Los
peores días de
mi vida los ahogaba en el bar de Antonio. Cuando digo que los ahogaba, pretendo
ser metafórico.
Quiero decir que no solía beber más allá de un café o alguna cerveza —si mi visita coincidía con el medio día—, acompañada de unas espantosas tapas que mi amigo Antonio se
esforzaba en preparar.
—La
verdad —solía yo decirle en tales casos—, no sé cómo tienes un bar con estas
tapas que pones, deberías poner una zapatería. Este salchichón está reencarnado, antes fue media suela.
—¿Pero
qué
dices? Eso es pata negra. No tienes el menor sentido de la calidad. Esto es un
bar pobre pero de primera —contestaba él.
—Antonio,
no se puede ser pobre y de primera.
—¿Que
no? Mira el Rayo.
La manera
de ahogar mis penas era algo que surgió como por casualidad y, a la postre, terminó haciendo que ese bar se
convirtiera en lo más parecido a un exorcismo que conozco. Mi exorcismo.
La cosa
sucedió sin
pretenderla, como suceden las cosas que merecen la pena, excepción hecha, claro está, de los embarazos no
deseados. No me acuerdo si era de tarde o de mañana cuando ocurrió.
—Buenas.
Lo de siempre, Antoñito.
—¿Sabes?
En esta semana se decide el resto de mi vida. —Me dijo mientras amañaba en la máquina de café. Yo levanté los ojos de la chica de la
contraportada del As: Zuzana Dravatinova, nadadora ocasional y mejor persona.
—¿Y qué va a pasar esta semana?
—Algo
grave.
No insistí yo mucho, no fuera que me lo
contara. Así que
me limité a
un: Ajá, y
revolví mis
ojos hacia Zuzana y sus encantos de nadadora en lencería. Sinceramente, el As, es el único periódico que conozco que tiene la
portada en la contraportada.
—Nada
volverá a
ser como antes después de esta semana —redijo Antonio sin darse por vencido.
—Nada
es como antes, continuamente. —Contesté yo en una hábil maniobra dialéctica.
—Ya
pero lo mío es
distinto.
—Claro,
como tus tapas.
Y
entonces se me echó a llorar. Lo vi claramente porque coincidió con el servicio de café, zumo y tostada que puso ante
mí en
su barra. Después, me acercó el tomate, el aceite y la sal.
—No llores,
coño.
—¡Qué pasa! ¿Es que los hombres no pueden
llorar?
—No es
eso, coño —insistí yo— es que tienes el bar lleno y
todo el mundo nos está mirando. Se van pensar que te he dado calabazas.
—¡Pues
que piensen lo que quieran! —Y diciendo esto lanzó una mirada desafiante a todos sus clientes que, de manera
sincronizada, volvieron sus cabezas a los cafés que estaban tomando—. La vida es una mierda —continuó hablándome—, tanto trabajar para al final
no tener nada.
—Pero
tú
tienes este bar —argumenté.
—¡Nada!
—me
sentenció.
Entonces
me di cuenta que habíamos intercambiado los papeles. Yo, el cliente, consolaba
al barman. Algo sumamente extraño si nos acogemos a la norma. Pero lo más raro de todo es que me gustó. Yo estaba pasando los peores
días de
mi vida y, sin embargo, todas mis preocupaciones habían desaparecido como por
ensalmo. En ese momento —y en muchos otros que siguieron—, las únicas preocupaciones que
sobrevivían en
aquella realidad intercambiada eran las de Antonio. Las mías se esfumaban.
—Ponme
una cerveza.
—¿Tú crees que el hombre, de
verdad, pisó la
luna?
—Hombre,
hay fotos.
—A eso
me refiero. Porque verás, los que llegaron fueron tres ¿no?, no me acuerdo como se
llamaban…:
Harpo, Nemo y…
—Esos
eran los hermanos Marx, por lo menos el primero. El segundo creo que era un
pez.
—Bueno.
¡Eso
es lo de menos! Eran tres y salieron en una foto. Pero si salen los tres en la
foto ¿Quién hizo la foto?
—¿Simba?
—¿Quién coño es Simba?
—El
del rey león,
joder —intervino
un espontáneo
desde la barra
—¿Y tú qué coño sabes?
—¿Qué tienes de tapa hoy? —atajé salvándole la vida al espontáneo.
—Bacalao.
—¿Es
bueno?
—El
mejor.
Cago en
la hostia.
Todos ahogamos las penas en algún lugar, llámalo bar, llámalo almohada. Por que todos tenemos penas. Tú también, aunque tu bar se llame teclado. Y los que tenemos penas nos consolamos entre nosotros, como Antonio y tú, tú y Antonio.
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