Dicen…,
cuentan…, que un hombre sabio tuvo trillizos que crecieron entre olivares y
justo cuando la infancia se les acababa, su padre, viendo venir lo que le
esperaba, mandó reunirlos en la casa que los cobijaba.
—Cuando
yo muera, las tierras que nos alimentan serán para uno de vosotros. Y para
saber quién heredará, hoy os entrego tres estacas de olivo. Cuando la tierra
termine de cubrir mi cuerpo, la estaca mejor dispuesta, la más aprovechada,
será quien dicte el nuevo dueño de estas tierras. Jurad y prometed que
respetaréis lo que es ahora mi voluntad, y si no lo hacéis os maldeciré desde
el cielo o el infierno. Que uno nunca sabe dónde termina lo malo y empieza lo
bueno.
Dicen…,
cuentan…, que uno plantó su estaca al abrigo de los olivos más crecidos, pues
si la tierra fue buena para estos, igual lo sería para la recién plantada. Y se
puso a esperar.
Hubo
otro que la plantó en una maceta. No se separaba de ella y le daba agua y abono
para que creciera. Planeaba ir trasplantándola hasta ponerla, cuando su sentido
dijera, en la misma tierra que le vio nacer.
El
tercero hizo hatillo y cogió su estaca. Y hasta la muerte de su padre, no se le
volvió a ver.
Dicen…,
cuentan…, que la estaca del primero creció hasta la estatura de dos hombres. Y
con ello, el hijo, quedó satisfecho.
La
del segundo dejó la maceta en su hora y después, como estaba planeado, creció
en la tierra, justo enfrente de la casa que les servía de vivienda. Como un
guardián imponente.
Y
dicen…, cuentan…, que cuando el tercero llegó al entierro, le preguntaron. Y
sacando un mapa de su faltriquera, mostró cien leguas de olivos, crecidos de
esquejes de aquel.
—Se
llama Jaén.
Eso
dicen.
Eso
cuentan.