La pista de baile perdió vida en un instante, las luces menguaron y el rebaño que formábamos en mitad de la pista se dispersó con disciplina casi militar. Se formaron parejas, las menos, entre los que bailábamos; otras salieron del perímetro que los cazadores de discoteca formaban alrededor de la pista. Sin nadie con quien bailar, salí a fumar un cigarro al fresco y allí me encontré con un tipo sentado en un banco al que solicité fuego. Me senté junto a él. Fumamos en silencio.
— ¿Te gusta la sopa de letras?
— ¿Qué?
—La sopa de letras ¿te gusta?
No contesté enseguida, cuando me encontraba con gente rara, bien por su aspecto, bien por su actitud, surgía de un recoveco de mi inconsciente aquel mensaje escondido: “no hables con extraños”, y ello me hacia ser prudente. Pero tras ese instinto, he de reconocer que la pregunta era original.
—Prefiero los acertijos, son más entretenidos, pero alguna vez he hecho una.
—No, me refiero a la sopa de letras de sobre.
Apasionante —pensé en silencio— mientras daba una fuerte calada al cigarro que me mantenía allí, debería acabarlo antes de irme. Me había dado fuego. No podía ser descortés dejándole con la palabra en la boca.
— ¡Ah! Pues no sé, sí, supongo que sí, en fin, prefiero el choto, la verdad.
—Yo veo cosas en la sopa.
—Ya, letras ¿no? Es normal, tranquilo.
El chico me miró en una pausa demasiado larga. Yo, con dos cojones, le sostuve la mirada.
—Es cierto, la sopa de letras me habla. Mejor dicho, me escribe.
Esto era acojonante. El tono de mi compañero de banco era de tal sinceridad y lo que contaba tan fascinante que me atrapó en ese instante.
— ¿Y qué te cuenta?
—Todo empezó poco después de aprender a leer, tendría unos seis años, recuerdo que mi madre nos la solía poner y jugábamos a formar palabras. Era muy divertido y ella daba un premio a quien formara más palabras mientras sorbíamos la sopa. Recuerdo perfectamente que un día que la había acabado casi toda, cuatro letras se dirigieron de forma espontánea hacia el centro de mi plato, ponía: bebe. Al día siguiente nuestra madre nos dijo que tendríamos un hermanito. Esa fue la primera vez.
—Pero hombre, eso es sugestión —me atreví a decirle.
—Poco después me ocurrió lo mismo, esta vez las letras fueron: verde.
— ¿Tuviste un hermano verde? —esto me salió del alma.
—No, el coche. Mi padre apareció con una sorpresa, había cambiado el coche y nos dio una vuelta a todos cuando llegó de trabajar, fue una tarde estupenda. Mi madre reía sin descanso y nosotros no parábamos de preguntar cosas sobre los botones. El coche era verde.
— ¡Coño!
—Sí.
El cigarro hacía tiempo que se había acabado, saqué el paquete y le ofrecí uno. Aceptó. Me dio fuego y siguió hablando.
—Yo no me atreví a decírselo a nadie, no quería que me tomaran por tonto. Pero todas las cosas que me decía la sopa se cumplían. Mi regalo de cumpleaños, las notas, el nombre de mi nuevo profesor. Todo. A mí me gustaba y siempre le pedía a mi madre que me pusiera sopa de letras. Era fantástico.
—Te estás quedando conmigo ¿verdad?
—No, para nada.
La historia me estaba empezando a pesar. De nuevo el recién encendido cigarrillo me impidió huir.
—Pero tío. Eso que me estas contando no tiene sentido. Las sopas de letras no hablan.
—Escriben.
—Eso, escriben. ¡Da igual! —me alteré.
—Todo lo que me descubrían era bueno. No sé. Supongo que cuando eres niño casi todo lo que te pasa es bueno. No le tuve miedo hasta…, después.
— ¿Qué pasó después? —pregunté con interés ante el nuevo giro que daba la historia.
—Cuando tenía dieciséis años recuerdo que estábamos cenando. Era sábado por la noche. Todos queríamos terminar pronto para pillar el sitio bueno en el sofá. Echaban “Los diez Mandamientos” y acababa muy tarde, eso nos gustaba ¿la has visto?
—Sí, joder. Sigue.
—Ya casi había acabado cuando la sopa escribió: fuego.
—La leche.
—Mi madre estaba pendiente del juego de las palabras y peleaba con mi hermana mayor que defendía que soberbio era con “v”. El fuego salto a la sartén y se propagó rápidamente a causa de la grasa de la campana extractora. Al intentar apagarlo, mi madre se quemó la cara. Aún no sé cómo pudimos salir de allí. Estuvimos viviendo con los abuelos dos meses.
—Terrible.
—Yo intenté explicarlo, se lo dije a mi padre cuando vino y me llevó al psicólogo. Decía que estaba traumatizado. Después, ya no dije nada. Nunca más.
Estaba abatido. Yo acojonado. No sé muy bien la razón pero le creía.
—Una cosa. ¿Por qué me lo cuentas?
—Ayer, la sopa, escribió tu nombre.
—Me voy a cagar en tu puta madre, tío. Si lo que quieres es acojonarme, lo has conseguido. ! Pero si no me conoces de nada!
—Eres Carlos M., estudias en tercero y vives con tu tía desde que tus padres murieron en un accidente de tráfico. Vienes a la disco todos los viernes y sueles salir a fumar cuando empiezan las lentas.
— ¿Todo eso te ha dicho la sopa de letras?
—Al principio eran solo palabras sueltas. Pero ya llevo muchos años tomando. Ahora me dice muchas cosas.
—No sé si reírme o pegarte una hostia. Te lo juro.
—Esta noche te va a pasar algo. No vuelvas a tu casa esta noche.
—Joder.
—Mira, hace tiempo, mucho tiempo, la sopa empezó a avisarme de cosas. Al principio solo me atañían a mí pero después empezó con la vida de gente que yo conocía y después de gente con la que no tenía ninguna relación. ¿Te acuerdas de la desaparición de Marta Socuellamos? Se hicieron manifestaciones en el instituto.
—Sí, me acuerdo.
—La sopa me avisó. Yo no le hice caso. Después apareció muerta y la llevo en mi conciencia. No quiero que vuelva a pasar. No lo soporto.
Yo ya no tenía ganas de fumar. La verdad. Hacía como quince segundos que lo único que quería era meterme debajo de mis sábanas y no salir en ocho años. Estaba muerto de miedo.
—Pero ¿Qué me va a pasar?
—La sopa escribió, junto a tu nombre completo las palabras: penitencia, viernes y madrugada.
—Ay.
—Tú sabrás.
— ¿Y qué hago?
—No hagas lo que suelas hacer los viernes por la noche.
Lo invité a churros y pasamos hablando el resto de la noche. Cuando ya era sábado lo acompañé a su casa y me fui a la de mi tía. Jamás pude saber si su advertencia era o no cierta. Desde esa noche muchas cosas de mi vida cambiaron. Ya no volví a la discoteca y escapaba de todo aquello que pudiera ser susceptible de acarrear alguna “penitencia”; no sé muy bien de qué huía, lo que sí sé, es que desde esa noche, nada volvió a ser igual en mi vida.
Os lo cuento por si os pasa. ¿Quién sabe? Quizás los Angeles existan. Quizás las sopas hablen. O escriban.
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