—¿Quién se ha comido al perro?
Mi pregunta flotó en el aire sin oído en el que caer. Las tres, con sus auriculares puestos, miraban sus dispositivos completamente absortas. Acababa de llegar de intentar conseguir algo para comer. Tres días en la calle pidiendo favores, de sitio en sitio hasta acabar en las afueras de la ciudad, un agricultor me vendió a precio de oro unos nabos, dos patatas y unas raíces de algo cuyo nombre he olvidado pero que por lo visto guisaba bien.
Al llegar me encontré la piel del perro en el tendedero. Era un buen perro. Ya habíamos hablado de lo costoso que era mantenerlo, de que comía demasiado. Y es que era un perro grande. Siempre fue un buen perro, aunque la verdad es que las relaciones empezaron a enrarecerse cuando empezamos a comernos su comida. Desde entonces ya nada fue igual. Pero ladraba cuando alguien recorría el rellano y eso nos servía de alerta. No es que tuviéramos miedo de nadie en especial. En general, les teníamos miedo a todos por igual. Se contaban cosas espantosas que procurábamos disimular entre nosotros para no liquidar el renuente valor que aún conservábamos. De todas maneras, hacía tiempo —dos años ya—que había decidido salir yo solo a por comida. Ellas se quedaban en casa.
— ¡Que quién se ha comido al perro! —insistí mientras le quitaba los auriculares a Hortensia. Le pusimos Hortensia por su abuela materna.
— Hola papá.
— Hola.
— Ya has vuelto! ¿Has encontrado algo para comer?
— Sí, poco.
— ¡Mamá, Nelinda, papá ha traído comida! —sus gritos hicieron volver las cabezas con una expresión ávida, quizás un poco alegre también. O eso quise pensar.
— ¿Qué has traído, qué has traído? —repitió Nelinda mientras intentaba arrebatarme la bolsa de tela que aún sujetaba. Le pusimos Nelinda porque nos dio la gana.
— ¡Que quién coño se ha comido al perro! —grité enfadado.
— ¿Has sido tú? —Pancracia me miró muy seriamente. Era una advertencia. Como echarse mano al revolver.
— ¿Yo? ¡Pero si acabo de llegar!
— Pues entonces hemos sido nosotras. Lince —continuó explicando Pancracia suavizando el tono.
— ¡Pero Pancracia!
— ¡Ni Pancracia ni hostias! Llevas tres días fuera, se te acabó el móvil en el primero y tu último mensaje no fue muy esperanzador. Teníamos hambre y el menú no daba para elegir. Fue perro al aceite de oliva virgen con aroma de cilantro y tomillo.
Se me nubló la vista.
–¿Me habéis dejado algo? —pregunté en voz muy bajita.
—En el horno.
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El otro
El otro me enseña de mi. En realidad no veo al otro. Me veo en el otro.
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