No le resultó difícil realizar los cálculos, Rubén
siempre fue bueno en matemáticas. Claro que también lo era en filosofía, y en
biología, y en…, la lista podría ser interminable. Era un chico despierto.
Desde muy pequeño su mente había destacado por él, muy a su pesar ya que su
carácter tímido se veía apabullado por elogios nunca buscados. Siempre
merecidos.
El resultado fue inequívoco: 2059.
No obstante, repasó los cálculos.
Cuando estuvo seguro cerró la libreta, repleta de
números y fórmulas, y la agarró con las dos manos sobre la mesa en que estaba
trabajando. Inconscientemente empezó a retorcer la libreta como si tuviera un
cuello que retorcer, como si el concreto resultado que instantes antes había
calculado pudiera ser matado y con ello, suprimida la verdad que encerraba.
Se obligó a no llorar.
Eso abrió un recuerdo automático en su cabeza.
Lo que tienes es un don, Rubén. Un regalo. Tu deber es
agradecerlo.
¿Pero cómo, D. Filipo?
Lo sabrás en su momento. Lo difícil no es saber lo que
uno debe hacer. Eso ya lo tenemos todos escrito en nuestro interior. Lo
complicado, casi siempre, es tener valor para hacerlo. Tu capacidad desborda
todos los test que te hemos hecho. Eres condenadamente listo, pero eso conlleva
una responsabilidad condenadamente grande.
Pero yo…—Rubén se echa a llorar. Tiene siete años recién
cumplidos.
Lo sé, es una putada. No pretendo asustarte, pero
tampoco engañarte. Tranquilízate.
Rubén absorbe mocos a la vez que intenta tragar la
inmensidad de lo que su profesor especial le cuenta. No lo consigue del todo.
Ni lo uno, ni lo otro, por eso, cuando intenta respirar se le escapa un enorme
moco que se escurre por la barbilla. Filipo, psicólogo infantil especializado
en niños de altas capacidades, le tiende un pañuelo de tela. Rubén lo usa y hace
ademán de devolverlo a su dueño.
Quédatelo. Tus mocos también son extraordinarios.
Rubén sonríe.
Mejor. No te agobies. No estoy diciéndote que el mundo
exigirá machadas imposibles de ti. Puedes pasar, si lo deseas, desapercibido
para el mundo. No, Rubén. El mundo no es el problema.
Pero… ¿cómo puedo agradecer este don entonces
D.Filipo?
Devolviéndolo en la medida en que te fue dado, Rubén.
Todo tenía sentido.
Empezó a hacer las maletas guardando en primer lugar
la libreta con sus cálculos y el resultado fatídico.
Años después, Rubén para en un local de carretera. Las
luces de neón que brillan en tonos rojos y amarillos en la fachada del local,
no dejan lugar a dudas del tipo de local que es.
Son cinco mil, guapo. Siete mil si nos subes a dos a
la habitación.
Rubén no puede evitar pensar en las ofertas que suele
ver en el supermercado.
Se decide por la oferta. No puede perder el tiempo.
Mientras Rubén sube por las escaleras del prostíbulo,
la maleta con la libreta queda en el maletero de su vehículo en el
aparcamiento. Ahora hay muchas más libretas. Algunas tienen números, pero otras
muchas poseen largas fórmulas de carbonos e hidrógenos. Otras, primorosos
dibujos de plantas, de animales. Casi siempre simios. Todo guardado en una
maleta repleta de adhesivos de todo el mundo.
Rubén insiste en rechazar el condón que le ofrecen aun
cuando la oferta desaparece y acepta pagar un suplemento. Cuando se corre la
segunda vez se queda dormido encima de la puta, exhausto. En su sueño se le
aparecen cientos de caras que le persiguen mientras una serpiente de colores de
arco iris le sale por la boca con su corazón entre las fauces.
Es otoño. Un último otoño. Los álamos del cementerio
amarillean alfombrando tumbas y pintando el cielo. Rubén es apenas un cadáver
encima de la fosa donde hace ya muchos años descansa D. Filipo. La enfermedad
que le corroe por dentro le impide discernir si la conversación es real o solo
fruto de su imaginación.
¿Ya estás aquí, Rubén?
Sí, D. Filipo.
¿Cómo te fue al final?
Jodido, creo.
¿Qué pasó?
Descubrí lo que tenía que hacer.
¿Y lo hiciste?
Sí. Lo he hecho. La verdad es que aún se está
haciendo.
Y dime, Rubén ¿fue grande?
Muy grande. Una putada. Como usted dijo.
Qué pasó?
Descubrí que la tierra colapsaría por exceso de
población. No podría sostener a una humanidad creciendo en progresión
geométrica y con una esperanza de vida cada vez mayor. Fue un cálculo sencillo.
Descubrí que no hay tierra para todos para siempre.
Eso es muy grande.
Sí.
¿Y?
La única solución posible es disminuir la población.
Pensé en desarrollar enfermedades que provocaran esterilidad, pero eso suponía
una agonía para los que quedaran, pensé en control político de natalidad, pero
estaba fuera de mi alcance, pensé en mil y una cosas, pero al final solo
encontré una solución. Una que haría que la procreación fuera temible. Un virus
mortal transmitido por vía sexual. Me lo inoculé y he pasado estos años
propagándolo.
¿Has matado a la humanidad?
No a toda. La estadística dice que, si no dan con una
vacuna, los afectados bastarán para el control de población. El miedo hará el
resto. Creo que lo he hecho bien.
¿Has salvado a la humanidad, entonces?
Sí. Eso creo.
Eso también es muy grande. Gracias, Rubén.
Rubén se echó a llorar
La verdad se empieza a entender cuando comprendemos que este mundo es efecto y no causa. El tiempo solo tiene sentido en un mundo donde las cosas cambian o terminan, pero si no existe el tiempo, entonces tampoco existe el mundo donde tiene sentido: este mundo.
3
viernes, 28 de agosto de 2020
El regalo
sábado, 22 de agosto de 2020
La decisión de Clara
Querida Annetta:
Espero que estés bien al recibo de la presente y que la pulmonía de tu madre por fin haya remitido. Rezo todos los días por ella, por favor, házselo saber. Lamento no tener por mi parte buenas noticias. Doy, sin embargo, gracias a Dios por tener una persona con quien compartir los sinsabores que te da la vida. No tengo dudas que todo sería más amargo sin tus oídos que me escuchan y tus palabras que me consuelan.
Finalmente ha sucedido. La nueva esposa de mi primo, esa arpía venida a más que hasta no hace mucho me llamaba amiga y compartíamos cuarto, amante y desgracias tiene la culpa de todo. Sé que tiene miedo al deseo de mi primo por mí y, ahora que se ha quedado embarazada, piensa que cuando se convierta en una vaca gorda y fofa, mi primo volverá sus ojos hacia mí de nuevo. También rezo porque eso suceda.
Por favor, escríbeme pronto a la dirección de mi madre. Sin el trabajo en casa de mi primo he de volver con ella si quiero subsistir.
Afectuosa, Clara.
…
Querida Annetta:
Sentí mucho la muerte de tu madre. Pero estoy segura que ahora descansa junto a Dios Padre y es más feliz que en este valle de lágrimas que nos ha tocado vivir. Sé que no te va a gustar pero mantengo correspondencia con mi primo. Sí, ya sé que es pecado haber tenido relaciones carnales con él pero, sin embargo, yo creo que Dios de alguna manera lo aprueba, si no ¿por qué me siento tan atraída por él? Creo que si Dios reprobara nuestra relación me habría quitado el deseo hacia su persona. ¿No te parece?
Por favor, no me pidas de nuevo que lo olvide.
Siempre tuya, Clara.
…
Querida Annetta:
Estoy feliz de saber que estás prometida con Hugo, y por supuesto que, si puedo, asistiré a tu boda. No me la perdería por nada.
Se ve que la felicidad se contagia. Yo también tengo muy buenas noticias. Sí. Seguro que ya lo has adivinado. Mi primo me ha pedido que vuelva. Su mujer ha enfermado y no hay perspectivas de que mejore. Se siente solo y sus cartas son más tiernas que nunca. No sé qué hacer y necesito tu consejo. Por una parte creo que debería resistirme y permitir que la distancia nos siga separando. Pero por otro lado, yo no he conseguido olvidar nuestra relación y deseo, más que cualquier cosa en este mundo, estar a su lado.
En espera de tus siempre sabios consejos,
Te quiere, Clara
…
Querida Annetta:
Sé que al recibo de la presente estarás a punto de dar a luz a tu segundo hijo. Deseo que sea varón y que nazca rosado y saludable. Por favor, dale un abrazo a Hugo de mi parte.
Soy feliz, Annetta. Por fin ha sucedido. Mi primo y yo nos hemos casado. Ha sido una ceremonia sin público ni celebración, por eso no has recibido invitación de boda pero yo estoy viviendo la época más dichosa de mi vida. Sé que te alegrarás por mí aunque nunca hayas aprobado nuestra relación. Estoy convencida de que hago bien. Algo me dice que es lo correcto y que mi vida, por fin, adquiere su verdadero propósito.
Mi primo ha decidido cambiarse el apellido. Yo creo que es para disimular y que nadie nos pueda relacionar. A mí me da igual.
Estoy deseando darle un hijo.
Siempre tuya, Clara Hitler.
viernes, 14 de agosto de 2020
La fiesta
Me levanté
temprano para recoger. Mis padres llegarían por la tarde, así que tenía tiempo
de sobra para dejar la casa presentable y de esa manera no perder la confianza
que, unas veces por unas cosas y otras por otra, estaba siempre pendiente de un
hilo. Me esmeraría. Así que había que organizarse. Empezaría por el salón,
después la cocina y dejaría los dormitorios en último lugar.
Eché una
ojeada al salón. Una gran mancha sobre la alfombra me hizo torcer el gesto,
esto no empezaba bien. Me agaché y toqué con el dedo, después me lo acerqué a
la nariz. No me quedó claro, así que me chupé el dedo. Estaba bueno. Era algo
dulce que me recordó vagamente al jarabe de fresa que tomaba de pequeño cuando
enfermaba. Recuerdo que estaba tan bueno que una vez cogí el frasco de lo alto
del frigorífico y me bebí la mitad de un trago. Después le eché agua del grifo.
Me preocupé un poco por si me moría, pero se me pasó enseguida. De pequeño era
un inconsciente. La mancha podía ser de grosella, así que eché un poco de quitamanchas
y lo dejé haciendo espuma. Grosella, seguro que era cosa de la loca esa que
había traído Mauricio, cómo se llamaba…, era algo como triste, no me acuerdo.
Me da por culo no acordarme, joder. Sí, hombre, esa de la trenza…!Soledad! Eso
es. Y la tomaba con vodka, ya me acuerdo. Por cierto, lo que no recuerdo es
quien trajo el vodka. —No me jodas—. Me acerco al mueble donde, en una vitrina
cerrada con llave, guarda mi viejo las bebidas. Pego la nariz a la vitrina y
veo una solitaria botella. Grito. Cabrones sinvergüenzas, mira que lo dije,
aquí ni acercarse, lo dije, esto ha sido cosa de Pablo, si es que se pone a
beber y no controla. Ahora verás, será cerdo, dónde está el teléfono…
— ¿Sí,
quién es? —contesta Pablo después de un rato.
—Soy yo. ¿Tú
te has bebido lo de mi padre?
— ¡Ah, tío!
¡Qué fiesta más cojonuda ayer!
—Que si te
has bebido la priva de mi viejo, te digo.
No se oye
nada al otro lado de la línea.
—¡Pablo!
—Pues no me
acuerdo.
— ¿Que no
te ac... —empieza a decir con la voz en un tono cada vez más intenso.
—No grites,
tío. Tengo la cabeza que se me va del cuerpo, por favor. Tranquilo. A ver, ¿qué
ha pasado?
—Pues que
os habéis bebido el bar de mi padre y a ver qué hago yo ahora. Vienen para la
tarde, así que si queréis otra fiesta, más vale que me digas qué hacemos.
—Qué
marrón.
—El que yo
tengo, quieres decir ¿no?
—Mira, no
te preocupes. Vamos a hacer esto. Tú dime qué tenía tu padre en el bar y yo
llamo a los demás y les digo que cojan de sus casas algo cada uno. Te las
llevamos antes de que llegue tu viejo y las metemos en el bar. Venga, ¿qué
tenía?
—Joder
pues…vodka…, no sé.
—Coño, pues
busca las botellas. Estarán tiradas por ahí. ¡Pero si las encuentras no las
tires!, así las podemos rellenar con lo que sea.
Parecía un
buen plan.
—Vale, voy
a buscarlas. Tú llama a los demás y nos vemos en un rato aquí.
…
David, tu
padre te llama. Baja.
Un sudor
frío me recorre el cuerpo mientras bajo las escaleras hacia el salón. Pienso en
el bar, por supuesto. El resto de la casa ha quedado más que aceptable, incluso
la alfombra. La mancha salió perfectamente y, por si las moscas, la giré para
que la zona limpiada estuviera donde empezaban las cortinas. Así se veía menos.
Encontré botellas por todas partes, pero no sabía exactamente cuáles estaban en
el bar y cuáles no. Así que tuve que tomar decisiones. Veríamos.
— ¿Me
llamabas, viejo?
—Sí, David.
A ver, dime qué es esto.
—Una
botella.
— ¡Oh,
excelente! Tu madre y yo estamos tan satisfechos de la educación que te hemos
dado que lloramos de emoción cuando vemos los frutos recogidos. ¡Una botella!
Míralo, lo ha dicho él solito. ¡Sandra! —Grita el padre mientras sigue
sujetando la botella con la mano— ¡tráete la video que esto tenemos que
inmortalizarlo!
—Para ya,
papá. Es una botella de whiskey.
—Mejor. Y
dime David. ¿De qué color es el whiskey?
—Bueno,
pues…, no sé. ¿No depende eso de lo bueno o malo que sea? —contesta David
dubitativo.
—¡Ajá!
—Exclama el padre—puede ser, puede ser. Y dime, David, este whiskey de color
verde, tú qué dirías ¿Que es bueno, o que es malo? —pregunta el padre mostrando
un vaso de whiskey con un líquido verde chillón capaz de verse en la oscuridad.
—Eso es que
se te ha echado a perder por el calor, papá. Deberías tener un bar climatizado
y eso no te pasaría.
—Claro,
claro. No entiendo cómo no se me había ocurrido a mí. El calor ha convertido el
whiskey en menta. Verás, lo que vas a hacer es llamar a tu tía Manuela.
—¿A la
monja? Para qué.
—Pues
porque esto es un milagro, por eso. Hay que llamar a la tía y al Papa de Roma. Hay
que llamar a todo el mundo. Es un caso extraordinario, verás tú la cantidad de
entrevistas que te van a hacer cuando sepan tu teoría. Whiskey en menta.
—Joder.
—No. Eso es
infinitivo. Tendrás tiempo de repasarlo, no te preocupes. Cuando llegues al
participio. Entonces entenderás exactamente tu situación.
Lo que yo
decía. Cuando no es por una cosa, es por la otra.
domingo, 9 de agosto de 2020
El reencuentro
La voz del investigador acompañó el gesto que hizo al subrayar en su libreta el nombre de mi madre biológica. Habían sido nueves meses de búsqueda. Justo la vida que habíamos tenido esa desconocida y yo en común.
—Vive en Pensacola —dijo mi detective continuando con el informe—, no tiene hijos y ahora lleva unos tres años sola. Su marido le dejó al morir el piso y una pensión. Nada de lujos, lo justo para ir tirando. Tiene un dálmata al que llama “zapato” y un Volkswagen escarabajo de los noventa, verde.
—¿Es feliz? —pregunté sin saber muy bien la razón.
—¿Quién lo es? —Me contestó Ernie con profunda convicción.
Le pagué lo acordado. Había hecho bien su trabajo. A cambio, Ernie me escribió una dirección sobre un papel en sucio que cogió de su escritorio y me preguntó si quería beber algo.
—¿Es temprano para un whisky?
—Yo todavía no me he acostado —dijo cogiendo dos vasos y sirviendo de una botella que sacó de uno de los cajones de su escritorio. Apuró su vaso de un trago y volvió a llenarlo. Después me soltó.
—El pasado está para enterrarlo. Las segundas oportunidades solo existen en las películas.
—No pienso pagarte el consejo.
—Es gratis. Como el whisky.
Días después cogí un tren a Pensacola. Había un bar en la calle de la dirección del papel en sucio y entré a aclarar mis ideas. O quizás solo buscaba un escondite. Me senté en una mesa desde donde podía ver la calle y pedí un desayuno a base de huevos y tortitas. Me quedé mirando la calle con la esperanza de ver a una mujer con un dálmata pero no ocurrió. Terminé de comer y pedí un café para no irme. Después del café no encontré más excusas. Salí a la calle y me dirigí a la dirección que me había costado la paga de dos meses. Pulsé el botón del interfono y escuché cómo alguien lo descolgaba. Me quedé esperando que la voz de mi madre me dirigiera la palabra por primera vez en mi vida. Solo sonó el pitido de la apertura eléctrica de la entrada. La empujé y entré en el portal. Subí las escaleras y me enfrenté a la puerta. Pulsé el timbre y la puerta se abrió. Era Ernie.
—¿Pero qué coño…?
—Pasa. Tu madre ha salido a pasear al perro. No tardará en volver.
Yo me quedé en el sitio sin moverme. No entendía lo que estaba pasando.
—Lo sé —me dijo Ernie por toda explicación.
—¿Qué sabes? —pregunté alzando la voz.
—Sé cómo te sientes.
—¿Pero qué haces tú aquí?
—Soy tu padre —me soltó.
—¿Pero no me dijiste que había muerto?
—Jamás.
—Que sí, coño. El escarabajo, el piso. Hace tres años.
—Ese no era yo. Ese era el tipo por el que tu madre me abandonó cuando se quedó preñada. Yo estoy vivo.
—¡Pero si tú eres detective! —improvisé como explicación.
—Ser tu padre es compatible con ser detective —me contestó Ernie.
—Pero si yo te busqué para que encontraras a mi madre ¿Cómo va ser posible que buscara a mi padre, precisamente?
—Tranquilízate —me contestó.—Tu madre y yo nunca perdimos el contacto. Soy una persona tolerante. Cuando me dejó yo respiré profundamente y lo acepté. Solo le pedí una cosa, que me dejara cuidar de ti. Lo hice a distancia, sin que te dieras cuenta. Lo demás fue simple. Cuando preguntaste por un detective para el trabajo, yo me enteré como me he enterado de todo lo que te ha ido sucediendo. No fue difícil encargar a un amigo de un amigo que te aconsejara mi nombre. Por eso apareciste en mi apartamento. Solo tuve que poner un cartel de detective.
Una llave abrió la puerta y un dálmata entró corriendo. Al verme se paró a olisquearme los pantalones. Después apareció ella.
—Hola, hijo. Hola, Ernie.
Mi madre debería tener unos cincuenta años. Vestía deportivos y ropa holgada. Estaba delgada y eso le hacía parecer joven aún. Tenía una sonrisa embaucadora.
—¿Se lo has dicho? —preguntó a Ernie.
—En ello estaba, preciosa.
La tarde fue larga. De repente me encontré imbuido en tres historias diferentes. Yo solo había venido a hablar de la mía, pero me fui dando cuenta que la mía no era la única historia que existía en el mundo de las pequeñas historias de cada uno. Mi madre me contó la historia de una joven a la que su embarazo le vino demasiado pronto y solo encontró el alivio de la huida. Ernie me contó la suya, la de un hombre enamorado que optó por amar de la única forma que le dejaron y, de esa manera, la mía se diluyó como un azucarillo. No porque importara menos, sino porque importaba igual.
—Al menos me devolverás el dinero.
—Hijo. Cuando le conté a tu madre que estabas buscándola me dijo que nunca había dejado de amarme. Por eso estoy aquí. Yo jamás dejé de quererla. Ahora tengo gastos. La mudanza, el perro, y el escarabajo necesita un motor nuevo. Hazte cargo.
—Me acabo de acordar de lo que me dijiste sobre el pasado.
—Ya.
—Tus consejos gratis son una mierda. Que lo sepas.
—Por eso no los cobro.
viernes, 7 de agosto de 2020
Cuando aprendí a rezar
¿Sabéis? Hay una zona llamada “deep corn” a tres días del cabo de Buena Esperanza donde desde Septiembre a Noviembre, se acumulan los bancos de varias especies de peces distintas. Los más grandes que jamás he visto.
El mar es peligroso. Hay pueblos costeros que cuentan su historia encadenando muertes.
—El peor invierno fue cuando murió Tom Hagen. Aún andan buscando a su hijo. Hizo tanto frío que había que romper el hielo de la bahía para que los barcos salieran. Al año siguiente desapareció “Whale Sea” con toda su tripulación. Aparecieron todos, gracias a Dios. A estos pudimos enterrarlos. No como a los demás.
Salir a faenar se convirtió en mi obligado paso de la niñez a adulto. Sin pasar por en medio. De jugar al fútbol a rezar por las mañanas, las jornadas de pesca, para que la Virgen te diera un día más. La vida había dejado de ser eterna para convertirse en efímera. Y eso, o lo digerías o te mataba.
Por ello íbamos a rezar todos juntos de madrugada, antes de embarcar, cuando aún la noche hacía esperar a la mañana, poniendo un muro de negrura que acompañaba nuestras letanías, un poco queriendo empujar fuera de nuestras vidas a ese día inevitable. Entrábamos con la gorra en la mano aún con las legañas del sueño, rezábamos y al final la costumbre de tocar el manto de la Virgen de los Desvelos. Nos poníamos en orden: el último el zagal, el primero el más viejo. Y todos íbamos pasando en procesión, igual que hormigas desfilando a su hormiguero.
Ese abrazo de la Virgen te envolvía como si fuera el mundo entero. Salías a la mar recordando que nada podía pasar, y si pasaba sabías que podría haber sido peor, y si lo era pues no había sido mortal. Y aún si llegaba el final, ya no importaba. Porque no importaba el final si ya no quedaba nadie que pudiera contar que a él, lo acontecido no le podía pasar.
Fue un día fatal. Primero ocurrió el fuego donde la iglesia, junto al cementerio. Solo pudimos salvar las piedras, la campana de avisar y al cura, que no se quería morir —decía—como mueren los que van al infierno. Lo apagamos con agua de mar, a primeros de septiembre. No quedó Virgen a la que rezar, así que lo hicimos en nuestros camarotes solos, sin fila donde desfilar ni manto que besar. Como hormigas sin hormiguero.
A mí tampoco me pudieron enterrar bajo una cruz señalando un sitio en la tierra donde enfocar una mirada, poner tres flores el día de Santos y que alguien pueda llorar, de vez en cuando. El barco se hundió en lo profundo de lo más hondo, allí donde la luz no llega, donde se ahogan los gritos, de donde nadie regresa. Solo encontraron dos remos de la chalupa de popa, un zapato con la suela de corcho y un vacío inmenso donde debería haber un barco.
Así fue cómo me quedé sin sitio aunque tengo un lugar. Cuando podáis ir al mar, rezad algo si sabéis rezar, que seguro lo oigo desde el fondo, colocado en la fila de los hombres perdidos que siempre son los últimos en llegar. Y si no rezáis, al menos no dejéis de mirar ese instante donde la luz del día gana, venciendo a las tinieblas de la noche para que salgan los barcos a pescar.
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El otro
El otro me enseña de mi. En realidad no veo al otro. Me veo en el otro.
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