jueves, 31 de diciembre de 2020

Diario de una cuarentena.

Jugar a las tarjetas con mis hijas se está convirtiendo más que en una diversión, en un experimento sociológico sobre brecha generacional e influencia cultural de los dispositivos electrónicos. El juego está bien, es entretenido. Pero lo fastuoso no es eso. Lo que lo hará inolvidable y digno de recordar en mi lecho de muerte son las respuestas de mi hija mayor (con cariño, cielo). Sin duda, cuando esté dando los últimos estertores con un tubo en la boca y decenas de sensores sobre mi piel y me esté meando de risa es que habré llegado, en el vertiginoso paso de mi vida ante mis ojos, a las respuestas de mi hija. Y seguramente estaré dándole a la moviola.

Escena primera.

La compañera de juego en el turno de la mímica —su madre—, adopta con las manos una postura de triángulo sobre la cabeza.

Respuesta de mi hija: HOLOCÓPTERO.

Yo me moría. No es que haya confundido la palabra con helicóptero. Que no tenía que ver con lo representado por su madre, es una palabra genuina fruto de…; no sé de qué es fruto. A mí me ha parecido brillante. Un palabro muy bonito, cariño.

Escena segunda.

En esta, mi hija mayor trata de definir la palabra de la tarjeta para que la adivine su compañera, madre en coincidencia.

Palabra: Ku Klux Klán

Definición: Es algo de la cocina.

Me he desgarrado el estómago. Ahora se me caerán los alimentos.

Escena tercera.

Misma explicación.

Palabra: La Gioconda

Definición: Yo creo que es una serpiente.

Han venido los de urgencias.

Me iré al otro mundo con una gran sonrisa en la boca. Gracias, princesa.

 

 


martes, 22 de diciembre de 2020

Cuento de Navidad

Tener una buena conversación exige mostrar nuestra vulnerabilidad y, en ese honesto intercambio, tener permiso de acceso a la contraria. Las circunstancias que lo permiten pueden ser variadas y esta es solo una de ellas.
Corría la navidad del 2056 y de nuevo se acercaba la fecha de año nuevo, lo que significaba recoger el legado de mi padre para esas fechas. Cuando era adolescente y compartía cuarto con mi hermana, adolescente también, pasamos una navidad con mis padres en “petit comité” y al viejo se le ocurrieron algunas de esas ideas que solo se le ocurrían a él. Nos gustó. Y tanto mi hermana como yo hemos mantenido esa tradición a lo largo de los años en nuestra propia familia. La noche de año nuevo cada miembro de la familia está obligado a dos cosas. La primera es preparar uno de los platos de la cena. La segunda es que después de cenar, cada uno debe dar las gracias a los demás por el año transcurrido.
En la cocina, Adrián se esfuerza en limpiar fresas subido a un taburete. Sus ocho años de vida alcanzan para mucho pero aun no llega al fregadero. En la mesa de la cocina tiene un bol con chocolate troceado. Prepara el postre.
—Mamá.
—Dime cariño.
—¿Has pensado ya lo que vas a decir? La voz de Adrián refleja inseguridad y a su madre no le pasa desapercibido. Eso hace que recuerde la primera vez que ella estuvo en la misma situación y una profunda comprensión la invade. También tenía dudas.
—¿Por qué, tú ya lo tienes pensado?
—No sé.
Adrián coge otra fresa, le quita el tallo sin habilidad alguna y la pone en el plato de las lavadas. Se da cuenta de su error y la vuelve a coger para ponerla debajo del grifo que está demasiado abierto lo que hace que cada vez que lava una fresa se ponga empapado por las salpicaduras.
—¿Tú qué vas a decir? —pregunta Adrián.
—No te lo digo que te copias.
Adrián coge la última fresa intentando esconder su azoramiento. Su madre le ha pillado, como siempre. Eso hace que recuerde el mantra —aunque su cerebro no recoge esa palabra— repetido una y mil veces por ella: las madres lo sabemos todo.
—Es que me da vergüenza.
—Sí. Eso es lo difícil. Si fuera fácil no sería divertido. Es como cuando juegas al fortnite, te diviertes porque es difícil. Es como un reto.
—Pero es que no se me ocurre nada.
—Normal. Tu padre y yo somos perfectos. Jamás nos equivocamos y cuando te regañamos siempre llevamos la razón. Además sabemos perfectamente lo que pasa por tu cabeza en todo momento, lo que necesitas, lo que quieres. Todo. No haría falta ni que vivieras. Ya lo hacemos nosotros por ti. No te preocupes, no tienes que decir nada. Quizás el año que viene. Cuando seas mayor.
Adrián baja del taburete con el cuenco de fresas lavadas entre las manos. Se siente más ligero al estar indultado pero no le ha gustado que le digan que no es mayor. Él ya es mayor. Tampoco le ha gustado que le dijeran que daba igual que viviera o no. Eso lo ha puesto muy triste.
Después de la cena, sus padres hablan agradeciéndose mutuamente las cosas que uno ha hecho por el otro. También le han dado las gracias a él y ha llorado cuando su mamá le ha dicho que le daba las gracias por enseñarle tantas cosas de ella misma. Que nunca hubiera pensado que tener un hijo encerraba tantas lecciones que aprender. Que la había hecho mejor y que por eso le daba las gracias. A punto de recoger la mesa. Adrián habla.
—Yo también quiero dar las gracias.
Nadie se mueve de la mesa invitando a Adrián a hablar. Su madre abre los ojos ante la expectativa.
—Yo quiero dar las gracias porque sois mis padres. Y que a pesar de lo mal que me porto cuando no hago caso, me seguís queriendo. También quiero dar las gracias porque habláis conmigo incluso cuando estamos enfadados. Porque no me dejáis solo porque yo me moriría si me dejáis solo. Y quiero darle las gracias sobre todo a mamá porque me hace trampas, pero son trampas buenas que me enseñan cosas.
—¿Como hoy?
—Ya soy mayor.
—No tengas prisa, amor mío. No tengas prisa.
No se me ocurre mejor forma de terminar el año. Gracias, papá.

lunes, 14 de diciembre de 2020

La soledad de la tierra

Justo acarició la testuz del burro con engañosa intención. Así, de esa manera a un trabajo esforzado, como cuando arreaba cántaros de aceite del molino de La Guarda, a más de dos leguas de lo que era la cuadra del cortijo y volvían, él pensando en una gota de vino y el burro…, quién sabe lo que piensan los burros. Cuando descargó el machete en la nuca, el animal retembló en un espasmo y murió en ese instante y Justo —al que le gustaba el pensamiento para filosofar—, reflexionó que una vida tarda en vivirse un ciento y se agota en un momento, lo cual quizás sea poco premio por lo que se tarda en vivir. El burro ya era viejo y comía más que rendía, es cierto, pero no fue una cuestión de economía lo que hizo que empuñara la daga, —las cosas, mal que bien, iban—fue la tristeza de sus ojos y la corva de su cuello al caminar, lento, como en procesión, con la cruz de los años y el peso del cansancio que acumulaba en trabajos de sol a sol, de primavera a primavera, sin domingos con quien amigarse ni cura que le confesase. Y mientras cavaba el hoyo para su eterno descanso, y para evitar que acudieran las alimañas, se dio cuenta que se había quedado solo, sin su Reme que se fue sin motivo, pues aún era joven cuando murió de un infarto, la enterró una tarde de jueves, en otoño, junto al prado. Y ahora este. Se preguntó quién lo enterraría a él y no tuvo respuesta. Y eso —pensó—, debía ser la definición de la verdadera soledad, que si te caes y nadie te recoge, pues ahí te quedas.
El hoyo quedó tapado y Justo pensó en poner una cruz. Peor, pensó incluso en santiguarse y leer algo de la biblia que sirviera de homenaje pero ese resquemor al castigo por mancillar lo divino lo detuvo y, finalmente, no dijo ni puso nada. Apelmazó la tierra con la pala, y un murmurado adiós comenzó el olvido a ese que fue lo más parecido a un amigo que la vida le ofreció.
Y mientras el sol se ponía agachando los tallos de los azahares y alargando las sombras de los mortales, Justo brindó por el burro, estrenando su soledad en oscura compañía de una media vela, con un vaso de tinto y lo que venía a ser su hogar, un trozo de tierra.

viernes, 4 de diciembre de 2020

El reencuentro

—Se llama Leonor.
La voz del investigador acompañó el gesto que hizo al subrayar en su libreta el nombre de mi madre biológica. Habían sido nueves meses de búsqueda. Justo la vida que habíamos tenido esa desconocida y yo en común.
—Vive en Pensacola —dijo mi detective continuando con el informe—, no tiene hijos y ahora lleva unos tres años sola. Su marido le dejó al morir el piso y una pensión. Nada de lujos, lo justo para ir tirando. Tiene un dálmata al que llama “zapato” y un Volkswagen escarabajo de los noventa, verde.
—¿Es feliz? —pregunté sin saber muy bien la razón.
—¿Quién lo es? —Me contestó Ernie con profunda convicción.
Le pagué lo acordado. Había hecho bien su trabajo. A cambio, Ernie me escribió una dirección sobre un papel en sucio que cogió de su escritorio y me preguntó si quería beber algo.
—¿Es temprano para un whisky?
—Yo todavía no me he acostado —dijo cogiendo dos vasos y sirviendo de una botella que sacó de uno de los cajones de su escritorio. Apuró su vaso de un trago y volvió a llenarlo. Después me soltó.
—El pasado está para enterrarlo. Las segundas oportunidades solo existen en las películas.
—No pienso pagarte el consejo.
—Es gratis. Como el whisky.
Días después cogí un tren a Pensacola. Había un bar en la calle de la dirección del papel en sucio y entré a aclarar mis ideas. O quizás solo buscaba un escondite. Me senté en una mesa desde donde podía ver la calle y pedí un desayuno a base de huevos y tortitas. Me quedé mirando la calle con la esperanza de ver a una mujer con un dálmata pero no ocurrió. Terminé de comer y pedí un café para no irme. Después del café no encontré más excusas. Salí a la calle y me dirigí a la dirección que me había costado la paga de dos meses. Pulsé el botón del interfono y escuché cómo alguien lo descolgaba. Me quedé esperando que la voz de mi madre me dirigiera la palabra por primera vez en mi vida. Solo sonó el pitido de la apertura eléctrica de la entrada. La empujé y entré en el portal. Subí las escaleras y me enfrenté a la puerta. Pulsé el timbre y la puerta se abrió. Era Ernie.
—¿Pero qué coño…?
—Pasa. Tu madre ha salido a pasear al perro. No tardará en volver.
Yo me quedé en el sitio sin moverme. No entendía lo que estaba pasando.
—Lo sé —me dijo Ernie por toda explicación.
—¿Qué sabes? —pregunté alzando la voz.
—Sé cómo te sientes.
—¿Pero qué haces tú aquí?
—Soy tu padre —me soltó.
—¿Pero no me dijiste que había muerto?
—Jamás.
—Que sí, coño. El escarabajo, el piso. Hace tres años.
—Ese no era yo. Ese era el tipo por el que tu madre me abandonó cuando se quedó preñada. Yo estoy vivo.
—¡Pero si tú eres detective! —improvisé como explicación.
—Ser tu padre es compatible con ser detective —me contestó Ernie.
—Pero si yo te busqué para que encontraras a mi madre ¿Cómo va ser posible que buscara a mi padre, precisamente?
—Tranquilízate —me contestó.—Tu madre y yo nunca perdimos el contacto. Soy una persona tolerante. Cuando me dejó yo respiré profundamente y lo acepté. Solo le pedí una cosa, que me dejara cuidar de ti. Lo hice a distancia, sin que te dieras cuenta. Lo demás fue simple. Cuando preguntaste por un detective para el trabajo, yo me enteré como me he enterado de todo lo que te ha ido sucediendo. No fue difícil encargar a un amigo de un amigo que te aconsejara mi nombre. Por eso apareciste en mi apartamento. Solo tuve que poner un cartel de detective.
Una llave abrió la puerta y un dálmata entró corriendo. Al verme se paró a olisquearme los pantalones. Después apareció ella.
—Hola, hijo. Hola, Ernie.
Mi madre debería tener unos cincuenta años. Vestía deportivos y ropa holgada. Estaba delgada y eso le hacía parecer joven aún. Tenía una sonrisa embaucadora.
—¿Se lo has dicho? —preguntó a Ernie.
—En ello estaba, preciosa.
La tarde fue larga. De repente me encontré imbuido en tres historias diferentes. Yo solo había venido a hablar de la mía, pero me fui dando cuenta que la mía no era la única historia que existía en el mundo de las pequeñas historias de cada uno. Mi madre me contó la historia de una joven a la que su embarazo le vino demasiado pronto y solo encontró el alivio de la huida. Ernie me contó la suya, la de un hombre enamorado que optó por amar de la única forma que le dejaron y, de esa manera, la mía se diluyó como un azucarillo. No porque importara menos, sino porque importaba igual.
—Al menos me devolverás el dinero.
—Hijo. Cuando le conté a tu madre que estabas buscándola me dijo que nunca había dejado de amarme. Por eso estoy aquí. Yo jamás dejé de quererla. Ahora tengo gastos. La mudanza, el perro, y el escarabajo necesita un motor nuevo. Hazte cargo.
—Me acabo de acordar de lo que me dijiste sobre el pasado.
—Ya.
—Tus consejos gratis son una mierda. Que lo sepas.
—Por eso no los cobro.

domingo, 22 de noviembre de 2020

La piel clara



Cathy era blanca como la leche, casi como una muerta si te fijabas bien. Su piel tenía el tono cerúleo de una sábana amarilleada por el tiempo y la lejía. Y como todos los vampiros, no se reflejaba en el espejo. Ella no le dio importancia, de pequeña, a no tener reflejo. Lo que sí hizo fue comerse a Javi, su compañero de pupitre en primaria. Fue algo atávico lo que le surgió del cuerpo así que, engañándolo con que tenía una chocolatina de sobra para el recreo, lo llevó detrás de la capilla y luego le pegó con una piedra en el cogote. Se comió el corazón y el hígado, y su piel adquirió un bonito tono rosáceo. Después se comió el resto y dejó los huesos para los perros y las ratas.

A Cathy le gustaba el color rojo por motivos obvios y en eso estaba cuando le tocó escoger el vestido para la fiesta de graduación del instituto. George sería su pareja. Se lo había pedido en el gimnasio, al finalizar la clase. Sus amigas estaban verdes de envidia y eso la hacía flotar. Y es que George estaba tan bueno que todas las chicas, incluso algunas profesoras, babeaban a su paso. Iba a ser una lástima lo de George. Como había sido una lástima lo de Paul, Anthony, Rebeca en una experiencia lésbico-satánica, Diego, Martín…; y alguno que me dejo en el tintero. De hecho Baskerville, era el pueblo que más detectives atraía de todo el estado. Pero era inútil. Ni la policía resolvía caso alguno, ni los detectives se quedaban mucho tiempo antes de renunciar. Jamás los encontraban. Y sin cuerpo solo había desaparecidos. Eso no era tan grave, cabía siempre la posibilidad de que aparecieran en cualquier momento. Incluso Cathy preguntaba regularmente a sus familiares.

—Buenos días, señora Telman. ¿Se sabe algo de Louise? —Cathy podía ser encantadora.

—No, cielo —contestaba la señora Telman—, quizás para Navidad vuelva. Siempre le gustó coger los regalos bajo el árbol. ¿Te he contado que una vez se quedó a dormir bajo el árbol?

—Pues no. Cuéntemelo señora Telman. 

Y mientras oía las palabras, su mente se recreaba en la deliciosa Louise, colgada como un jamón en el granero abandonado del prado, donde ella la cortaba a cachitos que acompañaba con un Chianti bien frío.

Dan las nueve en el carillón del salón y Cathy, asomada a la ventana, ve como George baja del auto con un ramo de flores. Va elegantísimo. Termina de calzarse los zapatos y baja las escaleras como una reina vestida de rojo. George ya está en el vestíbulo y la mira con los ojos muy abiertos. Ella adivina su deseo en la mirada mientras siente cómo se le mueven las tripas. 

Se ha puesto colorete en las mejillas, quizás se le ha ido la mano.


sábado, 3 de octubre de 2020

Agogé



Se llevan a un niño que mira hacia atrás buscando a su madre que se abraza al dintel de la puerta para forzarse a no salir en busca del pequeño. (voz en off) A los siete años, los niños espartanos son separados de sus madres. Es la agogé, la ley espartana.

Un muchacho descarga furiosos golpes sobre otro. Su rostro no refleja temor o duda. Es lo que tiene que hacer.




Sonó el timbre y su cuerpo tembló al ritmo de cada campanada. El anhelo que fue ese mismo sonido en otro tiempo, se convirtió en un disparo de salida a una carrera hacia el desastre. O, quizás más a propósito, la campana de un asalto en un combate de boxeo. Sabía que lo esperarían en el patio. Gerges y los demás se lo habían avisado de forma clara en la fila de la mañana, la que formaban para entrar en clase.

—Te esperamos en el patio. Hoy vas a merendar tierra —oyó a su espalda. No se volvió, no le hacía falta. Sabía que era Gerges, el matón del colegio.

Desde ese momento intentó pensar qué hacer. Se le pasó por la cabeza contárselo al jefe de estudios pero desechó rápidamente la idea. No se podía chivar. Eso sería un suicidio. Estaba atrapado y tendría que pelear. Ellos eran cinco. No podía pelear contra los cinco a la vez, lo iban a machacar. Tendría que pensar en algo y mejor que fuera bueno.

Salió del aula hacia el pasillo que llevaba al patio. Agachó la cabeza para ser engullido por la montonera y volverse invisible. Al pasar por el aseo se escurrió en su interior. Sabía que lo buscarían al no verlo en el patio. Primero irían al aula, después a los aseos. Tenía cinco minutos, no más. Después se fijó en el pestillo de la puerta. Tuvo el impulso de echarlo y adelantó el cuerpo para hacerlo. Fue cuando, a cámara lenta, se contempló pasando el resto de sus recreos encerrado en el baño, imaginó cada uno de los temblores de su cuerpo bailando al son del timbre del colegio, su vida sería un gigantesco juego de escondite donde él, era el único que la llevaba. No cerró el pestillo.

Los oye llegar por el ruido que forman y por los gritos que pegan. Gritan su nombre junto a varios insultos no muy creativos. Espera.

—Vosotros mirad en el de chicos, nosotros iremos al de chicas por si ese marica está allí escondido. El que lo vea, que avise.

Escondido tras la puerta del baño ve a Gerges pasar con un pelota gilipollas que es su sombra. Ambos van hasta el fondo mirando en cada uno de los cubículos de los excusados. Al no encontrarlo se dan la vuelta.

—Tiene que estar en el de las chicas. Vamos con los otros —dice Gerges al pelota. Este obedece y, como si fuera un disparo, sale corriendo del aseo. Cuando rebasa la puerta, esta se cierra empujada por una mano que echa el pestillo. Entonces se vuelve.

—Así que estás aquí, marica —dice Gerges con los dientes apretados. Su mirada se dirige a la cerrada puerta. Está algo confundido. Su rostro dice que no entiende lo de la puerta.

—Sí. Estoy aquí, contigo. Estamos los dos aquí, solos. Marica.



La sangre corre por la cara y se escurre rápidamente abandonando el cuerpo. La culpa es de un corte en el labio que se ha rajado al chocar contra un diente, pero no hay dolor. No hay tiempo para eso ahora. Después, si hay uno, lo coserán y lo alimentarán, se habrá ganado el derecho a ello. Y entonces, solo entonces podrá mirar al miedo desde arriba, haciéndole girar el pescuezo, para que le muestre su garganta y él pueda cortarla de un tajo certero.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Sabor de amor



Y allí estaba yo de nuevo. Frente al puesto de helados de un pueblo perdido entre olivares monótonos y eternos, uno con un cine de verano, una panadería que estaba siempre abierta y una iglesia con campanario. Pero a mí solo me interesaba el puesto de helados. En concreto, la heladera. La heladera era como me refería a la chica que gobernaba el puesto de helados cuando hablaba de ella a mi perra, única compañía en aquellos veranos confinado por mis malas notas en un cortijo que mi padre había comprado, no sé si pensando en su jubilación o con premeditada intención de construir un campo de concentración para hacerme entender que los actos traen consecuencias. Pero en ese momento mi cabeza no estaba en disquisiciones. Yo estaba concentrado en la pizarra donde se ofrecían los helados disponibles. Mi perra, a mi lado con la lengua fuera.

Todas las mañanas recorría entre arroyos los dos kilómetros que separaban el cortijo del pueblo. Iba al ultramarino, después a la panadería y al volver me paraba a comprar huevos que podías coger, si te apetecía, directamente del gallinero. Las monedas que sisaba de los recados nunca me fueron reclamadas, quizás por considerar ya suficiente castigo por parte de mi madre, tesorera y directora económica de la familia, el verme prácticamente en presidio en aquella juventud temprana.

La cuestión es que yo dedicaba el reparto de la sisa a varios menesteres que iban variando con la sola excepción del helado, que como el sol en la mañana, ocurría a pesar de los pesares.

La elección del helado era fundamental. Había que descartar los de chocolate y los que salían anunciados en la tele. Esos estaban siempre los primeros en el congelador. Mi heladera los cogía tan rápido como desenfundara, en sus mejores tiempos, el mismísimo doc Holliday. Así que había que pensar en el helado que menos apeteciera, ese que acababa en el fondo del congelador e ignorado para siempre.

— ¿Tienes el de sandía? —preguntaba yo, por ejemplo.

— ¿El de sandía? —contestaba ella invariablemente. —No sé, tendré que mirar.

Y entonces empezaba el espectáculo. Aquel vestido con escote palabra de honor, ligero como el mismo aire, ceñido como un nombre y revelador como el mejor maestro, se separaba lo bastante mientras mi heladera, agachada sobre el arcón, buscaba y rebuscaba aquel helado escondido. Esas montañas invertidas que eran sus pechos, perfectos a mi entender, que no era mucho, adquirían vida propia. Ahora a la izquierda, ahora a la contra, confiriendo a sus encantos el plus de ser capaces de hipnotizar hasta que la baba se escurría por tu cuello. El éxtasis llegaba de dos maneras. Uno se producía si lograba encontrar el helado, pues cuando ocurría, siempre daba un último embate al cogerlo, agachándose un poquito más, dejando ver carne que siempre era de deseo, de piel tersa y desnuda, un poco de pecado entre tanta inocencia suelta.

Si por el caso, que ocurrir pasaba, no encontraba el helado daban ganas de abrazarla ante su frustración sincera.

—No, no me queda.

Y entonces cambiaba de pie, acariciaba a mi perra y contestaba.

— ¿Y de plátano?

sábado, 12 de septiembre de 2020

Epitafio



No puedo sino sorprenderme de la facilidad con que cayó ese muro, esa pared que creía sólida como el ladrillo doble. Tanto tiempo conmigo que hasta le había puesto nombre. Lo llamaba: mañana. Y cuando aquella urgencia me sobrevino, se derrumbó el muro que descubrí frágil como las pestañas del tiempo, sintiéndome desnudo, apenas vestido con los jirones gastados de mi soledad. Y todo se convirtió en carne viva.

Y sin un mañana que me protegiera, observé las llamas de la vida. Aquellas que quemaron primero mi inocencia cuando aquel conductor de autobús de la escuela se negó a llevarme a casa, enfadado por unas risas de chaval. Abandonado en mitad de la vida, no supe ni escoger entre izquierda y derecha, así que me eché a llorar. Y no importa lo que pasó después como no importan los finales de los cuentos malos, pues nadie los termina. Sí recuerdo la herida, de terror absoluto, taladrandome hasta las entrañas. Formando una cicatriz de miedo sobre un alma, digamos, recién estrenada. Y después de eso ya nada fue lo mismo. Ni el olor de los libros, ni la mantequilla, ni las heridas en las rodillas o las siestas de verano.

También me quemé el corazón. Fue solo una vez. Creo que partir de entonces empecé a quemarlos yo. Y es que aquella vez me achicharré. Cómo lo explico. Sí. Choqué de frente con la indiferencia de una mujer. Juro que no la vi. Estaba deslumbrado por su sol.

Entonces empecé a tenerlas con el pecado, y mi conciencia no paraba de importunarme. Parece mentira, conociéndome como me conoce. Y pensando que tenía un amigo se comportaba como un guardia urbano. Todo estaba prohibido. Mi prima, el tabaco, la bebida, las drogas, otra vez mi prima. No había forma. Si tengo que elegir un enemigo grande, sin duda me elijo a mí. Sobre todo, por no dejarme. Ya sabéis. Cruzar ríos en invierno, alcanzar las montañas, volar sin necesidad de la mediación de un sueño y osar enfrentar el instante como si no existiera el mañana. Vencer ese miedo. El de siempre. Que te mata sin llegar a matarte.

Y después están los fuegos de la chimenea, a los que te acercas con un vaso de vino, enseñas tus manos frías y él te las calienta. Está el cariño recogido, el entregado, quizás todas las conversaciones sinceras. Están las faldillas de una mesa camilla, que guardan el calor que necesitas cuando hace tanto frío afuera. Las lágrimas de aquellas risas. Que te llamen papá, y a ti te suene como un título de doctor en física astronómica. O la piel de tu compañera. Esa que te recoge después de batallar el amor y donde puedes morirte, si es preciso.

Y puestos a resumir una vida entera. Diré que fue mejor, siempre, dar que recibir, reír que llorar, decir la verdad. Es mejor, siempre, arriesgarse. Sentir el vértigo del quizás mientras caminas por un alambre. Sonreír cuanto toca volver a empezar. Entender el regalo que es cada respiración, el segundo de después, la emoción de emocionarte. Y escribir en mi cabeza cada cosa, cada lugar, cada momento, instante a instante. Por si tengo que hacer un relato. Corto. Que lo bueno, cuando es breve, ya se sabe.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Sin notas al margen

Compré un tacote de notas para oficina, grueso, de 500 hojas cuadriculadas con márgenes arriba y abajo. No sabía para qué. Realmente, necesitarlo, no lo necesitaba pero estaba a buen precio en la papelería donde suelo comprar mi revista de moto favorita (no diré el nombre por aquello de la publicidad). Fue un impulso, eso es. Como cuando compras patatas fritas en el súper, o donuts. Yo, una vez, compré por impulso un desatascador para cuando se me embozaran las tuberías y acabé regalándolo a mi amigo invisible de aquellas navidades cuando me dejó Pilar. Después de once años, dos meses y tres días de noviazgo. Lo estoy superando.

Cuando llegué a casa puse el tacote junto al ordenador presidiendo la mesa. Seguramente —pensé—, la lámpara de mesa y —sospecho— el mismo ordenador, pensarían: “mira este, acaba de venir y ya está el primero. No hay nada como un buen enchufe.” Qué tontería. Pero lo pensé.

Pasados dos días el tacote de notas aún se conservaba virgen y eso que tenía la tentación constante cada vez que me descubría mirándolo de emborronar la hoja con garabatos pero me contenía. Hay que darle sentido a las cosas. Debía esperar a anotar un pensamiento fugaz, una idea para mi próximo relato, el teléfono de mi próximo y definitivo amor no imposible. Como el de Marta. Pero el de Marta no puedo anotarlo, me lo sé de memoria. Eso sería como un fraude al tacote de notas. He salido unas catorce veces con ella. Recuerdo que la primera vez fantaseaba con tener sexo en la primera cita. No pudo ser. Seguro que en la quince ocurre y de ahí a la eternidad. Salimos cuando terminamos de trabajar, ella es practicante. Bueno a ella no le gusta que la llame practicante, “T é c n i c o   s a n i t a r i a”, me deletrea cada vez que se me escapa delante de ella. Pero a mí se me ha metido lo de practicante y no hay forma. También es bajita y yo le digo cariñosamente “enana”. Enana, esto…, enana, lo otro…, ella lo lleva mal. Se defiende diciendo que sus padres poco más que la envenenaron cuando con once años le dieron antibiótico para la caries, según ella eso le interrumpió el crecimiento. Puede ser. La verdad es que tiene los dientes peleados entre sí. No es que no se hablen. Es que ni se miran. Estoy pensando que asusta tener según qué sexo con ella.

Hoy he arrancado una hoja del tacote. En blanco, aún. Pero me he decidido para experimentar cómo se siente uno cuando anota algo frugal, arranco la nota y la tiro a la papelera de modo descuidado. Ha estado bien. He acertado la canasta a la primera. Claro que estaba a un metro escaso pero yo soy novato en estas lides así que me he quedado satisfecho. Me ha pasado cinco minutos mirando y remirando la nota en el fondo de la papelera, ya sabéis, para recrearme en mi éxito, para revivir el momento.

Ha sido emocionante.

Me pasó algo que lo cambió todo. Estaba solo en casa y llamaron por teléfono. Era una compañía haciéndome una oferta para cambiar de proveedor de la ADSL. No podía creerme lo que me estaban ofreciendo y pedí que me lo repitiera para apuntarlo pero como el teléfono está en el pasillo no tenía mi tacote de notas a mano, así que lo apunté en la pared, y eso a pesar del gotelé.

Así que he cambiado el sitio del tacote. Ahora lo tengo en el pasillo, junto al teléfono. Esperando la próxima oferta. Paseo como un puma por el pasillo mirando el teléfono de reojo, como si fuera un manatí gordo, grasiento y apetitoso. Llego a la puerta de la cocina y la traspaso con el oído atento, abro la nevera, la cierro y vuelvo sobre mis pasos en dirección otra vez al pasillo. Entonces caigo que no tiene sentido comparar al teléfono con un manatí. Los manatíes son acuáticos. También se llaman dudongos y creo que un puma —seamos realistas— jamás podría con un manatí. Es decir, podría matarlo, eso sin duda. Pero cómo se las apañaría para sacar un bicho que supera las dos toneladas  del agua…,

Dos meses y no he podido anotar nada en mi tacote de notas. He repetido la experiencia de la papelera, la he separado al triple de distancia y soy capaz de acertar dos veces de cada tres. Sin comentarios. El bloc que forman las hojas ha ido disminuyendo, lo he deducido ya que notarse no se nota mucho pero basta con mirar la papelera para darse cuenta que ha debido de mermar. Me he preocupado un poco. Y he ido a comprarme otro. Por si acaso me hace falta.

Estoy harto de esperar una oferta que no acaba de llegar. Además aquella oferta prometida quedó en agua de borrajas, la compañía en cuestión (no la nombraré por miedo a posibles demandas) resultó ser una embustera. Y encima la tinta no se va de la pared. Así que he decidido pasar a la acción, convertirme en proactivo. He llamado a Marta, y la cosa ha ido más o menos así

—Hola, enana.

—Te he dicho mil veces que no me llames así, gilipollas.

—Perdona, perdona…

—Ni perdona, ni leches. Estoy hasta las narices de ti ¿Qué quieres? Estoy liada con el curro.

(se me ha pasado por la cabeza…, lo juro. Pero me he contenido, después de lo de hasta las narices de ti he pensado que no era buena idea llamarla practicante. Yo creo que estaba susceptible, seguramente la regla. Está claro que el quince no es mi número de la suerte)

—¿Tomamos algo después?

—NO.

—Por favor, Marta. Tengo ganas de hablar con alguien que sea humano. Podemos quedar en algún sitio diferente.

—¿Diferente, quieres decir en algún sitio nuevo?

—Sí, sí…, eso es. Donde tú quieras. (mi mano apoya el bolígrafo en el tacote)

—Escúchame atentamente.

(¡Dios qué emoción…!)

—Dime, dime…

—Que te vayas a la mierda.

Después ha colgado. Sin más. Miro la hoja del tacote y no puedo sino sentir pena por ella. Ha sido un casi. Una promesa incumplida. Un querer y no poder. No puedo imaginarme cómo debe de sentirse en estos momentos, quizás inútil, fatuo, como un sobrero en una corrida de vitorinos…

—Te lo compensaré. No te preocupes.

La vida son etapas. Y uno no puede estancarse en ellas, corre el riesgo de ahogarse en lo más profundo de uno mismo. Sé que tengo una deuda pendiente y ello me subyugó cierto tiempo pero hoy sé que lo estoy empezando a superar. El tacote sigue allí, esperando su oportunidad pero hoy he decidido vivir el presente. Hoy paso página (sin coñas, por favor). Hoy vuelvo, de alguna forma, a nacer. Me he comprado una alargadera.


viernes, 28 de agosto de 2020

El regalo


No le resultó difícil realizar los cálculos, Rubén

siempre fue bueno en matemáticas. Claro que también lo era en filosofía, y en

biología, y en…, la lista podría ser interminable. Era un chico despierto.

Desde muy pequeño su mente había destacado por él, muy a su pesar ya que su

carácter tímido se veía apabullado por elogios nunca buscados. Siempre

merecidos. 

El resultado fue inequívoco: 2059. 

No obstante, repasó los cálculos.

Cuando estuvo seguro cerró la libreta, repleta de

números y fórmulas, y la agarró con las dos manos sobre la mesa en que estaba

trabajando. Inconscientemente empezó a retorcer la libreta como si tuviera un

cuello que retorcer, como si el concreto resultado que instantes antes había

calculado pudiera ser matado y con ello, suprimida la verdad que encerraba. 

Se obligó a no llorar.

Eso abrió un recuerdo automático en su cabeza.

Lo que tienes es un don, Rubén. Un regalo. Tu deber es

agradecerlo.

¿Pero cómo, D. Filipo?

Lo sabrás en su momento. Lo difícil no es saber lo que

uno debe hacer. Eso ya lo tenemos todos escrito en nuestro interior. Lo

complicado, casi siempre, es tener valor para hacerlo. Tu capacidad desborda

todos los test que te hemos hecho. Eres condenadamente listo, pero eso conlleva

una responsabilidad condenadamente grande.

Pero yo…—Rubén se echa a llorar. Tiene siete años recién

cumplidos.

Lo sé, es una putada. No pretendo asustarte, pero

tampoco engañarte. Tranquilízate. 

Rubén absorbe mocos a la vez que intenta tragar la

inmensidad de lo que su profesor especial le cuenta. No lo consigue del todo.

Ni lo uno, ni lo otro, por eso, cuando intenta respirar se le escapa un enorme

moco que se escurre por la barbilla. Filipo, psicólogo infantil especializado

en niños de altas capacidades, le tiende un pañuelo de tela. Rubén lo usa y hace

ademán de devolverlo a su dueño.

Quédatelo. Tus mocos también son extraordinarios.

Rubén sonríe.

Mejor. No te agobies. No estoy diciéndote que el mundo

exigirá machadas imposibles de ti. Puedes pasar, si lo deseas, desapercibido

para el mundo. No, Rubén. El mundo no es el problema. 

Pero… ¿cómo puedo agradecer este don entonces

D.Filipo?

Devolviéndolo en la medida en que te fue dado, Rubén.

Todo tenía sentido. 

Empezó a hacer las maletas guardando en primer lugar

la libreta con sus cálculos y el resultado fatídico.

Años después, Rubén para en un local de carretera. Las

luces de neón que brillan en tonos rojos y amarillos en la fachada del local,

no dejan lugar a dudas del tipo de local que es. 

Son cinco mil, guapo. Siete mil si nos subes a dos a

la habitación.

Rubén no puede evitar pensar en las ofertas que suele

ver en el supermercado.

Se decide por la oferta. No puede perder el tiempo.

Mientras Rubén sube por las escaleras del prostíbulo,

la maleta con la libreta queda en el maletero de su vehículo en el

aparcamiento. Ahora hay muchas más libretas. Algunas tienen números, pero otras

muchas poseen largas fórmulas de carbonos e hidrógenos. Otras, primorosos

dibujos de plantas, de animales. Casi siempre simios. Todo guardado en una

maleta repleta de adhesivos de todo el mundo.

Rubén insiste en rechazar el condón que le ofrecen aun

cuando la oferta desaparece y acepta pagar un suplemento. Cuando se corre la

segunda vez se queda dormido encima de la puta, exhausto. En su sueño se le

aparecen cientos de caras que le persiguen mientras una serpiente de colores de

arco iris le sale por la boca con su corazón entre las fauces. 

Es otoño. Un último otoño. Los álamos del cementerio

amarillean alfombrando tumbas y pintando el cielo. Rubén es apenas un cadáver

encima de la fosa donde hace ya muchos años descansa D. Filipo. La enfermedad

que le corroe por dentro le impide discernir si la conversación es real o solo

fruto de su imaginación.

¿Ya estás aquí, Rubén?

Sí, D. Filipo.

¿Cómo te fue al final?

Jodido, creo.

¿Qué pasó?

Descubrí lo que tenía que hacer.

¿Y lo hiciste?

Sí. Lo he hecho. La verdad es que aún se está

haciendo.

Y dime, Rubén ¿fue grande?

Muy grande. Una putada. Como usted dijo.

Qué pasó?

Descubrí que la tierra colapsaría por exceso de

población. No podría sostener a una humanidad creciendo en progresión

geométrica y con una esperanza de vida cada vez mayor. Fue un cálculo sencillo.

Descubrí que no hay tierra para todos para siempre. 

Eso es muy grande.

Sí.

¿Y?

La única solución posible es disminuir la población.

Pensé en desarrollar enfermedades que provocaran esterilidad, pero eso suponía

una agonía para los que quedaran, pensé en control político de natalidad, pero

estaba fuera de mi alcance, pensé en mil y una cosas, pero al final solo

encontré una solución. Una que haría que la procreación fuera temible. Un virus

mortal transmitido por vía sexual. Me lo inoculé y he pasado estos años

propagándolo.

¿Has matado a la humanidad?

No a toda. La estadística dice que, si no dan con una

vacuna, los afectados bastarán para el control de población. El miedo hará el

resto. Creo que lo he hecho bien.

¿Has salvado a la humanidad, entonces?

Sí. Eso creo.

Eso también es muy grande. Gracias, Rubén.

Rubén se echó a llorar

sábado, 22 de agosto de 2020

La decisión de Clara



Querida Annetta:

Espero que estés bien al recibo de la presente y que la pulmonía de tu madre por fin haya remitido. Rezo todos los días por ella, por favor, házselo saber. Lamento no tener por mi parte buenas noticias. Doy, sin embargo, gracias a Dios por tener una persona con quien compartir los sinsabores que te da la vida. No tengo dudas que todo sería más amargo sin tus oídos que me escuchan y tus palabras que me consuelan.

Finalmente ha sucedido. La nueva esposa de mi primo, esa arpía venida a más que hasta no hace mucho me llamaba amiga y compartíamos cuarto, amante y desgracias tiene la culpa de todo. Sé que tiene miedo al deseo de mi primo por mí y, ahora que se ha quedado embarazada, piensa que cuando se convierta en una vaca gorda y fofa, mi primo volverá sus ojos hacia mí de nuevo. También rezo porque eso suceda.

Por favor, escríbeme pronto a la dirección de mi madre. Sin el trabajo en casa de mi primo he de volver con ella si quiero subsistir.

Afectuosa, Clara.



Querida Annetta:

Sentí mucho la muerte de tu madre. Pero estoy segura que ahora descansa junto a Dios Padre y es más feliz que en este valle de lágrimas que nos ha tocado vivir. Sé que no te va a gustar pero mantengo correspondencia con mi primo. Sí, ya sé que es pecado haber tenido relaciones carnales con él pero, sin embargo, yo creo que Dios de alguna manera lo aprueba, si no ¿por qué me siento tan atraída por él? Creo que si Dios reprobara nuestra relación me habría quitado el deseo hacia su persona. ¿No te parece?

Por favor, no me pidas de nuevo que lo olvide.

Siempre tuya, Clara.



Querida Annetta:

Estoy feliz de saber que estás prometida con Hugo, y por supuesto que, si puedo, asistiré a tu boda. No me la perdería por nada.

Se ve que la felicidad se contagia. Yo también tengo muy buenas noticias. Sí. Seguro que ya lo has adivinado. Mi primo me ha pedido que vuelva. Su mujer ha enfermado y no hay perspectivas de que mejore. Se siente solo y sus cartas son más tiernas que nunca. No sé qué hacer y necesito tu consejo. Por una parte creo que debería resistirme y permitir que la distancia nos siga separando. Pero por otro lado, yo no he conseguido olvidar nuestra relación y deseo, más que cualquier cosa en este mundo, estar a su lado.

En espera de tus siempre sabios consejos,

Te quiere, Clara



Querida Annetta:

Sé que al recibo de la presente estarás a punto de dar a luz a tu segundo hijo. Deseo que sea varón y que nazca rosado y saludable. Por favor, dale un abrazo a Hugo de mi parte.

Soy feliz, Annetta. Por fin ha sucedido. Mi primo y yo nos hemos casado. Ha sido una ceremonia sin público ni celebración, por eso no has recibido invitación de boda pero yo estoy viviendo la época más dichosa de mi vida. Sé que te alegrarás por mí aunque nunca hayas aprobado nuestra relación. Estoy convencida de que hago bien. Algo me dice que es lo correcto y que mi vida, por fin, adquiere su verdadero propósito.

Mi primo ha decidido cambiarse el apellido. Yo creo que es para disimular y que nadie nos pueda relacionar. A mí me da igual.

Estoy deseando darle un hijo.

Siempre tuya, Clara Hitler.

viernes, 14 de agosto de 2020

La fiesta

Me levanté temprano para recoger. Mis padres llegarían por la tarde, así que tenía tiempo de sobra para dejar la casa presentable y de esa manera no perder la confianza que, unas veces por unas cosas y otras por otra, estaba siempre pendiente de un hilo. Me esmeraría. Así que había que organizarse. Empezaría por el salón, después la cocina y dejaría los dormitorios en último lugar.

Eché una ojeada al salón. Una gran mancha sobre la alfombra me hizo torcer el gesto, esto no empezaba bien. Me agaché y toqué con el dedo, después me lo acerqué a la nariz. No me quedó claro, así que me chupé el dedo. Estaba bueno. Era algo dulce que me recordó vagamente al jarabe de fresa que tomaba de pequeño cuando enfermaba. Recuerdo que estaba tan bueno que una vez cogí el frasco de lo alto del frigorífico y me bebí la mitad de un trago. Después le eché agua del grifo. Me preocupé un poco por si me moría, pero se me pasó enseguida. De pequeño era un inconsciente. La mancha podía ser de grosella, así que eché un poco de quitamanchas y lo dejé haciendo espuma. Grosella, seguro que era cosa de la loca esa que había traído Mauricio, cómo se llamaba…, era algo como triste, no me acuerdo. Me da por culo no acordarme, joder. Sí, hombre, esa de la trenza…!Soledad! Eso es. Y la tomaba con vodka, ya me acuerdo. Por cierto, lo que no recuerdo es quien trajo el vodka. —No me jodas—. Me acerco al mueble donde, en una vitrina cerrada con llave, guarda mi viejo las bebidas. Pego la nariz a la vitrina y veo una solitaria botella. Grito. Cabrones sinvergüenzas, mira que lo dije, aquí ni acercarse, lo dije, esto ha sido cosa de Pablo, si es que se pone a beber y no controla. Ahora verás, será cerdo, dónde está el teléfono…

— ¿Sí, quién es? —contesta Pablo después de un rato.

—Soy yo. ¿Tú te has bebido lo de mi padre?

— ¡Ah, tío! ¡Qué fiesta más cojonuda ayer!

—Que si te has bebido la priva de mi viejo, te digo.

No se oye nada al otro lado de la línea.

—¡Pablo!

—Pues no me acuerdo.

— ¿Que no te ac... —empieza a decir con la voz en un tono cada vez más intenso.

—No grites, tío. Tengo la cabeza que se me va del cuerpo, por favor. Tranquilo. A ver, ¿qué ha pasado?

—Pues que os habéis bebido el bar de mi padre y a ver qué hago yo ahora. Vienen para la tarde, así que si queréis otra fiesta, más vale que me digas qué hacemos.

—Qué marrón.

—El que yo tengo, quieres decir ¿no?

—Mira, no te preocupes. Vamos a hacer esto. Tú dime qué tenía tu padre en el bar y yo llamo a los demás y les digo que cojan de sus casas algo cada uno. Te las llevamos antes de que llegue tu viejo y las metemos en el bar. Venga, ¿qué tenía?

—Joder pues…vodka…, no sé.

—Coño, pues busca las botellas. Estarán tiradas por ahí. ¡Pero si las encuentras no las tires!, así las podemos rellenar con lo que sea.

Parecía un buen plan.

—Vale, voy a buscarlas. Tú llama a los demás y nos vemos en un rato aquí.

David, tu padre te llama. Baja.

Un sudor frío me recorre el cuerpo mientras bajo las escaleras hacia el salón. Pienso en el bar, por supuesto. El resto de la casa ha quedado más que aceptable, incluso la alfombra. La mancha salió perfectamente y, por si las moscas, la giré para que la zona limpiada estuviera donde empezaban las cortinas. Así se veía menos. Encontré botellas por todas partes, pero no sabía exactamente cuáles estaban en el bar y cuáles no. Así que tuve que tomar decisiones. Veríamos.

— ¿Me llamabas, viejo?

—Sí, David. A ver, dime qué es esto.

—Una botella.

— ¡Oh, excelente! Tu madre y yo estamos tan satisfechos de la educación que te hemos dado que lloramos de emoción cuando vemos los frutos recogidos. ¡Una botella! Míralo, lo ha dicho él solito. ¡Sandra! —Grita el padre mientras sigue sujetando la botella con la mano— ¡tráete la video que esto tenemos que inmortalizarlo!

—Para ya, papá. Es una botella de whiskey.

—Mejor. Y dime David. ¿De qué color es el whiskey?

—Bueno, pues…, no sé. ¿No depende eso de lo bueno o malo que sea? —contesta David dubitativo.

—¡Ajá! —Exclama el padre—puede ser, puede ser. Y dime, David, este whiskey de color verde, tú qué dirías ¿Que es bueno, o que es malo? —pregunta el padre mostrando un vaso de whiskey con un líquido verde chillón capaz de verse en la oscuridad.

—Eso es que se te ha echado a perder por el calor, papá. Deberías tener un bar climatizado y eso no te pasaría.

—Claro, claro. No entiendo cómo no se me había ocurrido a mí. El calor ha convertido el whiskey en menta. Verás, lo que vas a hacer es llamar a tu tía Manuela.

—¿A la monja? Para qué.

—Pues porque esto es un milagro, por eso. Hay que llamar a la tía y al Papa de Roma. Hay que llamar a todo el mundo. Es un caso extraordinario, verás tú la cantidad de entrevistas que te van a hacer cuando sepan tu teoría. Whiskey en menta.

—Joder.

—No. Eso es infinitivo. Tendrás tiempo de repasarlo, no te preocupes. Cuando llegues al participio. Entonces entenderás exactamente tu situación.

Lo que yo decía. Cuando no es por una cosa, es por la otra.


domingo, 9 de agosto de 2020

El reencuentro

—Se llama Leonor.
La voz del investigador acompañó el gesto que hizo al subrayar en su libreta el nombre de mi madre biológica. Habían sido nueves meses de búsqueda. Justo la vida que habíamos tenido esa desconocida y yo en común.
—Vive en Pensacola —dijo mi detective continuando con el informe—, no tiene hijos y ahora lleva unos tres años sola. Su marido le dejó al morir el piso y una pensión. Nada de lujos, lo justo para ir tirando. Tiene un dálmata al que llama “zapato” y un Volkswagen escarabajo de los noventa, verde.
—¿Es feliz? —pregunté sin saber muy bien la razón.
—¿Quién lo es? —Me contestó Ernie con profunda convicción.
Le pagué lo acordado. Había hecho bien su trabajo. A cambio, Ernie me escribió una dirección sobre un papel en sucio que cogió de su escritorio y me preguntó si quería beber algo.
—¿Es temprano para un whisky?
—Yo todavía no me he acostado —dijo cogiendo dos vasos y sirviendo de una botella que sacó de uno de los cajones de su escritorio. Apuró su vaso de un trago y volvió a llenarlo. Después me soltó.
—El pasado está para enterrarlo. Las segundas oportunidades solo existen en las películas.
—No pienso pagarte el consejo.
—Es gratis. Como el whisky.
Días después cogí un tren a Pensacola. Había un bar en la calle de la dirección del papel en sucio y entré a aclarar mis ideas. O quizás solo buscaba un escondite. Me senté en una mesa desde donde podía ver la calle y pedí un desayuno a base de huevos y tortitas. Me quedé mirando la calle con la esperanza de ver a una mujer con un dálmata pero no ocurrió. Terminé de comer y pedí un café para no irme. Después del café no encontré más excusas. Salí a la calle y me dirigí a la dirección que me había costado la paga de dos meses. Pulsé el botón del interfono y escuché cómo alguien lo descolgaba. Me quedé esperando que la voz de mi madre me dirigiera la palabra por primera vez en mi vida. Solo sonó el pitido de la apertura eléctrica de la entrada. La empujé y entré en el portal. Subí las escaleras y me enfrenté a la puerta. Pulsé el timbre y la puerta se abrió. Era Ernie.
—¿Pero qué coño…?
—Pasa. Tu madre ha salido a pasear al perro. No tardará en volver.
Yo me quedé en el sitio sin moverme. No entendía lo que estaba pasando.
—Lo sé —me dijo Ernie por toda explicación.
—¿Qué sabes? —pregunté alzando la voz.
—Sé cómo te sientes.
—¿Pero qué haces tú aquí?
—Soy tu padre —me soltó.
—¿Pero no me dijiste que había muerto?
—Jamás.
—Que sí, coño. El escarabajo, el piso. Hace tres años.
—Ese no era yo. Ese era el tipo por el que tu madre me abandonó cuando se quedó preñada. Yo estoy vivo.
—¡Pero si tú eres detective! —improvisé como explicación.
—Ser tu padre es compatible con ser detective —me contestó Ernie.
—Pero si yo te busqué para que encontraras a mi madre ¿Cómo va ser posible que buscara a mi padre, precisamente?
—Tranquilízate —me contestó.—Tu madre y yo nunca perdimos el contacto. Soy una persona tolerante. Cuando me dejó yo respiré profundamente y lo acepté. Solo le pedí una cosa, que me dejara cuidar de ti. Lo hice a distancia, sin que te dieras cuenta. Lo demás fue simple. Cuando preguntaste por un detective para el trabajo, yo me enteré como me he enterado de todo lo que te ha ido sucediendo. No fue difícil encargar a un amigo de un amigo que te aconsejara mi nombre. Por eso apareciste en mi apartamento. Solo tuve que poner un cartel de detective.
Una llave abrió la puerta y un dálmata entró corriendo. Al verme se paró a olisquearme los pantalones. Después apareció ella.
—Hola, hijo. Hola, Ernie.
Mi madre debería tener unos cincuenta años. Vestía deportivos y ropa holgada. Estaba delgada y eso le hacía parecer joven aún. Tenía una sonrisa embaucadora.
—¿Se lo has dicho? —preguntó a Ernie.
—En ello estaba, preciosa.
La tarde fue larga. De repente me encontré imbuido en tres historias diferentes. Yo solo había venido a hablar de la mía, pero me fui dando cuenta que la mía no era la única historia que existía en el mundo de las pequeñas historias de cada uno. Mi madre me contó la historia de una joven a la que su embarazo le vino demasiado pronto y solo encontró el alivio de la huida. Ernie me contó la suya, la de un hombre enamorado que optó por amar de la única forma que le dejaron y, de esa manera, la mía se diluyó como un azucarillo. No porque importara menos, sino porque importaba igual.
—Al menos me devolverás el dinero.
—Hijo. Cuando le conté a tu madre que estabas buscándola me dijo que nunca había dejado de amarme. Por eso estoy aquí. Yo jamás dejé de quererla. Ahora tengo gastos. La mudanza, el perro, y el escarabajo necesita un motor nuevo. Hazte cargo.
—Me acabo de acordar de lo que me dijiste sobre el pasado.
—Ya.
—Tus consejos gratis son una mierda. Que lo sepas.
—Por eso no los cobro.

viernes, 7 de agosto de 2020

Cuando aprendí a rezar

¿Sabéis? Hay una zona llamada “deep corn” a tres días del cabo de Buena Esperanza donde desde Septiembre a Noviembre, se acumulan los bancos de varias especies de peces  distintas. Los  más grandes que jamás he visto.

El mar es peligroso. Hay pueblos costeros que cuentan su historia encadenando muertes.

—El peor invierno fue cuando murió Tom Hagen. Aún andan buscando a su hijo. Hizo tanto frío que había que romper el hielo de la bahía para que los barcos salieran. Al año siguiente desapareció “Whale Sea” con toda su tripulación. Aparecieron todos, gracias a Dios. A estos pudimos enterrarlos. No como a los demás.

Salir a faenar se convirtió en mi obligado paso de la niñez a adulto. Sin pasar por en medio. De jugar al fútbol a rezar por las mañanas, las jornadas de pesca, para que la Virgen te diera un día más. La vida había dejado de ser eterna para convertirse en efímera. Y eso, o lo digerías o te mataba.

Por ello íbamos a rezar todos juntos de madrugada, antes de embarcar, cuando aún la noche hacía esperar a la mañana, poniendo un muro de negrura que acompañaba nuestras letanías, un poco queriendo empujar fuera de nuestras vidas a ese día inevitable. Entrábamos con la gorra en la mano aún con las legañas del sueño, rezábamos y al final la costumbre de tocar el manto de la Virgen de los Desvelos. Nos poníamos en orden: el último el zagal, el primero el más viejo. Y todos íbamos pasando en procesión, igual que hormigas desfilando a su hormiguero.

Ese abrazo de la Virgen te envolvía como si fuera el mundo entero. Salías a la mar recordando que nada podía pasar, y si pasaba sabías que podría haber sido peor, y si lo era pues no había sido mortal. Y aún si llegaba el final, ya no importaba. Porque no importaba el final si ya no quedaba nadie que pudiera contar que a él, lo acontecido no le podía pasar.

Fue un día fatal. Primero ocurrió el fuego donde la iglesia, junto al cementerio. Solo pudimos salvar las piedras, la campana de avisar y al cura, que no se quería morir —decía—como mueren los que van al infierno. Lo apagamos con agua de mar, a primeros de septiembre.  No quedó Virgen a la que rezar, así que  lo hicimos en nuestros camarotes solos, sin fila donde desfilar ni  manto que besar. Como hormigas sin hormiguero.

A mí tampoco me pudieron enterrar bajo una cruz señalando un sitio en la tierra donde enfocar una mirada, poner tres flores el día de Santos y que alguien pueda llorar, de vez en cuando. El barco se hundió en lo profundo de lo más hondo, allí donde la luz no llega, donde se ahogan los gritos, de donde nadie regresa. Solo encontraron dos remos de la chalupa de popa, un zapato con la suela de corcho y un vacío inmenso donde debería haber un barco.

Así fue cómo me quedé sin sitio aunque tengo un lugar. Cuando podáis ir al mar, rezad algo si sabéis rezar, que seguro lo oigo desde el fondo, colocado en la fila de los hombres perdidos que siempre son los últimos en llegar. Y si no rezáis, al menos no dejéis de mirar ese instante donde la luz del día gana, venciendo a las tinieblas de la noche para que salgan los barcos a pescar.


viernes, 31 de julio de 2020

La fotografía



Se llamaba María. Como se llaman todas las mujeres.

Esa mañana, muy temprano, cuando aún el gallo no había empezado a cantar y el rocío medraba, María cerraba con sigilo el portalón de su casa, sombreando el silencio de la mañana con un escueto gruñido cuando apretó la puerta para encajarla. Y con una mochila, un bastón y un mandil bien puesto, salió a buscar moras rojas y negras. Un poco de menta y espliego. Huevos de gallina recién puestos, almendras, vainilla y manteca del cerdo que mataron allá en Noviembre, como para San Martín.

María tenía a la yegua preñada de gemelos y estaba a punto de parir. De haber venido solo uno ella misma podía haberla atendido, si venía el potro por su sitio, claro, que si volteaba entonces era otra cosa, por eso su madre le había puesto tres velas a San Anastasio. Pero María desconfiaba de los santos. Y puestos, hasta de las santas. Porque nada hicieron para salvar a la yaya cuando ella rezó para que no se la llevaran.

María sabía que tenía que pedirle ayuda al Nini. Él sabría qué hacer. Como sabía si venía buen año de nieves, o la cura si el pulgón te agarraba la siembra, podía decirte el sexo de la criatura mirando el tobillo de la preñada. Y las maldiciones no le afectaban. En el pueblo unos decían que era un ángel y otros, un demonio. María también sabía del gusto del mozo por las buenas tartas.

— ¿A quién celebramos? —pregunta la madre viendo a María afanarse en la cocina. Hay polvo de harina bailoteando con los rayos que entran por la ventana. Concentrada en lo suyo, María se medio sorprende con la voz de su madre.

 — Le estoy haciendo mi tarta al Nini. Le voy a pedir ayuda. No quiero que la yegua se muera.

Su madre suspira pero no contesta. Solo un leve comentario sale de su boca antes de darse la vuelta e irse por donde ha venido.

— El Nini…

Hace dos años, como para cuando hacía tres que murió la yaya, le entró la Tenia a la vaca. El Nini nos avisó que no le diéramos de comer durante tres días con sus noches. Para que no engorde el gusano —decía—, para que no se acomode y sea imposible echarlo. Pero a mi madre la intentó sacar con leche agria, y preñó de leche a la vaca. Pero salir no salió nadie. Y la vaca se murió para Santa Águeda.

Lo vio en la fuente de la plaza, delgado como una astilla pero firme como el sarmiento, con el pelo rubio mal peinado y serio como una estatua de cementerio. Tragó lo que pudo y se dirigió con el pastel en ristre, apuntándole directamente a la cara para que ojos, nariz y boca, avisaran como hacían los balleneros: — ¡por allí resopla!— que es lo que cuenta el libro que estaba leyendo en la escuela.

— Es para ti, toma —dice María mostrando el pastel. El Nini ventea hocicando y empieza a salivar en secreto. Pero antes de coger el pastel, habla.

— Pues no es mi santo.

— Lo sé. Es para que me ayudes a parir a la yegua.

— ¿Y tu madre, qué dice? — pregunta el Nini con todas sus letras.

— Esta vez, lo que tú digas. No hay más.

El Nini coge el pastel y separa el paño que lo cubre. Lo huele más de cerca. Mete un dedo y lo prueba. Después, se relame.

— Coge hinojo del arroyo, procura que no esté soleado, mejor el que crece pegado a la roca de las umbrías del rio. Dos raíces de carcabuey y lo que te coja en una mano abierta de remorana. Lo cueces todo y lo cuelas, no me hace falta el agua. Lo dejas en un cubo y al lado de la yegua. Yo esta noche iré.

— Pero todavía no está de parto — dice María.

— Pero la noche viene templada. Y como ya no estará engarrotada del frío el potro se estirará y a ella le dará gana de parir. Tú, hazlo. Esta noche cuando la luna termine de subir el cerro, me llego. Ten el mejunje preparado.

María sonríe contenta mientras piensa que no sabe si es un ángel o un demonio. Lo que sí sabe, es que le salvará la yegua.


sábado, 25 de julio de 2020

El conejo

Y entonces cayó la tarde, aún con los últimos rayos en despedida tras las lomas altas del cerro al que llamaban del morisco, nombre ya perdido en la memoria de los muertos que el pueblo había ido enterrando, uno a uno, viejo a viejo, haciéndose cada vez más pequeño.

Ya quedaban solo tres en el pueblo, él con el Fabián, puerta con puerta y en el otro extremo Marcelo, o por lo menos hasta ayer estaba. Ellos y sus ovejas, veinte gallinas y una vaca. De sobra para matar el hambre si no venía muy crudo el invierno. Levantó el ánimo con el fresco que acudía e hizo lo propio con su cuerpo, cogió la azada y se arrimó al bancal del huerto, para regar las lechugas con el sol caído y que no se quemasen, y para estirar el esqueleto.

Entonces fue cuando vio al conejo. Ramoneando una lechuga de espaldas y las orejas alerta. Se quedó quieto para no espantarlo, y entre silencios lo maldijo, dejando ser el conejo un conejo, para convertirse en enemigo, uno de esos al que quieres muerto. Así que se dio la vuelta y entrando en la casa cambió la azada por la escopeta, con claras intenciones de hacer más chico al pueblo.

— ¿A quién matas? —preguntó Fabián al verlo.

— Un conejo. El hijoputa se está comiendo las lechugas.

— No hay maldad en el conejo, amigo. Solo hambre.

— Pues que coma hinojo o yerbabuena y que deje en paz mis lechugas.

— Es un conejo. No un cura.

— ¿Qué dices?

— Que los curas saben lo que está bien y lo que deja de estarlo pero los conejos no. Si matas al conejo por no saber lo que sabe un cura, es como si me mataras a mí por no saber conducir un cohete.

— Pero si tú no tienes ni coche.

— Pues eso. De cohetes ni hablamos.

— Que lo deje ¿Eso dices?

Fabián cerró la puerta de su casa apretando la hoja contra el marco para que la cerradura encajara. Giró dos vueltas la enorme llave que se guardó en el bolsillo de la chaqueta para seguir diciendo.

— El conejo no sabe que las lechugas tienen dueño. No puede saberlo. Es estúpido. Y si tú lo odias porque crees que lo sabe, entonces no es el único. Piénsalo.

Y habiendo dicho esto, Fabián se apoyó la azada al hombro y se dirigió a su bancal de nabos y alfalfa, los nabos para el cocido, la alfalfa para la vaca. Que una vida organizada era el principio de la tranquilidad en cualquier hombre. Y eso Fabián lo sabía, como sabía la solución para que no se agriara la leche y para que sus perros no criaran garrapatas.

Se oyó un tiro y Fabián volvió la cara hacia donde el eco del disparo terminaba. Carraspeó y soltó un salivazo. Después se subió los pantalones —había perdido peso este invierno— y se puso al bancal escarbando y pensando en lo que iba a cenar, quizás una sopa de lentejas, o unos nabos con queso. Que seguro mañana habría conejo, y la carne ha de comerse con mesura para que no se te amarilleé el pellejo, una vez a la semana, dos si son fiestas, a no ser que sea cuaresma.

Fabián lo vio pasar por el camino viejo con el conejo en ristre y la escopeta al hombro. Ya oscurecía. Así que recogió el puñado y lo sacudió para quitarle la tierra, arrimó la azada y con las dos manos ocupadas se marchó de su terreno, dirigiendo sus pasos a casa del Marcelo pues le debía dos lirias, las que llevaba en el bolsillo, y así lo saludaba que uno nunca sabe si despertará mañana. El otro estaba en el banco, uno de piedra que el Marcelo construyó cuando se quemó el molino viejo. Desollaba el conejo.

— ¿Has visto al Marcelo? —preguntó Fabián mirando al conejo. Dos kilos por lo corto —calculó—, lo que hacía uno de carne. Con tres puñados de arroz y una bota de vino harían almuerzo de domingo. Aunque fuera miércoles. Que no lo sabía. Hacía tiempo que ya no le ponía nombre a los días.

— No le he visto el pelo desde ayer. Lo mismo se ha muerto.

— Lo mismo —contestó Fabián.

— Pues entonces vamos de entierro.

— Y nos va a sobrar conejo —añadió Fabián.

Entonces apareció el Marcelo. Venía del patio trasero con un cubo en la mano y una paja en la boca.

— ¿Quién se ha muerto? —preguntó.

— Por ahora, solo el conejo —contestó Fabián que sacó las lirias del bolsillo y se las dio al Marcelo que las cogió sin decir nada, como se hace con el calor del sol, con un murmullo o con el aliento.

— ¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Marcelo.

— Desuello al conejo.

— Ya lo veo. Digo que si quieres algo.

— Te echaba de menos. Como ya no hay mujeres habrá que arrimarse a lo que queda. Está Fabián y estás tú pero este —dijo señalando a Fabián—habla más de lo que dice, así que me he enamorado de ti. Mira, te he traído un conejo.

Marcelo soltó una carcajada y dejó el cubo en el suelo. Se sentó en el banco y sacó la pipa, el tabaco y un mechero.

Y así, en el silencio, terminaron los tres otro día. No sé si lunes o domingo, lo que sí sé es que el día terminaba sin remedio. En la penumbra de tres vidas y con la luna en el cielo.