Un ceramista acabó una jarra por encargo. La jarra estaba ricamente ornamentada con filigrana de oro y dibujos de épica guerrera puesto que un Samurai era el cliente.
Al recogerla, el guerrero admiró su terminación y pagó la factura con satisfacción.
La jarra la regaló a su comandante, el más sabio de los guerreros que, tras una vida de servicio, abandonaba la carrera militar para ingresar en un monasterio Zen donde acabaría su vida en paz.
Al ver la jarra, la tomó en sus manos y apenas sin mirarla la llenó de aceite. El Samurai, al ver que ignoraba su acabado, le preguntó a quien más que su comandante consideraba su maestro, si no era de su agrado.
Como respuesta, el maestro vació de aceite la jarra y la llenó de vino.
El guerrero, aún más extrañado se postró a los pies del primero y pidió disculpas por su torpeza al haberle regalado un objeto que no era digno, pues interpretaba que la actitud del maestro mostraba su disgusto ante el presente recibido.
Ante esto, el maestro vació el vino y llenó la jarra de agua.
El guerrero sacó su daga y arrodillándose dejó su vientre al aire con intención de acabar con su vida. Se sentía humillado ante la persona más importante en su vida y no podía soportar vivir sabiendo que la había decepcionado.
Solo entonces, el maestro habló.
La jarra no es su forma. Lo que da valor a la jarra es su propósito pues naturaleza y propósito van unidos. Una jarra no es su forma, una jarra es su hueco. Al igual que un guerrero no es su armadura ni su espada, un guerrero es su intención de luchar.
El hueco de la jarra es lo que da propósito a esta, y lo que llena el hueco lo que le da sentido.
La jarra, en realidad, es el vacío que contiene.