A mí, el fin del mundo me pilló cagando. Sé que puede parecer una
indignidad decirlo, pero yo ya estoy acostumbrado. Me contaron que cuando nací hubo un gran apagón y el hospital se quedó a oscuras justo en el momento
en que las enfermeras etiquetaban a los bebés. Por lo visto hubo mucha
confusión,
las enfermeras tropezaban con las cunas profiriendo tacos y empujándolas lejos de ellas. Como os
digo, me contaron que cuando vino la luz yo tenía una cinta con un número en el tobillo: el 2112AS.
Me tocó una
madre prostituta y ucraniana. Más prostituta que ucraniana, creo yo. Pero supongo que es
normal. Uno, al final, es de donde vive pero puta se puede ser en todos los
sitios. Mi adolescencia fue normal para un hijo de puta. Del colegio recuerdo,
sobre todo, la pared de enfrente del despacho del director: tenía un estuco muy elegante, con
un gran cuadro copia de la Rendición de Breda del suelo al techo y en el que solíamos firmar con dedicatorias y
pintarles cigarrillos en la boca a los personajes.
No sé en qué momento me hice mayor.
Supongo que fue cuando los días empezaron a ser iguales unos a otros y me di cuenta que
ya no me quedaban más ocasiones de hacer las cosas por primera vez. Las
segundas veces son menos emocionantes, en las terceras comienza una línea recta.
Realmente
no sé cómo fue eso del fin del mundo.
Yo estaba cagando y al momento todos desaparecimos. Fue un suspiro. Estoy aquí, en algún sitio, esperando el Juicio
Final. Es que hay un retraso enorme. En los pasillos hay bancos, todos ocupados
por decenas de millones de personas. Un murmullo atroz lo invade todo. Me
pregunto de qué hablaran. Me acerco a un grupo y no puedo evitar oír la conversación. Hablan de lo que han sido
sus vidas. Entonces caigo. ¡Claro!, de eso se trata, hay que exponerlas en el juicio.
Mi mente, rápida
y sibilina, me dice lo que tengo que hacer. He de buscar a un abogado.
Me fijo
en un tipo que, bajo mi criterio resoluto, tiene pinta de abogado y no me lo
pienso dos veces.
—Hola,
perdona ¿eres
abogado?
—No,
electricista —me contesta el tipo.
—Vaya ¿y no sabrás dónde hay uno, ¿verdad?
—Bueno,
al final del pasillo se reúnen los banqueros y los políticos, pregunta allí.
—Qué buen consejo. —Le contesto intentando
agradecer sus palabras.
—Bueno,
los electricistas solemos tener sentido común. La electricidad puede ser
peligrosa.
Dejo al
electricista que empieza todas sus frases con bueno…, y me dirijo al final del
pasillo donde hay hombres y mujeres trajeados con caras circunspectas. Todos
esperan turnos que van canjeándose de forma discreta supongo que a fuerza de favores inmediatos,
aunque, la verdad, esto de que toda la humanidad deba ser juzgada va a llevar
su tiempo.
Alguien
llama mi atención.
—¿Por
casualidad buscas abogado?
—Pues
sí ¿eres electricista?
—No,
abogado.
—¡Ah,
claro! No has dicho: bueno…
—¿Perdona?
Me doy
cuenta que mi cabeza no rige de forma correcta justo cuando huelo un tufo a
marihuana que sale de un grupo reunido junto a lo que parece un aseo. Las
drogas siguen haciéndome efecto en el cielo.
—Perdona
tú. Sí, sí busco abogado. Necesito
alguien para que me represente en el juicio.
—Has
dado con la persona adecuada. Acabo de terminar un caso y estoy libre.
—¿Y qué tal ha ido?
—Bien,
purgatorio.
—¿Eso
es bien?
—Sí, si has sido un sacerdote pedófilo.
Decido
que este es mi hombre. Aunque no con esas palabras.
—¿Cómo te has portado en tu vida? —Me pregunta. Lo hace de forma
rutinaria y saca un bolígrafo y una libreta con intención de apuntar mi respuesta.
Pero de mi boca no sale nada. Creo que no estaba preparado para esa pregunta. Él hace un ademán con el gesto, como diciéndome que está preparado, que dispare. Yo
apunto. Pero no sale bala. Me esfuerzo.
—Bien.
Más o
menos.
—¿Más? o ¿menos?
—Pon más.
El
letrado cierra la libreta con gesto airado y me mira fijamente.
—Te
advierto que es inútil mentir. Es lo que tiene que te juzgue Dios.
—Es
que es difícil
resumir. Supongo que he hecho cosas buenas y cosas malas.
—Entiendo.
—Es
que mi madre era puta —empiezo explicando—, y eso me confundió mucho. Además, me pasé la infancia en un colegio interno y cuando salí, resulta que mi madre era
ucraniana y no sabía nada de español. ¡Joder, a mí no me habían enseñado ucraniano en el internado! Un día me dijo algo y ya nunca la
volvía a
ver. Yo supuse que me dijo: adiós. Pero no puedo estar seguro…
—Vale,
vale. Corta ya.
—Yo es
que…
—Que
pares te digo. —El abogado enciende un pitillo y suelta una bocanada de
humo que me hace recordar que yo me quité de fumar hace años. Recuerdo que estoy en el cielo y decido retomar el
vicio. Me da un pitillo y me sabe a gloria bendita. Después, me habla. — Es inútil que intentes justificarte.
El juicio tiene tres reglas muy sencillas: A lo hecho, pecho. Se te juzga por
elegir, no por el resultado de tu elección. Y después está lo de los puntos.
—Lo de
los puntos. —Afirmo yo con rotundidad.
—Sí, te dan puntos por cada cosa
que hayas hecho por los demás sin interés alguno. Eso es lo que salva a muchos. Puedes haber sido
un crápula,
pero si tienes alma de Boy Scout, pum, salvado.
—Entonces
¿para
qué
necesito un abogado?
—Bueno,
el fiscal es el diablo. Tiene mala uva preguntando.
Supongo
que al final nada es como uno imagina. Yo tenía la sensación de que en mi vida había sido egoísta y pendenciero. Pero resultó que solo había tenido miedo, y fue por
miedo por lo que hice la gran mayoría de las cosas. Eso, por lo visto, es muy común y por tanto perdonable.
Aquí me quedé. Se está bien.
Y sigo
fumando.
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