El maestro le dio una caja a cada uno de sus tres discípulos. Las cajas estaban vacías.
—Cada caja representa una vida por vivir—explicó el maestro—. Cuando llegue el fin, la caja se disolverá y quedará el contenido. Vuestra tarea de hoy será llenar la caja.
Dicho esto, el maestro se levantó de forma pausada, hizo una reverencia al Buda Avalokiteshvara y se retiró.
Al final de día, los tres discípulos llegaron con sus cajas. El primero llevaba la suya sobre un carrito de mano, el segundo la traía sobre un asno y el tercero la portaba en sus brazos.
Tras depositar sus cajas frente a sus cojines de meditación, el primero buscó donde dejar su carrito pues no quería que se lo robaran. Y no confiando en nadie, ni encontrando puerta que tuviera llave que la cerrara, optó por atarse el carrito a la espalda no fuera que en el estado de meditación lo perdiera de vista.
El segundo ató al asno y buscó forraje que lo alimentara. Pero el forraje era caro en lo inaccesible del monasterio por lo que tuvo que adquirir deuda para pagarlo. Después bajó al pozo, aguardó turno para sacar agua, la acarreó hasta el asno, lo cepilló, y tras dejarle un puñado de alfalfa se dirigió hacia el Ashram preocupado en cómo iba a pagar la deuda contraída.
El tercero fue directamente a su cojín y se dispuso en meditación.
Ya anochecía cuando el maestro habló al primer discípulo.
—¿Cuál es el contenido de tu caja?
—Maestro, contestó el interpelado abriendo su caja, entregué amor a toda esta gente. La caja estaba llena de fotografías de personas.
Pero dime, si fue amor lo que entregaste ¿Por qué me traes personas, por qué no me trajiste el amor?
No pude, maestro. No supe cómo meterlo en la caja.
El maestro, tras mirar compasivamente a su discípulo que no sabía cómo manejar el amor, se dirigió al segundo en orden.
—¿Cuál es el contenido de tu caja?
—Maestro, si este mundo es ilusorio hemos de aprender a conocer la realidad. Por ello llené mi vida de conocimiento. La caja estaba llena de libros.
—¿Es esta la verdad? —preguntó el maestro señalando el conjunto de libros que la caja abierta mostraba.
—Maestro, hay muchas verdades en mi caja. Pero no fui capaz de quedarme con solo una.
El maestro, de nuevo, compadeció en silencio al alumno que se perdió entre palabras comprendiendo que fue su mejor, aunque inane, intento . Por último se dirigió al tercero.
—Dime, ¿Cuál es el contenido de tu caja?
El último discípulo abrió su caja mostrando el vacío de su interior.
Ante esto, sus compañeros hicieron un gran esfuerzo para que su sorpresa no se manifestara. Sin embargo, el rostro del maestro no indicaba decepción o conflicto. Este habló.
—Dime ¿Perdiste el tiempo en tu vida?
—Maestro. Pensé en el amor. Pero realmente no pude discernir qué es lo que era. Nadie me explicó jamás en qué consiste el amor. Después pensé en aprender, pero ¿cómo saber lo que es correcto y discriminar lo que no lo es? ¿Cómo saber lo que he de aprender y lo que no merece ni un segundo de mi tiempo?
—Pero entonces la caja está vacía. Dime, ¿puede lo vacío estar lleno?
—Maestro ¿Cómo yo, que lo desconozco todo, puedo decidir nada? Dejé la caja vacía para ver qué es lo que la llenaba. Usted, maestro, nos enseñó que es el hueco vacío de una jarra lo que le da sentido a la jarra. La jarra es el vacío que contiene. Eso es la jarra.
—¿Y qué hallaste, de qué se llenó tu caja?
—Descubrí lo que ya me cubre. Yo no decido, se decide por mi. Y entonces no elegí nada porque me di cuenta que no sabía cómo hacerlo con acierto. La caja se llenó de nada, y fue la nada quien me enseñó.
—¿Y qué resultó de ello? —preguntó finalmente el maestro.
—No tengo que buscar quién soy. Ya soy. No tengo que aprender pues ¿qué puede aprender lo que ya es completo? Yo soy el espacio de la caja. Y si lleno ese espacio con lo que creo que debe ser, ello ocupa quien soy.
El maestro miró las caras de sus alumnos. Los dos primeros no entendían. El tercero, solo confiaba.
Entonces, dijo.
—Cuando creemos que podemos decidir con qué llenamos nuestro espacio en la caja, es decir quiénes somos o qué necesitamos, ello termina por controlarnos —dijo mirando el carrito a la espalda del discípulo—. Y entonces,—continuó explicando—terminamos viviendo para y por eso— finalizó, por último, mirando al propietario del asno.
Lo que no es, tenemos que incorporarlo.
Lo que ya es, lo que siempre fue, solo requiere un hueco donde asentarse.