Wenceslao volvía una y otra vez a leer la pregunta del
examen: ¿Cuántas patas tiene una araña? Dudaba entre seis o más de seis. A lo
mejor había arañas con seis y otras con más de seis. Pero más de seis…–seguía
pensando con el lápiz apoyado en el labio–, no creo. Sería un lío enorme andar
con más de seis patas. Sí, pondré seis.
Y estaba a punto de hacerlo cuando un movimiento del pupitre
se lo impidió. Fue un saltito, un leve bote de la mesa, inapreciable para el
resto de la clase pero suficiente como para hacerle un borrón en la hoja.
Wenceslao maldijo para sus adentros: ¡cachis! Y se afanó con el borrador para
enmendar el borrón. No le gustaba dejar manchas en los exámenes, su madre
siempre lo decía. Hay que parecer limpio además de serlo. Seis. Eso era. Pero
apenas apoyó la punta del lápiz en la hoja para escribir el dichoso dígito la
mesa volvió a moverse. Otro borrón.
Una idea cruzó a la velocidad del rayo por su cabeza:
¿siete? Comenzó a escribir y la mesa volvió a moverse. La goma se estaba desgastando.
Quizás… ¿ocho? Apoyó el lápiz esperando la opinión de la
mesa y…, nada. La mesa no se movió en esa ocasión. Dejó el ocho y pasó a la
siguiente pregunta: ¿Cuántas patas hay entre ocho patos?...mmm…
Cuando le entregaron el examen, junto a la nota –un
espléndido 10–, había un comentario del profesor: Enhorabuena W. pero has de procurar hacer menos borrones. Wenceslao
miró de reojo a su mesa de pupitre. Pero no le dijo nada. Total. Nadie es
perfecto.
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