El frío espanta a las liebres que buscan el calor en las
madrigueras excavadas en el suelo. El galguero lo sabe. La broza hace tiempo
que está seca
y la yesca la muerde apenas un par de veces antes de prenderla. Al mismo tiempo
que mete la tea en el agujero azuza al galgo que olisquea nervioso buscando la
salida. La liebre surge como un rayo huyendo del humo que la ahoga y el perro
parte enflechado en pos de ella; gira,
zozobra, mientras siente el aliento del galgo en su trasero lanzando
dentelladas al aire. De forma increíble apura un ángulo de setenta grados y el can pierde las manos escurriéndose apenas unos metros.
Cuando recobra el equilibrio la liebre lanza zancos tan largos como las sombras
del atardecer. El perro regresa arrastrando su ridículo con el rabo entre las
piernas.
—Estás viejo, perro —anuncia el galguero con gesto inexpresivo.
La mujer oye el cascabel de la verja y se asoma para
asegurarse. Ve a su marido colgar la canana sobre el clavo del dintel de la
cuadra y piensa en avivar el fuego para los andrajos. Se extraña al no ver al perro merodear
en la escudilla donde suele beber el agua sucia que lo refresca tras la caza.
Tras cerrar la puerta, se acerca a la lumbre poniendo de
cara sus manos para calentarse el cuerpo.
—¿Y el perro?
El hombre gruñe, apenas.
En el campo, bajo un olivo, el perro va muriendo como un
forajido. La soga es demasiado gruesa para el cuello, por eso no termina de
ahogarlo. Pasarán días, en el mejor de los casos horas, antes de que la sed, el
susto y los cuervos acaben con su vida.
Hoy no hay liebre para los andrajos, pero tampoco perro al
que alimentar.