Cuando octubre amanece Rogelio despierta nervioso y excitado. Su madre, que conoce el motivo, se siente feliz y va temprano a su habitación para bañarse en la ilusión de un niño de treinta años.
—¿Ya es la hora? —dice Rogelio sorprendiendo desde la oscuridad a la sombra que callada intentaba sorprenderlo —Buenos días mamá.
—¿Ya estás despierto hijo?
—Hoy empiezan los ensayos —dice en una sonrisa que acaba comiéndose la frase.
Rogelio se derrama fuera de la cama y una viva luz que no es eléctrica lo inunda todo. Su madre contempla como él no atina a vestirse y se pone los zapatos antes de quitarse el pantalón del pijama con un rostro embobado.
—Esta mañana me darán el tambor ¿sabes? —ella asiente como hizo cada hora del día anterior, y el de antes, y el otro…—ojalá me den uno nuevo, los nuevos suenan más fuerte ¿sabes?, es por la piel que aún no se ha destensado de tocarlo, me lo explicó el hermano mayor ¿sabes?—Rogelio intenta quitarse el pantalón y se hace un nudo con los zapatos.
En la iglesia un barullo desprende una tristeza que se propaga como una marea negra haciendo que el lunes santo se convierta en viernes de dolores. Rogelio apoya su mano en el tambor y acaricia su tensa piel. Don Tomás, el hermano mayor, se le acerca y se sienta a su lado.
—Es un buen tambor el que te ha tocado este año Rogelio.
—Sí. Suena muy fuerte.
—¿Sabes? Podemos hacer una cosa si quieres.
Rogelio rompe a llorar.
—¿Por qué no lo guardas en tu casa hasta el año que viene?
Rogelio vuelve la cabeza y una chispa en los ojos se le enciende.
—¿De verdad?
—Sí, Rogelio, de verdad.
Fuera de la iglesia sigue lloviendo.
a mi también me ha gustado.
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