Recuerdo que el
abuelo no iba a misa y aquello era profundamente perturbador para el resto de
la familia. Una especie de escándalo que ocultábamos lo mejor que podíamos.
Como cuando llegó el día de mi primera comunión, que fue también la primera vez
que me puse una chaqueta, a juego con los zapatos que más apretaban del mundo y
un crucifijo sobre el cuello tan grande como el que arrastró Jesús de camino al
Calvario.
Tú, cuando te
pregunten por el abuelo, dices que está malo en la cama con fiebre y no ha
podido venir.
Pero mamá —replicaba
yo soliviantado— si me preguntan y digo eso ¿me tendré que confesar otra vez,
no?
Pues te confiesas las
veces que haga falta.
Fue por eso que no
perdía de vista el confesionario dentro de la iglesia. Dudaba si había o no
alguien en su interior. Aunque rezaba para que lo hubiera. Entonces yo rezaba
por casi todo. Era mi manera de solucionar los problemas. Rezaba por el hambre
en el mundo, para que Luisa me mirara en el recreo y después de masturbarme, con
la firme promesa que esa era la última vez. Todo el día rezando.
El abuelo se cagaba
en los curas, en Dios y en la Virgen a partes iguales. Y eso sacaba de quicio a
mi madre.
¡Papá, por favor! No
ves que hay niños escuchándote.
¡Pues me cago en la Virgen!
Yo admiraba al abuelo
por eso. Pensaba que había que tener dos cojones para retar de esa manera al
creador del Universo y a su nuera. Os revelo que siempre que asistía a una de
sus retahílas esperaba que un rayo lo fulminara y por eso procuraba no
acercarme mucho. Pero se convirtió en un referente para mí y por la noche antes
de dormirme, rezaba por él. Para lo que pudiera servir.
Una de las
discusiones más sanguinarias a la que asistía en aquella lejana juventud
perdida se reproducía como unas tres veces al año. Siempre en Navidad, por
supuesto, e invariablemente en el cumpleaños del abuelo y en el aniversario de
la muerte de la abuela. En este último nos reuníamos en la casa del abuelo situada junto a cien
fanegas de olivar que fue el primer sustento de la familia. Él la enterró convertida
en cenizas bajo un olivo allí mismo, mostrando una firmeza sin fisuras ante las
protestas del resto de la familia, y sobre todo de mi madre que reaccionó de
manera apocalíptica.
¡Pues que sepas que
cuando mueras, os llevo a ti y a mamá al campo santo!
Yo me cago en todos
los curas y en el campo santo.
¡Y te hago una misa
antes!
Y una mierda.
Y de las largas.
—Terminaba sentenciando mi madre para después echarse a llorar, sin entender
como aquel hombre que le había dado la vida podía tener a su madre debajo de un
olivo.
Pues porque a tu
madre le gustaban los olivos —argumentaba siempre el abuelo.
A lo que mi madre
siempre contestaba
¡También le gustaba
el arroz con pollo! ¡La hubieras enterrado en el supermercado!
Total que todo se acababa
más o menos con la amenaza velada de mamá de pasear el cadáver de mi abuelo de
iglesia en iglesia y trasladar al olivo y los restos de mi abuela a una parcela
del cementerio del pueblo que mi madre tenía alquilada por noventa y nueve años,
justo enfrente de la capilla. Seguro que por joder.
Yo no veía a mi
abuelo especialmente preocupado por las amenazas de mamá, y supuse que después
de muerto, pues casi que le daba igual dónde acabaran sus restos y por ende los
de su difunta esposa. Pero qué equivocado estaba.
Cuando el abuelo
sintió que estaba cerca su fin cogió un avión, hizo una generosa donación a un
monasterio tibetano y se recluyó hasta su muerte. De esto nos enteramos por una
carta del notario que nos citó tras su fallecimiento y que leyó delante de toda
la familia de riguroso luto. Por lo visto, en ese monasterio tenían la costumbre
de entregar el cuerpo de los finados a los buitres, para devolver en cierta
manera la carne a la naturaleza y de esa forma honrarla.
Cuando mi madre oyó
esta explicación, puso un gesto tal que le hubiera cogido un sofá de tres
plazas por la boca.
Por lo visto el olivo,
junto a la tierra que recogía los restos de la abuela, estaba allí plantado, según
seguía diciendo la carta pero advertía que los monjes tenían precisas
instrucciones sobre su custodia.
Por último, el
notario pasó a las últimas voluntades. Las penúltimas ya me hubieran valido
pero había más. A mí me dejó el olivar. Y de pronto me convertí ante mi familia
en heredero de los pecados del abuelo.
Lo tienes que vender
y con lo que saques por él, donarlo a la iglesia. Es la única forma de intentar
salvar el alma del abuelo. —Insistía mi madre.
Mamá, eso que dices
es un soborno. No creo yo que así lo consigamos.
Pues entonces dónalo
sin más. Jesucristo oró en el monte de los olivos, seguro que Dios Nuestro
Señor lo recuerda y eso hace que mire con otros ojos a tu abuelo que debe estar
asándose en el infierno.
Mamá, eso que dices
es tráfico de influencias.
Estás insoportable
¿sabes?
Y así quedábamos.
Conforme pasaba el
tiempo, sentía que la presión aumentaba sobre mi persona y que debía tomar una
decisión sobre el olivar. Algo en el fondo de mi alma me advertía que las
consecuencias de la misma influirían en el
resto de mi vida, y eso no me dejaba descansar en paz. Por un lado
estaba mi madre, Dios y el infierno. Por otro mi conciencia que dictaba a favor
del abuelo. Me acordaba constantemente de aquel Salomón, y empecé a mirar a los
niños pequeños con ojos sangrientos. Necesitaba un buen consejo.
Solía pasar los fines
de semana en el olivar que me había convertido en terrateniente. Había decidido
conservar a Eufrasio, la persona en la que el abuelo había confiado el cuidado
de la finca. Él se encargaba de todo y cumplía, a ojos de los resultados
contables, con la explotación y venta del aceite que cada año, en una solemne
reunión, detallaba con gastos y ganancias siempre positivas para el pecunio del
abuelo que era ahora el mío.
Eufrasio ¿cuánto
dirías que vale el olivar?
Unos dineros,
señorito.
Eufrasio era al campo
lo mismo que el tomillo.
Ya, pero si yo te dijera
que me lo compraras, ¿cuántos dineros me darías? Intentaba yo para concretar
algo.
Si yo le pudiera
comprar los olivos, señorito, no estaríamos hablando ahora.
Es un poner,
Eufrasio.
Pues yo diría que
unos novecientos millones de reales.
La madre que te
parió, Eufrasio. ¿Reales?
Sí, señorito.
¿Y en euros, eso
cuánto es?
Si yo supiera esa
cuenta, señorito, no estaríamos hablando ahora.
Pero a ver, Eufrasio.
Tú todos los años le dabas las cuentas a mi abuelo y ahora me las das a mí. ¡Y
no lo haces en reales! ¿Me puedes explicar…?
Eso es por mi
sobrina. Yo se lo doy a ella en reales y ella me hace las cuentas en euros, yo
me las apunto y así se las explico. Pero yo soy de reales.
¡Bueno! Pues quiero
hablar con tu sobrina ¿Cómo se llama?
Isabel. Isi, la decimos.
Ella tiene estudios, señorito. Es la más lista de la familia. Le puedo decir
que la semana que viene se venga y hable con usted. Ella le hará las cuentas.
Pues vale. Que sea el
sábado y os preparo un arroz y así conversamos —terminé sugiriendo.
La semana pasó
cansina. Me dediqué a intentar esquivar a mi madre cosa que no conseguí pues
una tarde se presentó en mi pisito de soltero con la excusa de sus tormentos.
Esto no puede seguir
así ¿Sabes lo que soñé anoche?
Pues no tengo
noticias, mamá.
Con tu abuela. Me
decía que allí en el Tibet, hace mucho frío. Que quiere regresar a España.
A Fuengirola.
¿Tú es que no puedes
tomarte nada en serio? Está en tierra impía, es normal que se me aparezca en
sueños.
Es normal, mamá.
¿Has decidido ya lo
de los olivos?
Estoy en ello.
Pues después tenemos
que traernos a tu abuela.
A Fuengirola.
Creía haber tenido
suficiente castigo con mi padre, pero veo que no ha sido suficiente. Ahora te
tengo a ti. Pues recuerda que yo te di la vida.
No lo dudo, mamá.
Pero no me acuerdo.
Pues me lo debes. Así
que la próxima vez que nos veamos me cuentas que has vendido los olivos y
tienes planes para el regreso de tu abuela. Que madre, no hay más que una.
Menos mal.
¿Cómo dices?
Que sí, que sí…
Aunque aún era
jueves, decidí trasladarme a la finca sabiendo que mi madre no aparecería por
allí. Pasé por el súper para comprar los avíos para mi plato estrella: arroz
con conejo. Pero como no había conejo, me conformé con medio pollo de corral.
Aparte de ello, adquirí unos platos preparados que me permitieran subsistir
unos días y mucha cerveza, que el trigo es una semilla y es algo muy sano según
las últimas tendencias nutricionistas.
Pasé con el coche a
saludar a Eufrasio en la casa que vivía en la finca situada a medio kilómetro
de la principal para, sobre todo, no recibir un tiro de escopeta por si me
confundía con…, no sé, por si me confundía. Pero no estaba. El olivar era
grande por lo que supuse que estaría haciendo labores en algún lugar, así que
le dejé una nota clavada en la puerta que decía: “Eufrasio, soy yo. He venido
antes esta semana. Soy yo”. Más tranquilo me dediqué a descargar el auto con
las viandas y organizarlas en la cocina. Cuando terminé, el sol empezaba a
ponerse y el fresco de la tarde invitaba a dar un paseo. Cedí a la tentación y
cogí el primer sendero que se me cruzó entre olivares y me puse a andar.
Me puse a reflexionar
sobre el lío en que estaba metido confiando que la reunión del sábado con la
sobrina y el propio Eufrasio me dieran algo de luz para resolver el laberinto
donde me había empujado mi abuelo. No comprendía por qué me había nombrado
heredero de la finca, pero supongo —seguía yo cavilando—, que era la única
opción posible. Mi madre lo hubiera regalado y no había más familia, así que
era yo o los del Tibet. Aunque la verdad es que mi abuelo, en ausencia de mi
propio padre que falleció cuando yo era un crío, fue el único referente
masculino en mi vida y por ello yo lo admiraba, no sin ciertas reticencias por
la relación, digamos difícil, que tenía con mi madre. La noche se cerró sin que
lo advirtiera hasta que me di cuenta que no veía ni lo que tenía delante. Era
hora de volver. Volver.
¿Y dónde coño estaba?
Sumido en mis pensamientos me había pasado desapercibido el camino que llevaba.
Los senderos se cruzaban una y otra vez tomando distintas direcciones entre
aquellos olivos prietos que eran todos iguales a mis ojos. Saqué el mechero y
lo encendí levantándolo por encima de mi
cabeza. Había olivos, así…, muchas ramas con hojas y todo igual. Además la luna
brillaba por su ausencia, o sea que no brillaba, y todo era como la jungla del
Amazonas. Estaba perdido.
Intenté
tranquilizarme, así que me senté en un terruño y sopesé mi situación. No tenía
el móvil, me lo había dejado en la cocina así que me puse a gritar sintiendo un
ridículo profundo, por lo que, sin darme cuenta, gritaba despacio. De pronto oí
un ruido en la cercanía y eso me dejó mudo. Arrastré las manos buscando
instintivamente algo con lo que defenderme y cogí una piedra que tiré
inmediatamente porque era minúscula. Encendí el mechero y me rodeé a mi mismo
hasta encontrar una rama caída. La cogí y estiré los brazos asiéndola pensando
en si habría osos en el olivar. Lo sé, suena absurdo pero creo que estaba
entrando en pánico. Agudicé el oído. Nada. Respiré profundo tres veces y eso
consiguió calmarme. Debía pensar algo. No tenía sentido ponerme a andar en esa
oscuridad, no se veía nada y estaba totalmente desorientado. De pronto se me
ocurrió una idea. ¿Y si quemaba un olivo? Seguro que Eufrasio lo vería y venía
a ver qué pasaba. Sí. Esa era la solución.
Deposité la rama que
había cogido en la oquedad de un olivo cercano y me puse a buscar más ramas
caídas, secas ya como el ojo de un tuerto, y las apilé de igual manera. Cuando
la oquedad estuvo llena le acerqué el mechero. Las ramas prendieron sin
dificultad y un fuego agradable iluminó esa noche oscura. A la luz de la
candela me puse a buscar más ramas, el fulgor me permitía alejarme cada vez más
metros y entré en una frenética obsesión con el objeto de alimentar ese fuego
que debía ser mi salida de aquella jungla de olivares.
No sé en qué momento
ocurrió. Solo sé que en una de aquellas traídas y venidas, el fuego se extendió
a varios olivos. Las llamas mordían la noche elevándose quince metros
produciendo chispas incandescentes que se repartían por doquier. El vuelo de
los olivos cercanos prendían las ramas más finas para después propagarse hacia
el tronco en una reacción en cadena. Dándome cuenta que aquello se me iba de
las manos, me puse a echar tierra encima de los fuegos iniciados y que se
propagaban a una velocidad inusitada. No daba abasto y el sudor me recorría
todo el cuerpo. Tenía mucha sed y el incendio había convertido en horno lo que
antes era el frescor del campo. Seguí hasta el punto de sentirme desfallecer
por el trabajo de arrojar tierra y el calor reinante, hasta que no pude más y
corrí alejándome de las llamas, buscando una temperatura que me permitiera, al
menos, respirar.
Sofocado, me dejé
caer lejos del incendio incontrolado viendo con horror la que había liado. De
pronto escuché voces a lo lejos. Me puse en pié con esfuerzo por lo agotado que
estaba e intenté localizar la ubicación de las voces. Los sonidos reverberaban
entre los olivos y no concretaba su situación. También me puse a gritar
caminando lentamente. No sé el tiempo que transcurrió, caminaba intentando
alejarme del incendio que no me permitía respirar a la vez que buscaba con vista
y oídos alguna ayuda. Creo que me desmayé sintiendo como arrastraban mi cuerpo
en una especie de sueño vívido. Me desperté en el hospital. Allí estaba mi
madre a los pies de la cama.
Hola, mamá. —Mi voz
me sonó ronca y queda.
¡Hijo mío! —contestó
ella echándose a llorar. Después siguió hablando.
Qué poco ha faltado,
cariño. Eufrasio me contó que te localizó sin sentido en medio del incendio. Te
podrías haber achicharrado. Pero, dime ¿qué ocurrió?
Eufrasio. Así que fue
él —pensé yo—. Mi plan había funcionado al final, más o menos.
¿Han podido apagar el
incendio? —pregunté.
Esta mañana.
Menos mal.
Llevas cuatro días
durmiendo.
Mi mente no
comprendió esa respuesta. Algo no encajaba.
Pero…pero…—acerté a
decir.
Sí. Correcto. Han
tardado tres días en sofocar el incendio. Tres días con sus noches.
¿Cuánto se ha
quemado?
Casi todo. Se
esforzaron en que el incendio no llegara a las lindes para que no se quemaran
las fincas de los vecinos. Eso sí lo consiguieron.
¡Dios!
Ahí quería llegar yo
—contestó mi madre—, espero que a partir de ahora reconozcas el poder de lo
divino. Ha sido el Señor el que ha quemado el olivar por los pecados en vida de
tu abuelo. Es evidente.
Esto…
Nada de esto. Ha sido
así y punto. Y ahora que ya no tenemos olivar solo queda traer las cenizas de
tu abuela.
A Fueng…
¡Ni lo digas!
Me callo. Me callo.
Me gustó mucho. Esos abuelos que ya delicados de salud vuelan al Tíbet son la hostia.
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