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sábado, 1 de febrero de 2025

La conversación

 


Habían pasado ya dos años. Mis compañeros y yo mismo, habíamos aceptado la rutina impuesta. El silencio, en principio, había sido el eje de nuestras vidas en el monasterio Zen de Pandapamar. Un lugar que no aparece en los mapas. Como llegué aquí es una historia que no tiene cabida en estas letras. 

El paso del tiempo hizo que nos olvidáramos de que podíamos hablar. Y el silencio quedó en silencio para formar parte del olvido. 

Pero una vez cada dos años, el maestro, rompía el sagrado silencio y nos permitía a todos una sola pregunta. La promesa era una sola respuesta. 

Nadie habló. Por ello, yo hablé. 

—Maestro, para aceptarnos exigiste que nos mantuviéramos en silencio ¿Qué es lo que enseña el silencio?

El maestro no contestó de forma inmediata. Con las manos unidas y un pronunciado balanceo del cuerpo parecía esperar algo. Pasó un tiempo indeterminado y yo casi había perdido la esperanza de escuchar la respuesta prometida cuando el maestro habló:

—Hablar en voz alta—dijo en voz muy queda—hace más difícil que tus errores pasen desapercibidos. Y vas a errar. Lo harás mientras creas que tienes una voz propia, ya que te verás tentado a utilizarla. Y la voz expresará significados que tú confundes con entendimiento. 

Dicho esto, su voz se apagó. Y yo supe que tendría dos años para reflexionar sobre sus palabras. Así que, con lentos movimientos, bebí una gota de agua de mi recipiente que me acompañaba a todas partes con la esperanza de que apaciguara la pregunta que había surgido en mi mente y quemaba mis labios. 

A los dos años, no pude esperar. 

—Maestro. ¿Cómo puedo encontrar el entendimiento, cómo puedo distinguir este de lo que no lo es?

—Esos significados que otorgas a lo que llamas realidad, no se basan en la comprensión, o no suelen hacerlo. Se basan en lo que tú decides, en cada instante, qué son las cosas. Es decir, qué es la realidad para ti en este momento. Aunque cambie en el siguiente. 

¿Puede algo que es real ser una cosa y cuando pasa un momento, otra?

La verdad es lo que es. 

No lo que uno cree que es.

Dos años más. Juro que estuve a punto de levantarme, pegarle una patada al incensario, agarrar por la solapa al maestro y torturarlo hasta que me diera todas las respuestas. Todos eran pacifistas, así que no se opondrían. 

Así no había forma de entender nada. 

Dos años pasan enseguida en el mundo donde la inconsciencia campa a sus anchas. De pronto tienes quince años y en un momento cuarenta y tres. Pero en el monasterio, dos años son setecientos. Creo que el control para no perder los estribos y conservar la cordura, es la verdadera enseñanza del sagrado lugar. 

Estaba convencido de que mis compañeros, de haber podido hablar, claro, habrían consensuado que yo era el charlatán del monasterio. Afortunadamente, no me importaba. Y ello hablaba del largo camino que aún tenía por delante. Así que, no di opciones y cuando pasaron los dos años prescritos, volví a tomar la palabra. 

—Maestro. ¿Qué cosa es peor, hablar con el propósito de entender a riesgo de equivocarse, o bien callar y morir en la ignorancia?

El maestro me miró en esta ocasión. Su mirada decía: "este otra vez". Como era costumbre, se tomó su tiempo, y yo que no podía evitar el cálculo mental que discurría por mi interior para adivinar si a aquel hombre, viejo ya como un pergamino, le daría tiempo a contestar una nueva pregunta dentro de dos años, rogaba porque su respuesta fuera definitiva. 

—Cuando en algún momento en el tiempo—comenzó diciendo—, seas consciente que viviste, en todo instante, a través del velo de tus pensamientos, y que estos te hicieron errar una y otra vez, haciendo daño a los demás pero, sobre todo, a ti mismo, entonces sentirás el peso de la culpa. 

Para cuando eso ocurra, recuerda esto ahora: la verdadera humildad consiste en no tener que disculparse nunca. 

No sé si fue por humildad o porque se me agotaron las ganas de hablar. Pero decidí abandonar el monasterio. 


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