viernes, 25 de marzo de 2022

La jungla de olivar

 

Recuerdo que el abuelo no iba a misa y aquello era profundamente perturbador para el resto de la familia. Una especie de escándalo que ocultábamos lo mejor que podíamos. Como cuando llegó el día de mi primera comunión, que fue también la primera vez que me puse una chaqueta, a juego con los zapatos que más apretaban del mundo y un crucifijo sobre el cuello tan grande como el que arrastró Jesús de camino al Calvario.

Tú, cuando te pregunten por el abuelo, dices que está malo en la cama con fiebre y no ha podido venir.

Pero mamá —replicaba yo soliviantado— si me preguntan y digo eso ¿me tendré que confesar otra vez, no?

Pues te confiesas las veces que haga falta.

Fue por eso que no perdía de vista el confesionario dentro de la iglesia. Dudaba si había o no alguien en su interior. Aunque rezaba para que lo hubiera. Entonces yo rezaba por casi todo. Era mi manera de solucionar los problemas. Rezaba por el hambre en el mundo, para que Luisa me mirara en el recreo y después de masturbarme, con la firme promesa que esa era la última vez. Todo el día rezando.

El abuelo se cagaba en los curas, en Dios y en la Virgen a partes iguales. Y eso sacaba de quicio a mi madre.

¡Papá, por favor! No ves que hay niños escuchándote.

¡Pues me cago en la Virgen!

Yo admiraba al abuelo por eso. Pensaba que había que tener dos cojones para retar de esa manera al creador del Universo y a su nuera. Os revelo que siempre que asistía a una de sus retahílas esperaba que un rayo lo fulminara y por eso procuraba no acercarme mucho. Pero se convirtió en un referente para mí y por la noche antes de dormirme, rezaba por él. Para lo que pudiera servir.

Una de las discusiones más sanguinarias a la que asistía en aquella lejana juventud perdida se reproducía como unas tres veces al año. Siempre en Navidad, por supuesto, e invariablemente en el cumpleaños del abuelo y en el aniversario de la muerte de la abuela. En este último nos reuníamos en  la casa del abuelo situada junto a cien fanegas de olivar que fue el primer sustento de la familia. Él la enterró convertida en cenizas bajo un olivo allí mismo, mostrando una firmeza sin fisuras ante las protestas del resto de la familia, y sobre todo de mi madre que reaccionó de manera apocalíptica.

¡Pues que sepas que cuando mueras, os llevo a ti y a mamá al campo santo!

Yo me cago en todos los curas y en el campo santo.

¡Y te hago una misa antes!

Y una mierda.

Y de las largas. —Terminaba sentenciando mi madre para después echarse a llorar, sin entender como aquel hombre que le había dado la vida podía tener a su madre debajo de un olivo.

Pues porque a tu madre le gustaban los olivos —argumentaba siempre el abuelo.

A lo que mi madre siempre contestaba

¡También le gustaba el arroz con pollo! ¡La hubieras enterrado en el supermercado!

Total que todo se acababa más o menos con la amenaza velada de mamá de pasear el cadáver de mi abuelo de iglesia en iglesia y trasladar al olivo y los restos de mi abuela a una parcela del cementerio del pueblo que mi madre tenía alquilada por noventa y nueve años, justo enfrente de la capilla. Seguro que por joder.

Yo no veía a mi abuelo especialmente preocupado por las amenazas de mamá, y supuse que después de muerto, pues casi que le daba igual dónde acabaran sus restos y por ende los de su difunta esposa. Pero qué equivocado estaba.

Cuando el abuelo sintió que estaba cerca su fin cogió un avión, hizo una generosa donación a un monasterio tibetano y se recluyó hasta su muerte. De esto nos enteramos por una carta del notario que nos citó tras su fallecimiento y que leyó delante de toda la familia de riguroso luto. Por lo visto, en ese monasterio tenían la costumbre de entregar el cuerpo de los finados a los buitres, para devolver en cierta manera la carne a la naturaleza y de esa forma honrarla.

Cuando mi madre oyó esta explicación, puso un gesto tal que le hubiera cogido un sofá de tres plazas por la boca.

Por lo visto el olivo, junto a la tierra que recogía los restos de la abuela, estaba allí plantado, según seguía diciendo la carta pero advertía que los monjes tenían precisas instrucciones sobre su custodia.

Por último, el notario pasó a las últimas voluntades. Las penúltimas ya me hubieran valido pero había más. A mí me dejó el olivar. Y de pronto me convertí ante mi familia en heredero de los pecados del abuelo.

Lo tienes que vender y con lo que saques por él, donarlo a la iglesia. Es la única forma de intentar salvar el alma del abuelo. —Insistía mi madre.

Mamá, eso que dices es un soborno. No creo yo que así lo consigamos.

Pues entonces dónalo sin más. Jesucristo oró en el monte de los olivos, seguro que Dios Nuestro Señor lo recuerda y eso hace que mire con otros ojos a tu abuelo que debe estar asándose en el infierno.

Mamá, eso que dices es tráfico de influencias.

Estás insoportable ¿sabes?

Y así quedábamos.

Conforme pasaba el tiempo, sentía que la presión aumentaba sobre mi persona y que debía tomar una decisión sobre el olivar. Algo en el fondo de mi alma me advertía que las consecuencias de la misma influirían en el  resto de mi vida, y eso no me dejaba descansar en paz. Por un lado estaba mi madre, Dios y el infierno. Por otro mi conciencia que dictaba a favor del abuelo. Me acordaba constantemente de aquel Salomón, y empecé a mirar a los niños pequeños con ojos sangrientos. Necesitaba un buen consejo.

Solía pasar los fines de semana en el olivar que me había convertido en terrateniente. Había decidido conservar a Eufrasio, la persona en la que el abuelo había confiado el cuidado de la finca. Él se encargaba de todo y cumplía, a ojos de los resultados contables, con la explotación y venta del aceite que cada año, en una solemne reunión, detallaba con gastos y ganancias siempre positivas para el pecunio del abuelo que era ahora el mío.

Eufrasio ¿cuánto dirías que vale el olivar?

Unos dineros, señorito.

Eufrasio era al campo lo mismo que el tomillo.

Ya, pero si yo te dijera que me lo compraras, ¿cuántos dineros me darías? Intentaba yo para concretar algo.

Si yo le pudiera comprar los olivos, señorito, no estaríamos hablando ahora.

Es un poner, Eufrasio.

Pues yo diría que unos novecientos millones de reales.

La madre que te parió, Eufrasio. ¿Reales?

Sí, señorito.

¿Y en euros, eso cuánto es?

Si yo supiera esa cuenta, señorito, no estaríamos hablando ahora.

Pero a ver, Eufrasio. Tú todos los años le dabas las cuentas a mi abuelo y ahora me las das a mí. ¡Y no lo haces en reales! ¿Me puedes explicar…?

Eso es por mi sobrina. Yo se lo doy a ella en reales y ella me hace las cuentas en euros, yo me las apunto y así se las explico. Pero yo soy de reales.

¡Bueno! Pues quiero hablar con tu sobrina ¿Cómo se llama?

Isabel. Isi, la decimos. Ella tiene estudios, señorito. Es la más lista de la familia. Le puedo decir que la semana que viene se venga y hable con usted. Ella le hará las cuentas.

Pues vale. Que sea el sábado y os preparo un arroz y así conversamos —terminé sugiriendo.

La semana pasó cansina. Me dediqué a intentar esquivar a mi madre cosa que no conseguí pues una tarde se presentó en mi pisito de soltero con la excusa de sus tormentos.

Esto no puede seguir así ¿Sabes lo que soñé anoche?

Pues no tengo noticias, mamá.

Con tu abuela. Me decía que allí en el Tibet, hace mucho frío. Que quiere regresar a España.

A Fuengirola.

¿Tú es que no puedes tomarte nada en serio? Está en tierra impía, es normal que se me aparezca en sueños.

Es normal, mamá.

¿Has decidido ya lo de los olivos?

Estoy en ello.

Pues después tenemos que traernos a tu abuela.

A Fuengirola.

Creía haber tenido suficiente castigo con mi padre, pero veo que no ha sido suficiente. Ahora te tengo a ti. Pues recuerda que yo te di la vida.

No lo dudo, mamá. Pero no me acuerdo.

Pues me lo debes. Así que la próxima vez que nos veamos me cuentas que has vendido los olivos y tienes planes para el regreso de tu abuela. Que madre, no hay más que una.

Menos mal.

¿Cómo dices?

Que sí, que sí…

Aunque aún era jueves, decidí trasladarme a la finca sabiendo que mi madre no aparecería por allí. Pasé por el súper para comprar los avíos para mi plato estrella: arroz con conejo. Pero como no había conejo, me conformé con medio pollo de corral. Aparte de ello, adquirí unos platos preparados que me permitieran subsistir unos días y mucha cerveza, que el trigo es una semilla y es algo muy sano según las últimas tendencias nutricionistas.

Pasé con el coche a saludar a Eufrasio en la casa que vivía en la finca situada a medio kilómetro de la principal para, sobre todo, no recibir un tiro de escopeta por si me confundía con…, no sé, por si me confundía. Pero no estaba. El olivar era grande por lo que supuse que estaría haciendo labores en algún lugar, así que le dejé una nota clavada en la puerta que decía: “Eufrasio, soy yo. He venido antes esta semana. Soy yo”. Más tranquilo me dediqué a descargar el auto con las viandas y organizarlas en la cocina. Cuando terminé, el sol empezaba a ponerse y el fresco de la tarde invitaba a dar un paseo. Cedí a la tentación y cogí el primer sendero que se me cruzó entre olivares y me puse a andar.

Me puse a reflexionar sobre el lío en que estaba metido confiando que la reunión del sábado con la sobrina y el propio Eufrasio me dieran algo de luz para resolver el laberinto donde me había empujado mi abuelo. No comprendía por qué me había nombrado heredero de la finca, pero supongo —seguía yo cavilando—, que era la única opción posible. Mi madre lo hubiera regalado y no había más familia, así que era yo o los del Tibet. Aunque la verdad es que mi abuelo, en ausencia de mi propio padre que falleció cuando yo era un crío, fue el único referente masculino en mi vida y por ello yo lo admiraba, no sin ciertas reticencias por la relación, digamos difícil, que tenía con mi madre. La noche se cerró sin que lo advirtiera hasta que me di cuenta que no veía ni lo que tenía delante. Era hora de volver. Volver.

¿Y dónde coño estaba? Sumido en mis pensamientos me había pasado desapercibido el camino que llevaba. Los senderos se cruzaban una y otra vez tomando distintas direcciones entre aquellos olivos prietos que eran todos iguales a mis ojos. Saqué el mechero y lo encendí levantándolo  por encima de mi cabeza. Había olivos, así…, muchas ramas con hojas y todo igual. Además la luna brillaba por su ausencia, o sea que no brillaba, y todo era como la jungla del Amazonas. Estaba perdido.

Intenté tranquilizarme, así que me senté en un terruño y sopesé mi situación. No tenía el móvil, me lo había dejado en la cocina así que me puse a gritar sintiendo un ridículo profundo, por lo que, sin darme cuenta, gritaba despacio. De pronto oí un ruido en la cercanía y eso me dejó mudo. Arrastré las manos buscando instintivamente algo con lo que defenderme y cogí una piedra que tiré inmediatamente porque era minúscula. Encendí el mechero y me rodeé a mi mismo hasta encontrar una rama caída. La cogí y estiré los brazos asiéndola pensando en si habría osos en el olivar. Lo sé, suena absurdo pero creo que estaba entrando en pánico. Agudicé el oído. Nada. Respiré profundo tres veces y eso consiguió calmarme. Debía pensar algo. No tenía sentido ponerme a andar en esa oscuridad, no se veía nada y estaba totalmente desorientado. De pronto se me ocurrió una idea. ¿Y si quemaba un olivo? Seguro que Eufrasio lo vería y venía a ver qué pasaba. Sí. Esa era la solución.

Deposité la rama que había cogido en la oquedad de un olivo cercano y me puse a buscar más ramas caídas, secas ya como el ojo de un tuerto, y las apilé de igual manera. Cuando la oquedad estuvo llena le acerqué el mechero. Las ramas prendieron sin dificultad y un fuego agradable iluminó esa noche oscura. A la luz de la candela me puse a buscar más ramas, el fulgor me permitía alejarme cada vez más metros y entré en una frenética obsesión con el objeto de alimentar ese fuego que debía ser mi salida de aquella jungla de olivares.

No sé en qué momento ocurrió. Solo sé que en una de aquellas traídas y venidas, el fuego se extendió a varios olivos. Las llamas mordían la noche elevándose quince metros produciendo chispas incandescentes que se repartían por doquier. El vuelo de los olivos cercanos prendían las ramas más finas para después propagarse hacia el tronco en una reacción en cadena. Dándome cuenta que aquello se me iba de las manos, me puse a echar tierra encima de los fuegos iniciados y que se propagaban a una velocidad inusitada. No daba abasto y el sudor me recorría todo el cuerpo. Tenía mucha sed y el incendio había convertido en horno lo que antes era el frescor del campo. Seguí hasta el punto de sentirme desfallecer por el trabajo de arrojar tierra y el calor reinante, hasta que no pude más y corrí alejándome de las llamas, buscando una temperatura que me permitiera, al menos, respirar.

Sofocado, me dejé caer lejos del incendio incontrolado viendo con horror la que había liado. De pronto escuché voces a lo lejos. Me puse en pié con esfuerzo por lo agotado que estaba e intenté localizar la ubicación de las voces. Los sonidos reverberaban entre los olivos y no concretaba su situación. También me puse a gritar caminando lentamente. No sé el tiempo que transcurrió, caminaba intentando alejarme del incendio que no me permitía respirar a la vez que buscaba con vista y oídos alguna ayuda. Creo que me desmayé sintiendo como arrastraban mi cuerpo en una especie de sueño vívido. Me desperté en el hospital. Allí estaba mi madre a los pies de la cama.

Hola, mamá. —Mi voz me sonó ronca y queda.

¡Hijo mío! —contestó ella echándose a llorar. Después siguió hablando.

Qué poco ha faltado, cariño. Eufrasio me contó que te localizó sin sentido en medio del incendio. Te podrías haber achicharrado. Pero, dime ¿qué ocurrió?

Eufrasio. Así que fue él —pensé yo—. Mi plan había funcionado al final, más o menos.

¿Han podido apagar el incendio? —pregunté.

Esta mañana.

Menos mal.

Llevas cuatro días durmiendo.

Mi mente no comprendió esa respuesta. Algo no encajaba.

Pero…pero…—acerté a decir.

Sí. Correcto. Han tardado tres días en sofocar el incendio. Tres días con sus noches.

¿Cuánto se ha quemado?

Casi todo. Se esforzaron en que el incendio no llegara a las lindes para que no se quemaran las fincas de los vecinos. Eso sí lo consiguieron.

¡Dios!

Ahí quería llegar yo —contestó mi madre—, espero que a partir de ahora reconozcas el poder de lo divino. Ha sido el Señor el que ha quemado el olivar por los pecados en vida de tu abuelo. Es evidente.

Esto…

Nada de esto. Ha sido así y punto. Y ahora que ya no tenemos olivar solo queda traer las cenizas de tu abuela.

A Fueng…

¡Ni lo digas!

Me callo. Me callo.

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