La proa salpicaba gotas de mar en cada zambullida, salvaje, cruel, indómita. Noté como el agua mojaba mi rostro y la sal se quedaba en mis ojos, irritándolos. La fábrica de vientos nacidos donde el océano se acaba arrojaba sus creaciones contra el casco desviando una y otra vez el rumbo. Empezó a entrar agua y yo no recordaba dónde estaba la bomba de achique.
No podía salir bien. Icé la mayor y el barco se estremeció, solté el timón
y la proa trazó una curva girando hasta colocarse a favor del viento. Dejó de
entrar agua, y el rumbo se fijó, el viento se convirtió en mi amigo y volamos
sobre las olas. Entonces se acabaron las dudas y comprendí. No hay vientos
malos ni buenos, sólo barcos mal orientados.
La metáfora de la vida...
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