Aterrizó de cuclillas y el impacto logró que gimiera. Dirigió su mirada a la coronación del muro franqueado pero al estar oscuro no distinguió el borde. Esperó a que remitiera el dolor antes de ponerse en pie. Ya faltaba poco. Pegó su cuerpo al muro fundiéndose entre las sombras y se dirigió al interior del recinto a través de una puerta de cristal que no estaba cerrada con llave. Era normal —pensó—, las seguridades estaban fuera, no dentro. Había cámaras en los pasillos pero las esquivó arrastrándose. Escaleras hacia arriba y hacia abajo. Bajó confiando en su instinto. Recorrió un largo pasillo y abrió la única puerta a su final. Una mujer con bata blanca se volvió encarándole. Él cerró la puerta sujetando el picaporte para no hacer ruido.
—¿Quién eres?
—Me llamo Adán.
—¿Qué quieres?
—Vengo a que me quite la máscara.
Las máscaras se implantaban al tercer año de vida. Sin excepciones. Troquelado a ellas, en un chip bioelectrónico, un número de serie que concedía el estatus de ciudadano. La elección del futuro individual era controlada a través del chip, todo para un bien superior donde todos eran igualados por la misma faz: la máscara.
Adán sacó un cuchillo.
—Comprendo—dijo la mujer sin reflejo de temor—. Pero sabes que eso no se puede hacer. Hay contadas excepciones para quitar la máscara…
—En el lecho de muerte, por indicación expresa del consejo de sabios y por un mérito de reconocimiento universal, lo sé.
—No te veo moribundo.
—No. Tampoco tengo el documento de los sabios y mis méritos no alcanzan ni al barrio donde vivo.
El sueño. Siempre el mismo. No podía respirar, se ahogaba y su pulso se aceleraba hasta dolerle las pulsiones en las venas. Entonces aparecía ella. Sin rostro. Le hablaba de forma pausada y cogiéndole la mano juntaba su cuerpo al suyo, le acariciaba la máscara y le susurraba: quítatela, quiero besarte.
—¿Me matarás si no accedo a quitártela?
—Es un centro reconocido. Usted puede hacerlo. Nadie me ha visto entrar, nadie lo hará cuando salga. Yo me iré sin la máscara y usted podrá seguir con su vida.
—Así que es un plan perfecto.
—No lo sé. Solo quiero…
—Ya. Que te la quite. Pero ¿y si no te gusta?
—¿El qué?
—Lo que encuentres debajo de la máscara cuando te la quite.
Adán pareció dudar y se quedó con el cuchillo en vilo apuntando, como si fuera una pistola, a la mujer. Le apuntó a la cabeza, después al torso y terminó apuntando a los pies.
—La máscara te da seguridad ¿no lo has pensado? No hay diferencia entre tú y los demás. Vives en una sociedad que te promete un futuro, y te lo dará. Y al final de tu vida incluso podrás cumplir tu sueño de quitártela. Sin embargo, si lo haces ahora, todo el mundo te mirará porque serás diferente. El futuro ya no te estará asegurado, podrá pasarte cualquier cosa y nadie te defenderá, ya no serás uno de nosotros.
—¿Por qué?
—¿Por qué no serás uno de nosotros?
—No. ¿Por qué tenemos una máscara?
La mujer tomó asiento lentamente para no resultar amenazadora frente a Adán. Por supuesto. Esa era la pregunta. Ella misma se la había formulado cientos de veces a lo largo de su carrera. Mientras quitaba algunas, muy pocas. También mientras observaba en el espejo la suya propia. Había tenido tiempo de pensar.
—Verás. La máscara nos protege del miedo.
—Miedo a qué.
—Pues miedo a equivocarnos, a ser vulnerables, miedo a no ser lo suficientemente buenos, a que no nos quieran, a estar solos, miedo a decepcionar a los demás, a no ser lo que creemos que somos. La máscara nos protege de nuestra parte débil, insegura, la que necesitamos ocultar para sentirnos seguros.
—Es una cárcel.
—¿Cómo? —. La mujer no esperaba esa respuesta. Su pregunta flotó como un salvavidas en medio de un naufragio.
—Nunca hubo un valiente que no sintiera miedo. Yo he sentido miedo al colarme aquí y siento pavor a que me quite la máscara y pueda ver lo que hay debajo. Quiero poder tener miedo para tener la oportunidad de ser valiente. Y si elijo esconderme porque me resulta insoportable, lo haré. Lo haré hasta que reúna el valor suficiente para intentarlo de nuevo. Y así podré tener la oportunidad de vencer.
—¿A quién?
—A mí. A mis miedos. A mí.
La puerta se cerró y ella quedó sola en la habitación. Una máscara estaba tirada en el suelo junto a un cuchillo. Se sentó en la silla sin poder evitar recordar las últimas palabras que Adán le dijo tras quitarle la máscara y ver su cara.
Si pudiera, te besaría.
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