miércoles, 30 de noviembre de 2022

Los peores días de mi vida

 

Los peores días de mi vida los ahogaba en el bar de Antonio. Cuando digo que los ahogaba, pretendo ser metafórico. Quiero decir que no solía beber más allá de un café o alguna cerveza si mi visita coincidía con el medio día, acompañada de unas espantosas tapas que mi amigo Antonio se esforzaba en preparar.

La verdad solía yo decirle en tales casos, no sé cómo tienes un bar con estas tapas que pones, deberías poner una zapatería. Este salchichón está reencarnado, antes fue media suela.

—¿Pero qué dices? Eso es pata negra. No tienes el menor sentido de la calidad. Esto es un bar pobre pero de primera contestaba él.

Antonio, no se puede ser pobre y de primera.

—¿Que no? Mira el Rayo.

La manera de ahogar mis penas era algo que surgió como por casualidad y, a la postre, terminó haciendo que ese bar se convirtiera en lo más parecido a un exorcismo que conozco. Mi exorcismo.

La cosa sucedió sin pretenderla, como suceden las cosas que merecen la pena, excepción hecha, claro está, de los embarazos no deseados. No me acuerdo si era de tarde o de mañana cuando ocurrió.

Buenas. Lo de siempre, Antoñito.

—¿Sabes? En esta semana se decide el resto de mi vida. Me dijo mientras amañaba en la máquina de café. Yo levanté los ojos de la chica de la contraportada del As: Zuzana Dravatinova, nadadora ocasional y mejor persona.

—¿Y qué va a pasar esta semana?

Algo grave.

No insistí yo mucho, no fuera que me lo contara. Así que me limité a un: Ajá, y revolví mis ojos hacia Zuzana y sus encantos de nadadora en lencería. Sinceramente, el As, es el único periódico que conozco que tiene la portada en la contraportada.

Nada volverá a ser como antes después de esta semana redijo Antonio sin darse por vencido.

Nada es como antes, continuamente. Contesté yo en una hábil maniobra dialéctica.

Ya pero lo mío es distinto.

Claro, como tus tapas.

Y entonces se me echó a llorar. Lo vi claramente porque coincidió con el servicio de café, zumo y tostada que puso ante mí en su barra. Después, me acercó el tomate, el aceite y la sal.

No llores, coño.

—¡Qué pasa! ¿Es que los hombres no pueden llorar?

No es eso, coño insistí yo es que tienes el bar lleno y todo el mundo nos está mirando. Se van pensar que te he dado calabazas.

—¡Pues que piensen lo que quieran! Y diciendo esto lanzó una mirada desafiante a todos sus clientes que, de manera sincronizada, volvieron sus cabezas a los cafés que estaban tomando. La vida es una mierda continuó hablándome, tanto trabajar para al final no tener nada.

Pero tú tienes este bar argumenté.

—¡Nada! me sentenció.

Entonces me di cuenta que habíamos intercambiado los papeles. Yo, el cliente, consolaba al barman. Algo sumamente extraño si nos acogemos a la norma. Pero lo más raro de todo es que me gustó. Yo estaba pasando los peores días de mi vida y, sin embargo, todas mis preocupaciones habían desaparecido como por ensalmo. En ese momento y en muchos otros que siguieron, las únicas preocupaciones que sobrevivían en aquella realidad intercambiada eran las de Antonio. Las mías se esfumaban.

Ponme una cerveza.

—¿Tú crees que el hombre, de verdad, pisó la luna?

Hombre, hay fotos.

A eso me refiero. Porque verás, los que llegaron fueron tres ¿no?, no me acuerdo como se llamaban: Harpo, Nemo y

Esos eran los hermanos Marx, por lo menos el primero. El segundo creo que era un pez.

Bueno. ¡Eso es lo de menos! Eran tres y salieron en una foto. Pero si salen los tres en la foto ¿Quién hizo la foto?

—¿Simba?

—¿Quién coño es Simba?

El del rey león, joder intervino un espontáneo desde la barra

—¿Y tú qué coño sabes?

—¿Qué tienes de tapa hoy? atajé salvándole la vida al espontáneo.

Bacalao.

—¿Es bueno?

El mejor.

Cago en la hostia.

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