martes, 22 de diciembre de 2020

Cuento de Navidad

Tener una buena conversación exige mostrar nuestra vulnerabilidad y, en ese honesto intercambio, tener permiso de acceso a la contraria. Las circunstancias que lo permiten pueden ser variadas y esta es solo una de ellas.
Corría la navidad del 2056 y de nuevo se acercaba la fecha de año nuevo, lo que significaba recoger el legado de mi padre para esas fechas. Cuando era adolescente y compartía cuarto con mi hermana, adolescente también, pasamos una navidad con mis padres en “petit comité” y al viejo se le ocurrieron algunas de esas ideas que solo se le ocurrían a él. Nos gustó. Y tanto mi hermana como yo hemos mantenido esa tradición a lo largo de los años en nuestra propia familia. La noche de año nuevo cada miembro de la familia está obligado a dos cosas. La primera es preparar uno de los platos de la cena. La segunda es que después de cenar, cada uno debe dar las gracias a los demás por el año transcurrido.
En la cocina, Adrián se esfuerza en limpiar fresas subido a un taburete. Sus ocho años de vida alcanzan para mucho pero aun no llega al fregadero. En la mesa de la cocina tiene un bol con chocolate troceado. Prepara el postre.
—Mamá.
—Dime cariño.
—¿Has pensado ya lo que vas a decir? La voz de Adrián refleja inseguridad y a su madre no le pasa desapercibido. Eso hace que recuerde la primera vez que ella estuvo en la misma situación y una profunda comprensión la invade. También tenía dudas.
—¿Por qué, tú ya lo tienes pensado?
—No sé.
Adrián coge otra fresa, le quita el tallo sin habilidad alguna y la pone en el plato de las lavadas. Se da cuenta de su error y la vuelve a coger para ponerla debajo del grifo que está demasiado abierto lo que hace que cada vez que lava una fresa se ponga empapado por las salpicaduras.
—¿Tú qué vas a decir? —pregunta Adrián.
—No te lo digo que te copias.
Adrián coge la última fresa intentando esconder su azoramiento. Su madre le ha pillado, como siempre. Eso hace que recuerde el mantra —aunque su cerebro no recoge esa palabra— repetido una y mil veces por ella: las madres lo sabemos todo.
—Es que me da vergüenza.
—Sí. Eso es lo difícil. Si fuera fácil no sería divertido. Es como cuando juegas al fortnite, te diviertes porque es difícil. Es como un reto.
—Pero es que no se me ocurre nada.
—Normal. Tu padre y yo somos perfectos. Jamás nos equivocamos y cuando te regañamos siempre llevamos la razón. Además sabemos perfectamente lo que pasa por tu cabeza en todo momento, lo que necesitas, lo que quieres. Todo. No haría falta ni que vivieras. Ya lo hacemos nosotros por ti. No te preocupes, no tienes que decir nada. Quizás el año que viene. Cuando seas mayor.
Adrián baja del taburete con el cuenco de fresas lavadas entre las manos. Se siente más ligero al estar indultado pero no le ha gustado que le digan que no es mayor. Él ya es mayor. Tampoco le ha gustado que le dijeran que daba igual que viviera o no. Eso lo ha puesto muy triste.
Después de la cena, sus padres hablan agradeciéndose mutuamente las cosas que uno ha hecho por el otro. También le han dado las gracias a él y ha llorado cuando su mamá le ha dicho que le daba las gracias por enseñarle tantas cosas de ella misma. Que nunca hubiera pensado que tener un hijo encerraba tantas lecciones que aprender. Que la había hecho mejor y que por eso le daba las gracias. A punto de recoger la mesa. Adrián habla.
—Yo también quiero dar las gracias.
Nadie se mueve de la mesa invitando a Adrián a hablar. Su madre abre los ojos ante la expectativa.
—Yo quiero dar las gracias porque sois mis padres. Y que a pesar de lo mal que me porto cuando no hago caso, me seguís queriendo. También quiero dar las gracias porque habláis conmigo incluso cuando estamos enfadados. Porque no me dejáis solo porque yo me moriría si me dejáis solo. Y quiero darle las gracias sobre todo a mamá porque me hace trampas, pero son trampas buenas que me enseñan cosas.
—¿Como hoy?
—Ya soy mayor.
—No tengas prisa, amor mío. No tengas prisa.
No se me ocurre mejor forma de terminar el año. Gracias, papá.

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