domingo, 9 de agosto de 2020

El reencuentro

—Se llama Leonor.
La voz del investigador acompañó el gesto que hizo al subrayar en su libreta el nombre de mi madre biológica. Habían sido nueves meses de búsqueda. Justo la vida que habíamos tenido esa desconocida y yo en común.
—Vive en Pensacola —dijo mi detective continuando con el informe—, no tiene hijos y ahora lleva unos tres años sola. Su marido le dejó al morir el piso y una pensión. Nada de lujos, lo justo para ir tirando. Tiene un dálmata al que llama “zapato” y un Volkswagen escarabajo de los noventa, verde.
—¿Es feliz? —pregunté sin saber muy bien la razón.
—¿Quién lo es? —Me contestó Ernie con profunda convicción.
Le pagué lo acordado. Había hecho bien su trabajo. A cambio, Ernie me escribió una dirección sobre un papel en sucio que cogió de su escritorio y me preguntó si quería beber algo.
—¿Es temprano para un whisky?
—Yo todavía no me he acostado —dijo cogiendo dos vasos y sirviendo de una botella que sacó de uno de los cajones de su escritorio. Apuró su vaso de un trago y volvió a llenarlo. Después me soltó.
—El pasado está para enterrarlo. Las segundas oportunidades solo existen en las películas.
—No pienso pagarte el consejo.
—Es gratis. Como el whisky.
Días después cogí un tren a Pensacola. Había un bar en la calle de la dirección del papel en sucio y entré a aclarar mis ideas. O quizás solo buscaba un escondite. Me senté en una mesa desde donde podía ver la calle y pedí un desayuno a base de huevos y tortitas. Me quedé mirando la calle con la esperanza de ver a una mujer con un dálmata pero no ocurrió. Terminé de comer y pedí un café para no irme. Después del café no encontré más excusas. Salí a la calle y me dirigí a la dirección que me había costado la paga de dos meses. Pulsé el botón del interfono y escuché cómo alguien lo descolgaba. Me quedé esperando que la voz de mi madre me dirigiera la palabra por primera vez en mi vida. Solo sonó el pitido de la apertura eléctrica de la entrada. La empujé y entré en el portal. Subí las escaleras y me enfrenté a la puerta. Pulsé el timbre y la puerta se abrió. Era Ernie.
—¿Pero qué coño…?
—Pasa. Tu madre ha salido a pasear al perro. No tardará en volver.
Yo me quedé en el sitio sin moverme. No entendía lo que estaba pasando.
—Lo sé —me dijo Ernie por toda explicación.
—¿Qué sabes? —pregunté alzando la voz.
—Sé cómo te sientes.
—¿Pero qué haces tú aquí?
—Soy tu padre —me soltó.
—¿Pero no me dijiste que había muerto?
—Jamás.
—Que sí, coño. El escarabajo, el piso. Hace tres años.
—Ese no era yo. Ese era el tipo por el que tu madre me abandonó cuando se quedó preñada. Yo estoy vivo.
—¡Pero si tú eres detective! —improvisé como explicación.
—Ser tu padre es compatible con ser detective —me contestó Ernie.
—Pero si yo te busqué para que encontraras a mi madre ¿Cómo va ser posible que buscara a mi padre, precisamente?
—Tranquilízate —me contestó.—Tu madre y yo nunca perdimos el contacto. Soy una persona tolerante. Cuando me dejó yo respiré profundamente y lo acepté. Solo le pedí una cosa, que me dejara cuidar de ti. Lo hice a distancia, sin que te dieras cuenta. Lo demás fue simple. Cuando preguntaste por un detective para el trabajo, yo me enteré como me he enterado de todo lo que te ha ido sucediendo. No fue difícil encargar a un amigo de un amigo que te aconsejara mi nombre. Por eso apareciste en mi apartamento. Solo tuve que poner un cartel de detective.
Una llave abrió la puerta y un dálmata entró corriendo. Al verme se paró a olisquearme los pantalones. Después apareció ella.
—Hola, hijo. Hola, Ernie.
Mi madre debería tener unos cincuenta años. Vestía deportivos y ropa holgada. Estaba delgada y eso le hacía parecer joven aún. Tenía una sonrisa embaucadora.
—¿Se lo has dicho? —preguntó a Ernie.
—En ello estaba, preciosa.
La tarde fue larga. De repente me encontré imbuido en tres historias diferentes. Yo solo había venido a hablar de la mía, pero me fui dando cuenta que la mía no era la única historia que existía en el mundo de las pequeñas historias de cada uno. Mi madre me contó la historia de una joven a la que su embarazo le vino demasiado pronto y solo encontró el alivio de la huida. Ernie me contó la suya, la de un hombre enamorado que optó por amar de la única forma que le dejaron y, de esa manera, la mía se diluyó como un azucarillo. No porque importara menos, sino porque importaba igual.
—Al menos me devolverás el dinero.
—Hijo. Cuando le conté a tu madre que estabas buscándola me dijo que nunca había dejado de amarme. Por eso estoy aquí. Yo jamás dejé de quererla. Ahora tengo gastos. La mudanza, el perro, y el escarabajo necesita un motor nuevo. Hazte cargo.
—Me acabo de acordar de lo que me dijiste sobre el pasado.
—Ya.
—Tus consejos gratis son una mierda. Que lo sepas.
—Por eso no los cobro.

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