viernes, 31 de julio de 2020

La fotografía



Se llamaba María. Como se llaman todas las mujeres.

Esa mañana, muy temprano, cuando aún el gallo no había empezado a cantar y el rocío medraba, María cerraba con sigilo el portalón de su casa, sombreando el silencio de la mañana con un escueto gruñido cuando apretó la puerta para encajarla. Y con una mochila, un bastón y un mandil bien puesto, salió a buscar moras rojas y negras. Un poco de menta y espliego. Huevos de gallina recién puestos, almendras, vainilla y manteca del cerdo que mataron allá en Noviembre, como para San Martín.

María tenía a la yegua preñada de gemelos y estaba a punto de parir. De haber venido solo uno ella misma podía haberla atendido, si venía el potro por su sitio, claro, que si volteaba entonces era otra cosa, por eso su madre le había puesto tres velas a San Anastasio. Pero María desconfiaba de los santos. Y puestos, hasta de las santas. Porque nada hicieron para salvar a la yaya cuando ella rezó para que no se la llevaran.

María sabía que tenía que pedirle ayuda al Nini. Él sabría qué hacer. Como sabía si venía buen año de nieves, o la cura si el pulgón te agarraba la siembra, podía decirte el sexo de la criatura mirando el tobillo de la preñada. Y las maldiciones no le afectaban. En el pueblo unos decían que era un ángel y otros, un demonio. María también sabía del gusto del mozo por las buenas tartas.

— ¿A quién celebramos? —pregunta la madre viendo a María afanarse en la cocina. Hay polvo de harina bailoteando con los rayos que entran por la ventana. Concentrada en lo suyo, María se medio sorprende con la voz de su madre.

 — Le estoy haciendo mi tarta al Nini. Le voy a pedir ayuda. No quiero que la yegua se muera.

Su madre suspira pero no contesta. Solo un leve comentario sale de su boca antes de darse la vuelta e irse por donde ha venido.

— El Nini…

Hace dos años, como para cuando hacía tres que murió la yaya, le entró la Tenia a la vaca. El Nini nos avisó que no le diéramos de comer durante tres días con sus noches. Para que no engorde el gusano —decía—, para que no se acomode y sea imposible echarlo. Pero a mi madre la intentó sacar con leche agria, y preñó de leche a la vaca. Pero salir no salió nadie. Y la vaca se murió para Santa Águeda.

Lo vio en la fuente de la plaza, delgado como una astilla pero firme como el sarmiento, con el pelo rubio mal peinado y serio como una estatua de cementerio. Tragó lo que pudo y se dirigió con el pastel en ristre, apuntándole directamente a la cara para que ojos, nariz y boca, avisaran como hacían los balleneros: — ¡por allí resopla!— que es lo que cuenta el libro que estaba leyendo en la escuela.

— Es para ti, toma —dice María mostrando el pastel. El Nini ventea hocicando y empieza a salivar en secreto. Pero antes de coger el pastel, habla.

— Pues no es mi santo.

— Lo sé. Es para que me ayudes a parir a la yegua.

— ¿Y tu madre, qué dice? — pregunta el Nini con todas sus letras.

— Esta vez, lo que tú digas. No hay más.

El Nini coge el pastel y separa el paño que lo cubre. Lo huele más de cerca. Mete un dedo y lo prueba. Después, se relame.

— Coge hinojo del arroyo, procura que no esté soleado, mejor el que crece pegado a la roca de las umbrías del rio. Dos raíces de carcabuey y lo que te coja en una mano abierta de remorana. Lo cueces todo y lo cuelas, no me hace falta el agua. Lo dejas en un cubo y al lado de la yegua. Yo esta noche iré.

— Pero todavía no está de parto — dice María.

— Pero la noche viene templada. Y como ya no estará engarrotada del frío el potro se estirará y a ella le dará gana de parir. Tú, hazlo. Esta noche cuando la luna termine de subir el cerro, me llego. Ten el mejunje preparado.

María sonríe contenta mientras piensa que no sabe si es un ángel o un demonio. Lo que sí sabe, es que le salvará la yegua.


sábado, 25 de julio de 2020

El conejo

Y entonces cayó la tarde, aún con los últimos rayos en despedida tras las lomas altas del cerro al que llamaban del morisco, nombre ya perdido en la memoria de los muertos que el pueblo había ido enterrando, uno a uno, viejo a viejo, haciéndose cada vez más pequeño.

Ya quedaban solo tres en el pueblo, él con el Fabián, puerta con puerta y en el otro extremo Marcelo, o por lo menos hasta ayer estaba. Ellos y sus ovejas, veinte gallinas y una vaca. De sobra para matar el hambre si no venía muy crudo el invierno. Levantó el ánimo con el fresco que acudía e hizo lo propio con su cuerpo, cogió la azada y se arrimó al bancal del huerto, para regar las lechugas con el sol caído y que no se quemasen, y para estirar el esqueleto.

Entonces fue cuando vio al conejo. Ramoneando una lechuga de espaldas y las orejas alerta. Se quedó quieto para no espantarlo, y entre silencios lo maldijo, dejando ser el conejo un conejo, para convertirse en enemigo, uno de esos al que quieres muerto. Así que se dio la vuelta y entrando en la casa cambió la azada por la escopeta, con claras intenciones de hacer más chico al pueblo.

— ¿A quién matas? —preguntó Fabián al verlo.

— Un conejo. El hijoputa se está comiendo las lechugas.

— No hay maldad en el conejo, amigo. Solo hambre.

— Pues que coma hinojo o yerbabuena y que deje en paz mis lechugas.

— Es un conejo. No un cura.

— ¿Qué dices?

— Que los curas saben lo que está bien y lo que deja de estarlo pero los conejos no. Si matas al conejo por no saber lo que sabe un cura, es como si me mataras a mí por no saber conducir un cohete.

— Pero si tú no tienes ni coche.

— Pues eso. De cohetes ni hablamos.

— Que lo deje ¿Eso dices?

Fabián cerró la puerta de su casa apretando la hoja contra el marco para que la cerradura encajara. Giró dos vueltas la enorme llave que se guardó en el bolsillo de la chaqueta para seguir diciendo.

— El conejo no sabe que las lechugas tienen dueño. No puede saberlo. Es estúpido. Y si tú lo odias porque crees que lo sabe, entonces no es el único. Piénsalo.

Y habiendo dicho esto, Fabián se apoyó la azada al hombro y se dirigió a su bancal de nabos y alfalfa, los nabos para el cocido, la alfalfa para la vaca. Que una vida organizada era el principio de la tranquilidad en cualquier hombre. Y eso Fabián lo sabía, como sabía la solución para que no se agriara la leche y para que sus perros no criaran garrapatas.

Se oyó un tiro y Fabián volvió la cara hacia donde el eco del disparo terminaba. Carraspeó y soltó un salivazo. Después se subió los pantalones —había perdido peso este invierno— y se puso al bancal escarbando y pensando en lo que iba a cenar, quizás una sopa de lentejas, o unos nabos con queso. Que seguro mañana habría conejo, y la carne ha de comerse con mesura para que no se te amarille el pellejo, una vez a la semana, dos si son fiestas, a no ser que sea cuaresma.

Fabián lo vio pasar por el camino viejo con el conejo en ristre y la escopeta al hombro. Ya oscurecía. Así que recogió el puñado y lo sacudió para quitarle la tierra, arrimó la azada y con las dos manos ocupadas se marchó de su terreno, dirigiendo sus pasos a casa del Marcelo pues le debía dos lirias, las que llevaba en el bolsillo, y así lo saludaba que uno nunca sabe si despertará mañana. El otro estaba en el banco, uno de piedra que el Marcelo construyó cuando se quemó el molino viejo. Desollaba el conejo.

— ¿Has visto al Marcelo? —preguntó Fabián mirando al conejo. Dos kilos por lo corto —calculó—, lo que hacía uno de carne. Con tres puñados de arroz y una bota de vino harían almuerzo de domingo. Aunque fuera miércoles. Que no lo sabía. Hacía tiempo que ya no le ponía nombre a los días.

— No le he visto el pelo desde ayer. Lo mismo se ha muerto.

— Lo mismo —contestó Fabián.

— Pues entonces vamos de entierro.

— Y nos va a sobrar conejo —añadió Fabián.

Entonces apareció el Marcelo. Venía del patio trasero con un cubo en la mano y una paja en la boca.

— ¿Quién se ha muerto? —preguntó.

— Por ahora, solo el conejo —contestó Fabián que sacó las lirias del bolsillo y se las dio al Marcelo que las cogió sin decir nada, como se hace con el calor del sol, con un murmullo o con el aliento.

— ¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Marcelo.

— Desuello al conejo.

— Ya lo veo. Digo que si quieres algo.

— Te echaba de menos. Como ya no hay mujeres habrá que arrimarse a lo que queda. Está Fabián y estás tú pero este —dijo señalando a Fabián—habla más de lo que dice, así que me he enamorado de ti. Mira, te he traído un conejo.

Marcelo soltó una carcajada y dejó el cubo en el suelo. Se sentó en el banco y sacó la pipa, el tabaco y un mechero.

Y así, en el silencio, terminaron los tres otro día. No sé si lunes o domingo, lo que sí sé es que el día terminaba sin remedio. En la penumbra de tres vidas y con la luna en el cielo.


lunes, 20 de julio de 2020

Mientras duermes

Y así, cuando esa casi muerte te calla en vida y de ti me salva, cuando puedo mirarte sin temor a tu mirada, rozarte sin tu rechazo, cuando tu respiración pausada, tan natural como tú misma, me habla con el silencio escondido tras tus párpados, cuando por fin eres vulnerable como una persona, en la cercanía sin ropa, con el tatuaje grabado apenas en la piel, cuando el tiempo se va y tú te quedas, indefensa a mi lado, abandonada a mis sueños, arropada con mi aliento, vencida sin remedio. Saco lo mil veces guardado, armado con fingida valentía, sin yelmo en la cara ni lanza que me proteja, desnudo como un niño y osado como un viento, escogiendo palabras sonoras, vibrantes…te hablo bajito por si me oyes. Te digo lo que una vez me hizo perderme en tus ojos, el gesto que tuviste, el cariño que sentí. Que quise ser hombre por ti, abandonándome sin red, olvidando la guarda de mi niñez. Darte todo mi mundo, que yo creía grande, como regalo de pedida, junto a una promesa y a una profunda herida, como solo puede infringir el amor. Y no sé dónde quedó todo eso, ni cuando perdí aquel secreto, no sé cuando vino esa tormenta, de grandes olas y buques hundidos, de rayos hirientes y truenos en voces, repitiéndose como ecos en un mar sin consuelo. No sé dónde quedó la brisa, la verde hierba, la nieve perpetua. No sé dónde olvidé tu sonrisa, tu mejor perfil, mis manos en tu cara, la espalda de mi pecho.
Y así, mientras duermes, paso hoja a hoja el libro de un anhelo, susurrando a tu oído lo que vive en mi recuerdo pero lo hago muy bajito, casi sin palabras, casi como si fueran sueños, por si me oyes. Por si me escuchas. Por si no me quieres cuando me ves despierto.

miércoles, 15 de julio de 2020

La máscara

Aterrizó de cuclillas y el impacto logró que gimiera. Dirigió su mirada a la coronación del muro franqueado pero al estar oscuro no distinguió el borde. Esperó a que remitiera el dolor antes de ponerse en pie. Ya faltaba poco. Pegó su cuerpo al muro fundiéndose entre las sombras y se dirigió al interior del recinto a través de una puerta de cristal que no estaba cerrada con llave. Era normal —pensó—, las seguridades estaban fuera, no dentro. Había cámaras en los pasillos pero las esquivó arrastrándose, escaleras hacia arriba y hacia abajo. Bajó confiando en su instinto. Recorrió un largo pasillo y abrió la única puerta a su final. Una mujer con bata blanca se volvió encarándole. Él cerró la puerta sujetando el picaporte para no hacer ruido.
—¿Quién eres?
—Me llamo Adán.
—¿Qué quieres?
—Vengo a que me quite la máscara.
Las máscaras se implantaban al tercer año de vida. Sin excepciones. Troquelado a ellas, en un chip bioelectrónico, un número de serie que concedía el estatus de ciudadano. La elección del futuro individual era controlada a través del chip, todo para un bien superior donde todos eran igualados por la misma faz: la máscara.
Adán sacó un cuchillo.
—Comprendo—dijo la mujer sin reflejo de temor—. Pero sabes que eso no se puede hacer. Hay contadas excepciones para quitar la máscara…
—En el lecho de muerte, por indicación expresa del consejo de sabios y por un mérito de reconocimiento universal, lo sé.
—No te veo moribundo.
—No. Tampoco tengo el documento de los sabios y mis méritos no alcanzan ni al barrio donde vivo.
El sueño. Siempre el mismo. No podía respirar, se ahogaba y su pulso se aceleraba hasta dolerle las pulsiones en las venas. Entonces aparecía ella. Sin rostro. Le hablaba de forma pausada y cogiéndole la mano juntaba su cuerpo al suyo, le acariciaba la máscara y le susurraba: quítatela, quiero besarte.
—¿Me matarás si no accedo a quitártela?
—Es un centro reconocido. Usted puede hacerlo. Nadie me ha visto entrar, nadie lo hará cuando salga. Yo me iré sin la máscara y usted podrá seguir con su vida.
—Así que es un plan perfecto.
—No lo sé. Solo quiero…
—Ya. Que te la quite. Pero ¿y si no te gusta?
—¿El qué?
—Lo que halla debajo de la máscara cuando te la quite.
Adán pareció dudar y se quedó con el cuchillo en vilo apuntando, como si fuera una pistola, a la mujer. Le apuntó a la cabeza, después al torso y terminó apuntando a los pies.
—La máscara te da seguridad ¿no lo has pensado? No hay diferencia entre tú y los demás. Vives en una sociedad que te promete un futuro, y te lo dará. Y al final de tu vida incluso podrás cumplir tu sueño de quitártela. Sin embargo, si lo haces ahora, todo el mundo te mirará porque serás diferente. El futuro ya no te estará asegurado, podrá pasarte cualquier cosa y nadie te defenderá, ya no serás uno de nosotros.
—¿Por qué?
—¿Por qué no serás uno de nosotros?
—No. ¿Por qué tenemos una máscara?
La mujer tomó asiento lentamente para no resultar amenazadora frente a Adán. Por supuesto. Esa era la pregunta. Ella misma se la había formulado cientos de veces a lo largo de su carrera. Mientras quitaba algunas, muy pocas. También mientras observaba en el espejo la suya propia. Había tenido tiempo de pensar.
—Verás. La máscara nos protege del miedo.
—Miedo a qué.
—Pues miedo a equivocarnos, a ser vulnerables, miedo a no ser lo suficientemente buenos, a que no nos quieran, a estar solos, miedo a decepcionar a los demás, a no ser lo que creemos que somos. La máscara nos protege de nuestra parte débil, insegura, la que necesitamos ocultar para sentirnos seguros.
—Es una cárcel.
—¿Cómo? —. La mujer no esperaba esa respuesta. Su pregunta flotó como un salvavidas en medio de un naufragio.
—Nunca hubo un valiente que no sintiera miedo. Yo he sentido miedo al colarme aquí y siento pavor a que me quite la máscara y pueda ver lo que hay debajo. Quiero poder tener miedo para tener la oportunidad de ser valiente. Y si elijo esconderme porque me resulta insoportable, lo haré. Lo haré hasta que reúna el valor suficiente para intentarlo de nuevo. Y así podré tener la oportunidad de vencer.
—¿A quién?
—A mí. A mis miedos. A mí.
La puerta se cerró y ella quedó sola en la habitación. Una máscara estaba tirada en el suelo junto a un cuchillo. Se sentó en la silla sin poder evitar recordar las últimas palabras que Adán le dijo tras quitarle la máscara y ver su cara.
Si pudiera, te besaría.

lunes, 6 de julio de 2020

Pandemia

—¿Quién se ha comido al perro?
Mi pregunta flotó en el aire sin oído en el que caer. Las tres, con sus auriculares puestos, miraban sus dispositivos completamente absortas. Acababa de llegar de intentar conseguir algo para comer. Tres días en la calle pidiendo favores, de sitio en sitio hasta acabar en las afueras de la ciudad, un agricultor me vendió a precio de oro unos nabos, dos patatas y unas raíces de algo cuyo nombre he olvidado pero que por lo visto guisaba bien.
Al llegar me encontré la piel del perro en el tendedero. Era un buen perro. Ya habíamos hablado de lo costoso que era mantenerlo, de que comía demasiado. Y es que era un perro grande. Siempre fue un buen perro, aunque la verdad es que las relaciones empezaron a enrarecerse cuando empezamos a comernos su comida. Desde entonces ya nada fue igual. Pero ladraba cuando alguien recorría el rellano y eso nos servía de alerta. No es que tuviéramos miedo de nadie en especial. En general, les teníamos miedo a todos por igual. Se contaban cosas espantosas que procurábamos disimular entre nosotros para no liquidar el renuente valor que aún conservábamos. De todas maneras, hacía tiempo —dos años ya—que había decidido salir yo solo a por comida. Ellas se quedaban en casa.
— ¡Que quién se ha comido al perro! —insistí mientras le quitaba los auriculares a Hortensia. Le pusimos Hortensia por su abuela materna.
— Hola papá.
— Hola.
— Ya has vuelto! ¿Has encontrado algo para comer?
— Sí, poco.
— ¡Mamá, Nelinda, papá ha traído comida! —sus gritos hicieron volver las cabezas con una expresión ávida, quizás un poco alegre también. O eso quise pensar.
— ¿Qué has traído, qué has traído? —repitió Nelinda mientras intentaba arrebatarme la bolsa de tela que aún sujetaba. Le pusimos Nelinda porque nos dio la gana.
— ¡Que quién coño se ha comido al perro! —grité enfadado.
— ¿Has sido tú? —Pancracia me miró muy seriamente. Era una advertencia. Como echarse mano al revolver.
— ¿Yo? ¡Pero si acabo de llegar!
— Pues entonces hemos sido nosotras. Lince —continuó explicando Pancracia suavizando el tono.
— ¡Pero Pancracia!
— ¡Ni Pancracia ni hostias! Llevas tres días fuera, se te acabó el móvil en el primero y tu último mensaje no fue muy esperanzador. Teníamos hambre y el menú no daba para elegir. Fue perro al aceite de oliva virgen con aroma de cilantro y tomillo.
Se me nubló la vista.
–¿Me habéis dejado algo? —pregunté en voz muy bajita.
—En el horno.

jueves, 2 de julio de 2020

Mutación

—Pero, hija. No te lo tomes así.
—¡Claro, para ti es fácil decirlo! —los sollozos ahogan momentáneamente su protesta. Se echa las manos a la cara intentando sobreponerse, pero no puede y estalla en un llanto sin fin.
—Pero cielo…—ella duda, es consciente que el consuelo que intenta no está funcionando. Por el contrario, resulta lo opuesto a lo que pretende. Así que deja que llore sin poder evitar preguntarse si esas manos estarán suficientemente limpias.
Suena un inoportuno teléfono. La melodía personalizada tantas veces escuchada reclama insistentemente atención.
—Rocío, es Pablo. Te llama ¿No vas a cogerlo?
Con la cara descompuesta, Rocío responde en un lenguaje poco inteligible.
—¡Coshelo tú, mamá pofv..!
La madre se levanta y coge el móvil que está sobre el brazo del sofá donde su hija se hace cada vez más pequeña a fuerza de intentar esconderse tras un cojín. Aún suenan un par de timbres antes que atine a descolgar la llamada.
—Hola, Pablo.
—Hola, Encarna ¿Está Rocío?
—Como si no estuviera.
Se hace un silencio. Encarna cae en que la respuesta es ambigua. Eso puede significar cosas como. “no queremos saber más de ti en la vida”, o “Rocío está muerta en el baño con las venas cortadas”. De pronto se siente azorada e intenta arreglarlo.
—No puede hablar ahora Pablo. Llora como una Magdalena.
—Es que es una putada, Encarna. Lo que le faltaba a la pobre. Al final tendremos que darle la razón.
A Encarna se le escapa una carcajada. Rocío la mira con cara asesina.
—¡De qué te ríes! —esta frase se la entiende toda.
—No, nada…toma, anda. Encarna le tiende el teléfono a su hija que lo coge mirándola con odio. Sin poder evitar una leve sonrisa dibujada en el rostro, Encarna se levanta y sale de la habitación mientras el murmullo de la conversación de la pareja la deja aliviada.
Entra en la cocina sonriendo ya abiertamente. Su cabeza le traslada a la infancia de Rocío y recuerda aquella vez…
Estábamos de acampada, era invierno. Habíamos encendido una hoguera y asábamos castañas, oscurecía. Rocío, que tenía apenas cuatro años, miraba la hoguera de pie ante ella. Intenta dar un paso hacia la hoguera con intención de coger una castaña que humea sobre la plancha donde se asa, pero tropieza y cae al fuego. Como un resorte Encarna se levanta y la aparta de las llamas. Rocío llora asustada y Encarna la consuela.
Esa fue la primera de muchas veces. Después vinieron otras, en la cama elástica cuando cayó fuera y casi se parte la columna. Cuando tuvieron que suspender su viaje a erasmus por una apendicitis. O cuando se estropeó la noria y la pilló en todo lo alto. No siempre fueron grandes tragedias. Por ejemplo, si había llovido Rocío era la que pisaba la baldosa suelta y tenía que volver a cambiarse a casa.
Y ahora tenía que suspender la boda por la epidemia.
La chica de la aguja. Eso la llamábamos en casa. Por lo de la aguja en el pajar. Todos estábamos convencidos que moriría por una bala perdida. La pobre.
Menos mal que no era contagioso. La suerte de Rocío solo le afectaba a ella sin indicios de contagio. Menos mal. No sé qué hubiera pasado si su suerte se propagara como el coronavirus.
—¿Mamá? —Rocío aparece en la cocina. Tiene la cara hinchada pero ya no llora.
—¿Qué te ha dicho Pablo?
—Me ha dicho que conoce a un juez que nos podría casar por lo civil y en privado.
—¡Pero eso es estupendo!
—Pero no será lo mismo, mamá. No podrán asistir invitados, no habrá banquete. No será lo mismo.
—Pero cariño. ¡Pablo y tú os casaréis! Y eso es lo más importante ¿no?
—Bueno si…
—Pues ya está. No hay pero que valga. ¿Cuándo será?
—No sé. Me ha dicho que está ultimando los detalles y que ahora me llama. Después te digo, me voy a la ducha.
Encarna piensa sin poder evitarlo en el jabón resbaladizo. Pero se obliga a desechar ese pensamiento y no dice nada. Se da la vuelta y se concentra en pensar qué va a preparar para comer. Recuerda que tiene unos filetes congelados y su cabeza busca un acompañamiento adecuado. Quizás una ensalada. Aunque unas patatas fritas serían ideales ¿Hay patatas?
Suena su móvil. Es pablo.
—Dime Pablo, Rocío ya me ha contado…
—No te lo vas a creer.
—¡No!
—¡Un meteorito, Encarna! ¡Le ha caído encima un meteorito!
—¿Al juez?
—Mismamente.
—¡Madre del amor hermoso!
—¿Y qué vais a hacer?
—Encarna. Yo no me caso. Lo siento.
—¡Pero, Pablo! ¿Qué estás diciendo?
—Que no me caso, Encarna. Estoy acojonado. Por favor, dile a tu hija que hemos roto. A mí me da miedo. Lo siento. Adiós.
Encarna deja el teléfono sobre la mesa de la cocina. Necesita sentarse y arrima el taburete a la mesa, se sienta y se oye un crujido. Encarna rueda sobre el suelo. Ha sido la pata del taburete. Se echa mano a la boca sofocando un gemido que contiene terror.
—¿Mamá, estás bien? He oído un golpe—Rocío, habla desde el quicio de la puerta del baño.
—Estoy bien, cariño no te preocupes.
—¿Qué ha sido?
—Nada, cariño. He tropezado.
—¡Ajajá! Y después me decís que solo me pasa a mí. Eso es el karma, mamá. —Se oyen risitas sofocadas.
Encarna se levanta, y coge un cuchillo.

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