda salió un hombre que se detuvo a escuchar la perorata que la dependienta me estaba largando. Yo desvié mi vista hacia él buscando algo de sentido común en todo esto. Sonó el teléfono y el hombre no se movió. La dependienta seguía contándome que ella y Andrés, o sea, yo mismo, teníamos una amistad muy bonita y que si tenía que darle mi teléfono porque los amigos se cuentan con los dedos de una mano. El teléfono seguía sonando y ella, de pronto, pareció darse cuenta.

—Un momento, Andrés —me dijo mientras desaparecía en la trastienda. Descolgó y conforme lo hizo se lió a hablar como una posesa con su interlocutor que estoy seguro solo pudo decir algo como: “¿oiga?”

El hombre de la trastienda continuaba mirándome en silencio y yo me creí en la obligación de ponerlo en antecedentes.

—Es que me ha confundido —le dije apurado— pero yo no soy Andrés. Debo parecerme a él, sin duda..., —esto era absurdo—. Yo solo quiero mi paraguas.

—A mi me va a contar usted —dijo girándose hacia la barra donde había media docena de paraguas colgados mientras seguía hablándome—. Ella no trabaja aquí. Un día asomó por la tienda y me dijo que qué bonito lo había puesto todo y lo bien que me sentaba la barba, fue inútil explicarle que mi barba era una camisa de cuello vuelto y que jamás había estado trabajando aquí. Hace ya cuatro meses de eso. Creo que piensa que trabaja en una gestoría o algo así. Pero es imposible convencerla. Yo creo que no ve bien. Esas gafas que tiene..., ¿se ha fijado usted?

—Sí, por supuesto.

—Tienen los cristales más gruesos que he visto jamás. ¿Es este su paraguas? —dijo señalando uno con los colores del arco iris.

—No, el de al lado, el verde —dije horrorizado.

—Este —dijo alargando el brazo y descolgando el paraguas. Mientras tanto la dependienta había cogido carrerilla y no paraba de hablar al teléfono en un interminable monólogo. El hombre me alargó el paraguas.—Ese es otro problemilla que tiene. Cuando agarra a alguien no lo suelta. Desde que ella está aquí hemos devuelto tres objetos, el tercero es su paraguas. Es imposible, se engancha a hablar y los clientes abandonan, se van. No es posible hacerle entender que esto es una oficina de “objetos perdidos” porque jamás te deja hablar. Es increíble.

La dependienta seguía hablando cuando salí con mi paraguas recuperado. Me pregunté qué haría tras salir de la “gestoría” ¿Dónde viviría? Supuse que en cualquier sitio. Me imaginé a un hombre felizmente casado al que un día llaman a la puerta y aparece esa mujer con gafas y le dice.

—Cariño, menos mal que estabas aquí. No encontraba las llaves. ¿Y los niños?
—Oiga, que yo no tengo hijos.
—Ay, cariño pero qué bromista eres...


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