jueves, 12 de enero de 2023

La ley del hambre

 

El frío espanta a las liebres que buscan el calor en las madrigueras excavadas en el suelo. El galguero lo sabe. La broza hace tiempo que está seca y la yesca la muerde apenas un par de veces antes de prenderla. Al mismo tiempo que mete la tea en el agujero azuza al galgo que olisquea nervioso buscando la salida. La liebre surge como un rayo huyendo del humo que la ahoga y el perro parte enflechado en pos de ella;  gira, zozobra, mientras siente el aliento del galgo en su trasero lanzando dentelladas al aire. De forma increíble apura un ángulo de setenta grados y el can pierde las manos escurriéndose apenas unos metros. Cuando recobra el equilibrio la liebre lanza zancos tan largos como las sombras del atardecer. El perro regresa arrastrando su ridículo con el rabo entre las piernas.

Estás viejo, perro anuncia el galguero con gesto inexpresivo.

La mujer oye el cascabel de la verja y se asoma para asegurarse. Ve a su marido colgar la canana sobre el clavo del dintel de la cuadra y piensa en avivar el fuego para los andrajos. Se extraña al no ver al perro merodear en la escudilla donde suele beber el agua sucia que lo refresca tras la caza.

Tras cerrar la puerta, se acerca a la lumbre poniendo de cara sus manos para calentarse el cuerpo.

—¿Y el perro?

El hombre gruñe, apenas.

En el campo, bajo un olivo, el perro va muriendo como un forajido. La soga es demasiado gruesa para el cuello, por eso no termina de ahogarlo. Pasarán días, en el mejor de los casos horas, antes de que la sed, el susto y los cuervos acaben con su vida.

Hoy no hay liebre para los andrajos, pero tampoco perro al que alimentar.