viernes, 7 de agosto de 2020

Cuando aprendí a rezar

¿Sabéis? Hay una zona llamada “deep corn” a tres días del cabo de Buena Esperanza donde desde Septiembre a Noviembre, se acumulan los bancos de varias especies de peces  distintas. Los  más grandes que jamás he visto.

El mar es peligroso. Hay pueblos costeros que cuentan su historia encadenando muertes.

—El peor invierno fue cuando murió Tom Hagen. Aún andan buscando a su hijo. Hizo tanto frío que había que romper el hielo de la bahía para que los barcos salieran. Al año siguiente desapareció “Whale Sea” con toda su tripulación. Aparecieron todos, gracias a Dios. A estos pudimos enterrarlos. No como a los demás.

Salir a faenar se convirtió en mi obligado paso de la niñez a adulto. Sin pasar por en medio. De jugar al fútbol a rezar por las mañanas, las jornadas de pesca, para que la Virgen te diera un día más. La vida había dejado de ser eterna para convertirse en efímera. Y eso, o lo digerías o te mataba.

Por ello íbamos a rezar todos juntos de madrugada, antes de embarcar, cuando aún la noche hacía esperar a la mañana, poniendo un muro de negrura que acompañaba nuestras letanías, un poco queriendo empujar fuera de nuestras vidas a ese día inevitable. Entrábamos con la gorra en la mano aún con las legañas del sueño, rezábamos y al final la costumbre de tocar el manto de la Virgen de los Desvelos. Nos poníamos en orden: el último el zagal, el primero el más viejo. Y todos íbamos pasando en procesión, igual que hormigas desfilando a su hormiguero.

Ese abrazo de la Virgen te envolvía como si fuera el mundo entero. Salías a la mar recordando que nada podía pasar, y si pasaba sabías que podría haber sido peor, y si lo era pues no había sido mortal. Y aún si llegaba el final, ya no importaba. Porque no importaba el final si ya no quedaba nadie que pudiera contar que a él, lo acontecido no le podía pasar.

Fue un día fatal. Primero ocurrió el fuego donde la iglesia, junto al cementerio. Solo pudimos salvar las piedras, la campana de avisar y al cura, que no se quería morir —decía—como mueren los que van al infierno. Lo apagamos con agua de mar, a primeros de septiembre.  No quedó Virgen a la que rezar, así que  lo hicimos en nuestros camarotes solos, sin fila donde desfilar ni  manto que besar. Como hormigas sin hormiguero.

A mí tampoco me pudieron enterrar bajo una cruz señalando un sitio en la tierra donde enfocar una mirada, poner tres flores el día de Santos y que alguien pueda llorar, de vez en cuando. El barco se hundió en lo profundo de lo más hondo, allí donde la luz no llega, donde se ahogan los gritos, de donde nadie regresa. Solo encontraron dos remos de la chalupa de popa, un zapato con la suela de corcho y un vacío inmenso donde debería haber un barco.

Así fue cómo me quedé sin sitio aunque tengo un lugar. Cuando podáis ir al mar, rezad algo si sabéis rezar, que seguro lo oigo desde el fondo, colocado en la fila de los hombres perdidos que siempre son los últimos en llegar. Y si no rezáis, al menos no dejéis de mirar ese instante donde la luz del día gana, venciendo a las tinieblas de la noche para que salgan los barcos a pescar.


1 comentario:

  1. Tus ramalazos poéticos engrandecen aún más si cabe tus relatos. Magnífico, somo siempre.

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