Fue padre quien lo propuso en una noche cualquiera. Me acuerdo como si
hubiera pasado ayer mismo y, de eso, hace ya cuarenta años. Yo tenía apenas
siete.
¡Vamos
a dormir al olivar¡—dijo.
Y aún oigo las protestas de mi madre mientras nosotras, mi hermana y yo,
nos afanábamos en preparar la acampada: un pijama, nuestras muñecas y una caja
de cereales sin empezar para el desayuno.
Recuerdo que mi padre, tras montar un campamento con una tienda de campaña y
una pequeña hoguera nos abrazó para disipar cualquier temor en la noche oscura
del campo. Nosotras nos sentimos reconfortadas inmediatamente.
¿Queréis
que os cuente un cuento?
Y fue como si todo desapareciera. Lo extraño de dormir al aire, los ruidos
del campo, el susurro del miedo. Mi hermana y yo, incluso mi madre, nos
apretamos junto a padre hasta formar un solo cuerpo. Creo que nuestras
respiraciones se acompasaron y que nuestros latidos coincidieron.
—Esta noche será un cuento especial. —Prometió padre.
Casi
nadie sabe la razón por la que los olivos crecen retorcidos, como arañando el
cielo, pareciendo que claman justicia por algo que sucedió al principio de los
tiempos, en una época tan lejana donde no existían las palabras y por ello se
borraban los recuerdos. Fue entonces cuando sucedió lo que hoy os cuento.
El
olivo fue el tercero al que Dios creó primero. Antes fue el álamo y después,
ese que llaman el árbol de lo muertos, el ciprés erguido. El que dicen que es
el camino a los cielos. El álamo daba sombra y el ciprés, consuelo. Por ello el
creador vertió aceite en el olivo para que el mundo tuviera resguardo,
esperanza y alimento.
Y
todo iba bien, mientras cada uno iba a su asueto. Pero ocurrió lo que siempre
pasa en los cuentos, aunque en este no había bruja malvada ni ogro hambriento,
no hubo reyes despojados de su corona ni princesas encerradas en sus encierros,
por no haber, no había siquiera amo ni dueño que perpetrara castigos injustos a
aldeanos, mozos y plebeyos. Lo que ocurrió es que el olivo se cansó de dar todo
su alimento y pidió al ciprés que, a cambio, le enseñara el camino a los
cielos, pues quería ofrecer al creador el mejor oro de su aceite más puro e
intenso. El ciprés sospechó y fue a contárselo al álamo que tenía fama de ser
un árbol sereno. El álamo le advirtió entonces: el olivo te miente, solo quiere
lo que guardas en silencio. Y cuando descubra el camino a los cielos, te
quedarás sin oficio y él con tu secreto.
Al ciprés se lo llevaban los demonios. Ese maldito olivo, mentiroso y
torticero. Despechado viajó esa misma noche a ese que era su lugar secreto,
donde las nubes nacen, el sol cuelga y la luna se esconde. Y fue allí entre
todos donde un plan se tejió en silencio, pues en los cielos no se habla que es
el sitio de la noche y sus misterios.
Ya con todo hecho, el ciprés bajó de los cielos y al encuentro del olivo
fue para terminar aquel trato de lo suyo por alimentos. El olivo tras sus
palabras pues quedó muy contento y se emplazaron para esa noche donde él,
finalmente, dejaría la tierra para volar con el viento, cambiaría zarzas,
tomillos y sarmientos por lo que venía a ser un aire ligero. Fue a preparar sus
viandas y se puso a parir su mejor presente, un aceite espeso como sangre, con
sabor amargo y color verde intenso. Y cuando la noche ya se echaba el ciprés le
mostró su secreto, el camino que dejaba la tierra para alcanzar lo desconocido,
donde nace la noche, donde van los muertos.
Padre hizo entonces un receso. Avivó las llamas y desató su mochila donde
había jamón, croquetas caseras hechas por mi madre y un cuarto de queso. Yo, la
verdad, no tenía hambre y si la tenía lo que me faltaba era un hueco en el
pescuezo por donde colar las viandas que, entre tanta noche, suspense y aquel
montón de muertos, tenía un nudo en el estómago que se me subía por el tronco y
se me atrancaba en el cuello. Mi hermana estaba igual, escondida bajo el sobaco
de mi madre, yo creo que ni respiraba, y entonces me di cuenta que su muñeca
había muerto, estrangulada por sus pequeñas manos que la apretaban de tanto
miedo.
Padre nos sonrió mientras repartía los alimentos.
¿Qué ocurre, no os gusta el cuento? preguntó ya comiendo.
Y ante el silencio que se hizo, él siguió diciendo.
¡Bueno, pues lo dejo! Si queréis nos marchamos a dormir y que tengáis
dulces sueños.
Yo sabía que no iba a dormir entre tantos olivos sin saber el destino de
aquel del cuento. La verdad es que no tenía claro si al final era el olivo el
malo, o era el bueno. Y rodeada como estaba de ellos, no daba igual lo uno o lo
otro, que no es lo mismo estar jodida que estar jodiendo.
Pero, padre ¿Era malo el olivo, o era bueno? pregunté sin poderlo
evitar. Que después te llega la muerte sin avisar y no quería que esa duda me
acompañara al entierro.
El olivo quería prosperar, dejar la tierra, surcar los cielos. Y para eso
confió en lo que le fue dado, cambiarlo por medrar, conocer a su creador y
vivir sin miedo. Decidme ¿es eso malo, o es bueno?
Pero obligó al ciprés a descubrir su secreto. Fue un chantaje sucio. Los
buenos no hacen eso. —Protesté yo.
Pero el ciprés ya tenía lo suyo, y también el regalo del alimento. Y claro
estaba que no protestaba pues el que recibe no gasta ni paga, que es como
ahorrar dos veces y si eso no es verdad ¡decidme que miento! Y dicho esto,
padre se fue a acostar.
¡Pero, y el cuento! —dijo en voz alta mi madre.
¡Eso, eso! continuó mi hermana. Hay que terminar con el cuento, seguro que
al final se descubre si era el olivo el malo, o era el bueno.
Y ya con mi hermana debajo del sobaco de mi madre, mi padre tomó de nuevo
asiento, y junto a los destellos de la lumbre puso voz fingida, como de miedo.
Llegó el olivo al instante, en un abrir y cerrar los ojos, en un suspiro
de mosca y eso que desde la tierra se veía su destino muy allá, muy a lo lejos.
Pero el olivo no se sorprendió, ya que pensó que allí donde estaba, no era
sitio ni lugar sino más bien como un estar, algo como un sueño que, sin ser, está
y eso, aunque no lo hace de carne y hueso, se vive como si lo fuera.
Buscó un camino mientras apretaba el aceite no se le fuera a caer y
manchara las nubes por encima, que después se liaba a llover y en lugar de agua
pues aceite sería. Y no quería él contaminar, que uno empieza y después no se
sabe cómo detenerlo.
Como no encontraba camino en el cielo, probó entonces a gritar, de esa
forma que dicen que se hace a los cuatro vientos. Y a los gritos acudieron tres
ángeles que, con aspavientos, lo mandaron callar ¡Qué es eso de gritar en los
cielos! Los ángeles lo miraron y entre ellos hablaron…
Este debe ser el que nos dijeron.
Sí dijo otro. Debe ser el nuevo.
¿Eres ese a quien llaman olivo? preguntó el tercero.
El olivo asintió, sin saber cómo, de pronto la voz no le recorría el
cuerpo. Quizás pensó, una magia de las de
verdad le había borrado ese entendimiento.
No intentes hablar. En nuestra presencia no puedes hacerlo.
Como tampoco podrás regresar.
A no ser que quieras jugar. Y antes que te revienten las ramas por no
poder preguntar, te diré lo que quieres escuchar: se trata de un juego que no
es un juego pues dependiendo del final puedes volver o quedarte como los demás,
que este es sitio de muertos.
El olivo se puso a pensar. “Cómo voy a jugar si no puedo hablar. Pero
tampoco se quería quedar, no le estaba gustando mucho la compañía y las
perspectivas no parecían que fueran a mejorar, si como vecinos le esperaban
ánimas, fantasmas y espectros.”
Así que asintió.
¡Pues vamos a jugar! —dijeron a la vez los ángeles.
Lo que olivo no sabía es que todo era un ardid. Los ángeles le debían
una fortuna al ciprés por el porte de incontables muertos que había servido al
cielo. Por eso habían accedido a engañar al pobre olivo dejándolo en silencio.
El juego es el siguiente. Te plantearemos una cuestión que deberás
resolver. Si lo haces podrás volver, pero si yerras permanecerás aquí para
siempre.
--¿Qué es lo que no te puedes llevar y, sin embargo, ya lo tienes?
--¡Es la vida! –grité al instante. ¿Pero cómo lo dirá el olivo si no puede
hablar? –terminé preguntando.
El olivo cogió el cántaro de aceite que llevaba como presente celestial,
y destapado su tapón de jalea real, vertió su contenido hasta donde su impulso
fue capaz de alcanzar. El verde oliva manchó el campo blanco y surgieron
horizontes surcados por ríos de aceite, y desgajando una rama de su vuelo, el
olivo plantó un esqueje en una nube, con siete hojas de plumero, y a la vista
de ángeles y cielo, la rama se convirtió en árbol, y este fue su mérito.
Los ángeles lo dieron por bueno.
--Puedes pasar –dijeron. Y un camino apareció entre nubes que el olivo
recorrió, para encontrar en su mismo final, un trono celestial, digno de un
Dios o, por lo menos, similar.
Un niño apareció. Uno muy normal. De aspecto usual, os digo. Y el olivo
se percató que ya aceite no llevaba, el regalo se esfumó. Así que, por no poder
hablar, estiró sus ramas hasta que rallaron el cielo, tronchando el tronco
hasta partirse los huesos, quedando retorcido y amargo, como el aceite bueno,
el que mancha el cielo de la boca y se graba en el paladar, allí donde termina
el pescuezo.
Y ese es el motivo de que los olivos retuerzan el tronco y arañen los cielos
–terminó mi padre el cuento.
Y yo, cada vez que lo recuerdo, añoro el campo y recuerdo el viento. La
noche estrellada, la mano estrechada, la piel de mi madre, el principio del
cuento. La luz apagada y el susurro del cielo.