La muleta delató su intrusión y el rey no dudó ni un instante. La carrera se vino larga y el maestro estuvo hábil en el lance enseñando el aire tras la muleta que el toro mató. Se revolvió girando la cabeza en un torniquete, la segunda no se tardó más que un suspiro y el baile fue a manoletina con la muerte pasando demasiado cerca de la femoral.
—Amarra maestro, que ese busca y encuentra —dijo el subalterno parapetado—dale cambio para que no aprenda.
El sudor del torero manaba de su frente a chorros, las cejas se desbordaban y el escozor le avisaba del dolor, del que podía sentir. Entre esas brumas escuchó y al tercer embiste giró redondo, en la emoción de bailar con la muerte soslayó el pecho con el pase en alto. El gris ceniza pasó hasta el rabo y la plaza vibró en una sola voz.
Olé!
Suena el sol alto en la plaza, proyectando sombras cortas que avivan el sudor en el tendido, la atmósfera se vuelve irrespirable en la arena y las ventanas de la nariz del matador arden intentando respirar un poco de aire. El sudor se evapora antes de caer al suelo que está seco como una tumba en el desierto y el toro, detenido en un instante que flota desdibujado en el calor, apunta en silencio a la figura que no es hombre. Su enemigo.
Las sombras se cruzan una y otra vez, pasando una encima de otra, sin chocar. La plaza se agota en la tensión de cada lance, y los torbellinos de chicuelinas, naturales y pases de pecho se detienen en un final que enfrentan cabeza y testuz, deteniendo el tiempo.
Olé!
Desaparece el engaño por la espada de matar, enfundada tras la muleta como un asesino esconde su daga. La bestia siente el cambio sin comprender, y escarba la tierra nervioso por lo que ha de venir.
Suerte maestro.
Los pases cortos preparan la horca, la igualada llega siempre por casualidad y el torero busca la cerviz echando la muleta al suelo. Desenfunda el pincho lentamente para no distraer la atención del bicho que mira atento el rojo odiado, sube la mano hasta los ojos y apunta a la cruceta que buscará atravesar la piel sin tocar el duro hueso. Levanta la muleta, y decide traerse a la muerte.
Eh! Toro!
El animal se arranca buscando su vida, y el pincho se le hunde hasta el puño. El hombre gira en un último instante saludando a setenta centímetros de asta que pasa a su lado sin tocarle.
Olé!
Los pañuelos menean el aire provocando la brisa en la plaza, el toro está muerto aunque aún anda y se piden trofeos. Dos pañuelos apoyados en la presidencia los conceden, concediendo a su vez una tarde de triunfo al matador. Hoy ganó, y el mundo es suyo.
El toro hinca de manos para ya no levantarse, y sólo la raza mantiene su enorme cabeza que ofrece a su ejecutor.
Descabello en mano, el matador besa el morro del morlaco en señal de respeto, antes de despachar la nuca que destroza en un certero y último pinchazo.
Olé!
Fue lucha con igual, tumba de reyes en una plaza de sol implacable, fue tarde de toros. Con la muerte como final, y la gloria como acompañante.
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