Jugar a las tarjetas con mis hijas se está convirtiendo más
que en una diversión, en un experimento sociológico sobre brecha generacional e
influencia cultural de los dispositivos electrónicos. El juego está bien, es
entretenido. Pero lo fastuoso no es eso. Lo que lo hará inolvidable y digno de
recordar en mi lecho de muerte son las respuestas de mi hija mayor (con cariño,
cielo). Sin duda, cuando esté dando los últimos estertores con un tubo en la
boca y decenas de sensores sobre mi piel y me esté meando de risa es que habré
llegado, en el vertiginoso paso de mi vida ante mis ojos, a las respuestas de
mi hija. Y seguramente estaré dándole a la moviola.
Escena primera.
La compañera de juego en el turno de la mímica —su madre—,
adopta con las manos una postura de triángulo sobre la cabeza.
Respuesta de mi hija: HOLOCÓPTERO.
Yo me moría. No es que haya confundido la palabra con
helicóptero. Que no tenía que ver con lo representado por su madre, es una
palabra genuina fruto de…; no sé de qué es fruto. A mí me ha parecido
brillante. Un palabro muy bonito, cariño.
Escena segunda.
En esta, mi hija mayor trata de definir la palabra de la
tarjeta para que la adivine su compañera, madre en coincidencia.
Palabra: Ku Klux Klán
Definición: Es algo de la cocina.
Me he desgarrado el estómago. Ahora se me caerán los
alimentos.
Escena tercera.
Misma explicación.
Palabra: La Gioconda
Definición: Yo creo que es una serpiente.
Han venido los de urgencias.
Me iré al otro mundo con una gran sonrisa en la boca.
Gracias, princesa.
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