No es lo que haces, es saber por qué lo haces.
Y esa razón tiene que descansar en algo a lo que, mirándole a los ojos sin que tengas un atisbo de duda y sin que el miedo asome por un instante, puedas llamar verdad.
La verdad se empieza a entender cuando comprendemos que este mundo es efecto y no causa. El tiempo solo tiene sentido en un mundo donde las cosas cambian o terminan, pero si no existe el tiempo, entonces tampoco existe el mundo donde tiene sentido: este mundo.
Y ello es porque cambiar significa que has aprendido. Porque el que aprende, cambia. Ya que aprender (aprehender) es incorporar algo a ti mismo, y si integras algo ya no eres el mismo.
Un viaje se emprende con el deseo secreto de que te enseñe algo y puedas cambiar.
Pero, en realidad, solo existe un viaje que hacer. Y para ese viaje no hace falta ir a ningún sitio. O lo que es lo mismo. Ese viaje se puede hacer yendo a cualquier lado. Ese viaje es el que te transforma por que aprendes la única lección que todos tenemos que aprender.
Viajero. Solo hay un viaje que hacer. Viaja hasta hartarte. Y cuando te hartes de hacerlo, pregúntate hasta dónde llegaste.
Y eso ocurre porque la vida cansa.
Cansa el destino que nos hemos impuesto a nosotros mismos: sostener mentiras para que parezcan que no son mentiras.
Y eso cansa.
Porque en el momento que dejas de sostenerlas, se caen. Se diluyen como el azúcar en el café.
Crees que eres el dueño de tu destino. Crees que el otro es distinto a ti. Crees que tu tiempo se acaba. Crees en la solidez de la vida. Crees tantas cosas…
Y cada una tiene un peso que tú sostienes.
Ahora puedes entender, por primera vez en tu vida, el verdadero significado de la palabra libertad.
Maestro ¿Qué es vacuidad?
Imagina tu vida. Desde el nacimiento hasta tu muerte.
Sí.
¿Ves el cambio que has sufrido desde el momento que viniste hasta el punto en que acabaste y te fuiste?
Sí.
Cambiaste mucho ¿verdad?
Sí.
Este instante en que conversamos es parte del camino que has resumido. Este es un momento entre tu nacimiento y tu partida.
Sí.
Dime ¿Quién eres entre todo el cambio sucedido entre tu nacimiento y el momento en que dejas de respirar? Cuál, de entre todos los momentos, eres tú.
¿Todos?
Pero si eres todos los momentos ¿Qué ocurre si mueres ahora?
Pues he sido todos hasta ahora.
¿Y si hubieras muerto en el momento justo antes del parto?
Pues…
¿Quién, entre todos, eres?
…
No puedes ser algo o alguien que cambia. No puedes ser algo o alguien que deja de ser. El tú que percibes como físico, que es el que cambia, parece que viene y que se va…, es vacuidad.
Antes de leer este relato, lee este (si no, te perderás cosas):
El camino recto: La jungla de olivar (elblogdecharlieasecas.blogspot.com)
—Decime ¿Cómo
vos amás a una plantita más que a la
tullida de mi hermana con la que te casaste?
La pregunta se hizo en ese tono que usan de manera
exclusiva los argentinos y cuya musicalidad seguro que está justificada en
algún par de nucleótidos de la cadena de ADN, circunstancia esta que, estoy
convencido, convierte a nuestros hermanos sudamericanos en una subespecie del
género humano.
Roberto era mi cuñado. Es mi cuñado. Y la tullida es
mi esposa. El cabrón de Roberto insiste en denominarla tal cosa porque ella
tiene cada ojo de un distinto color. Uno es azul y el otro marrón. Pero la
llama tullida delante de todos y detrás de todos también. Carmen, mi esposa,
odia a su hermano por ello. Ya desde el colegio, Roberto insistía en lo que,
según él, era una clara minusvalía indicativa de que una parte de la familia se
manifestaba claramente incestuosa, cosa por la que su madre también lo odia.
Su padre lo ignora. Pero a mí siempre me hizo gracia aquello, por lo que
Roberto y yo hicimos migas desde el principio.
—No entiendo por qué dices que quiero más a mi oliva
que a tu hermana. Mi plantita es un recuerdo de mi tierra a la que añoro como
es normal. Y a las plantas hay que regarlas. Y eso hago.
—Es sencillo eso, boludo. Tú riegas dos veces a la
semana la plantita ¿No es eso?
—Correcto.
—Pues estoy seguro que a la tullida no la riegas
tanto.
Así es Roberto.
La crisis de 2007 me había llevado a la Argentina con
la promesa de un empleo y sueldo. Lo que iba a ser un paréntesis en mi vida se
convirtió en un punto y seguido cuando conocí a la tull…, Carmen. Cuando conocí
a Carmen. Me enamoré y de pronto habían pasado quince años. Buenos Aires fue acogiéndome entre sus brazos
poco a poco para no dejarme ya escapar. Solía regresar a Andalucía por Navidad,
y de la última me traje un esqueje de olivo que era el que traía entre manos
cuando mi cuñado decidió dejarse caer por casa.
—Y dime, pibe. Vos sos
un capo en esto de las olivas, ¿no?
—Bueno, a ver. Esto es como lo de los toreros. En
España no somos todos toreros. Yo sé cosas de los olivares. Mi tierra está
rodeada de ellos, quieras que no algo se pega. ¿Qué quieres saber? ¿Algo
concreto, o así en general?
—¿Cuántas olivas hay que tener para ser rico en
España?
Roberto siempre es original en sus cuestiones.
—¡Buf! Eso es difícil. Déjame pensar. ¿Cuánto, según
tú, es ser rico?
Me gustó mi maniobra dialéctica. Con Roberto siempre
es un recibir continuo cuando se conversa con él. Hay que meterlo en aprietos
para ir poniendo límites a su ingenio.
—Digamos que cuando tenés plata suficiente para no poder gastarla en tres vidas.
—¿Tres vidas, por qué tres vidas?
—Para que sobre, boludo.
—Pues entonces un millón de olivas.
—¡Un millón!
—Pa que
sobre, gilipollas.
—Venga va, che. Dejate
de quilombos. Si preguntaba es para interesarme por vos y lo que has mamado
allá, que a los gallegos hay que sacaros lo vuestro palabra por palabra.
Tenía razón Roberto. No era fácil para mi hablar donde
la añoranza rasgaba gargantas y traía recuerdos mezclados con suspiros. Si
podía lo evitaba y ello me hacía diferente a estas gentes que sembraban
palabras como nosotros olivos. Lo que dejé atrás en el tiempo no fue solamente
ruina y miseria, y ahora que lo pensaba, nunca lo dejé atrás pues se vino
conmigo.
—Bueno, mira. Te diré que en mi tierra las gentes son
un poco como los olivos. Secos, duros y con fruto. No son desde luego como los
argentinos que tenéis más encanto que vergüenza.
—¡Oye, pibe! —protestó Roberto.
—Pero si es un cumplido —atajé yo—, ya quisiéramos la
mitad del talento que hay en esta tierra, pero allí se trabaja, aquí vivís de
la poesía y la conversación.
—Bueno, che. También tenemos estrategia. Casamos a las
tullidas con terratenientes.
—Yo no soy terrateniente. Pero una vez lo fui.
—¿Fuiste rico?
—Bueno, no llegué a saberlo nunca. Un incendio se
llevó por delante una herencia que mi abuelo me legó en forma de olivar.
—¿Qué pasó, pibe?
—Bueno, es una larga historia que ahora no viene al
caso. Te diré que fui yo el que le pegó fuego a aquello, pero fue sin
intención. No vayas a pensar que quería cobrar el seguro o algo así. Digamos
que no siempre tenemos las mejores ideas.
—¿Y el incendio aquel es el motivo de tu tristeza?
—¿Cuál tristeza?
—Pues esa que arrastras, che. O vos te figurás que aquí somos todos boludos. Vas
torcido por la vida y eso es que algo te pesa.
Los argentinos. Bendito pueblo. Estoy seguro que si
eligieran mejor a sus gobernantes serían amos del mundo. Roberto, como casi
siempre, tenía razón. Creo que me sentí acorralado y di las gracias por ello.
Quizá contarlo no lo sacara de dentro, de allí donde escondemos las cosas, pero
compartirlo quizás hiciera que se convirtiera en algo más liviano de
sobrellevar.
—Siempre hay una mujer, Roberto.
—Esto promete —contestó él. Y sentándose a mi lado
empezó a calentar agua encendiendo el termo eléctrico para servirse el mate que
es para ellos todo el año lo que la cerveza en verano para nosotros.
—Ella, era sobrina del guardés que llevaba la finca
que se quemó. Por una cuestión de cuentas, la sobrina, el guardés y yo mismo
habíamos quedado para reunirnos y hablar de dineros. Pero como el incendio se
sobrevino y yo acabé medio asfixiado en el hospital, pues la reunión no tuvo
lugar. Pero se pasaron por cortesía a visitarme.
Cuando la vi, el mundo se paró.
—Este cuento le encantaría a la tullida. Deberíamos
llamarla —me interrumpió mi cuñado.
—Todos tenemos pasado, Roberto.
—Perdona, che. Era una sugerencia no más. Sigue, pibe.
—Pues qué te cuento. Me enamoré perdidamente de ella.
Pero…, no pudo ser. —Mi silencio se eternizó. De pronto todo empezó a doler de
nuevo. Allí estaba la razón de mi huida, el dolor. Y este que sentía lo hacía
como estrenándolo igual que un traje en una boda. Escondemos las cosas que nos
dañan con la esperanza que desaparezcan, pero no lo hacen. Están ahí,
esperando. Las palabras huyeron de mí. De pronto ya no me apetecía contar
aquella historia.
—Sos único
contando historias, pibe. Esto da para una serie. Una no muy larga, es cierto,
digamos…, una de minuto y medio…Ya me la estoy imaginando: Llegué, quemé, me
enamoré y me fui a la Argentina. Un Oscar no sé si nos darán. Lo mismo una
uñita de Oscar…
—Vale, vale. Ya está bien. —Interrumpí yo— Es que
duele, carajo.
—¡Pero contáme,
viejo! Eso que vos hacés, no es contá. Contá es dar detalles, hablar de la primera cita, el primer beso,
el primer arreón…; contá es hablar de su sonrisa, de las
babas que te chorreaban cuando la cogías de la mano…; contá, viejo, es hacé la
película para que yo la vea y llore contigo…
—No pudo ser porque ella se metió en un convento.
—¡La concha de tu madre!
—No mentes a mi madre que está tranquila allá en
Fuengirola.
—¡Pero, pibe…! ¿Qué le hiciste?
—¡Cómo que qué le hice! Yo la amaba, pero ella era budista.
Y de las convencidas. Intenté…, bueno…, salimos un par de veces, ella me contó
y yo no pude, o no supe, ¡o era el destino o…joder! ¿¡Qué quieres, que la
raptara!? Se fue al Tibet. Como mi abuelo.
—¿Tu abuelo también se hizo monja?
—No. A él se lo comieron los buitres.
—¡Ah! Me habías preocupado.
—Es una larga historia.
—O sea, de tres minutos lo menos.
—Vete a la mierda.
Me levanté y seguí podando el esqueje. Quería quitarme
esa conversación de la cabeza y me concentré en las clases on line sobre bonsáis que había tomado para convertir ese olivo en una
obra digna de mi recuerdo por mi tierra. Cogí una guita que até entre dos
ramitas de manera que cuando crecieran lo hicieran en un determinado sentido.
—¿Te ayudo? —dijo en tono conciliador Roberto.
—Agarra aquí —propuse indicándole una de las ramitas.
Él lo hizo y anudé el hilo tensándolo.
—¿Cuántas aceitunas da un olivo?
—Siempre depende. Pero puedes calcular unos cuarenta
kilos por árbol. Más grande, más kilos. Pero depende de muchas cosas. Si es de
secano, o de regadío; si llueve, si el árbol está cansado o no…
—Sos un capo
del mundo del olivo.
—No. Pero olivos como este supusieron un principio
para mucha gente allá en Andalucía. De alguna manera ese pasado lo vamos
heredando. Es como si todos los de allí sabemos, al ver un olivo, que le
debemos nuestra oportunidad. O que estamos donde estemos un poco gracias a
ellos. Por eso este olivo es más como un símbolo de respeto a ellos. Por lo que
hicieron por nosotros.
—Eso da para un largometraje, viejo.
—Le voy a enseñar a tu hermana una cosa de venenos
para que te asesine.
—Yo también te quiero, pibe.
—Y yo, cuñado.
—Esto no va a
continuar más —le dijo a su
sombra—, de aquí en adelante
harás lo que te corresponde, o si no…
Peter se interrumpió al ver a su sombra volver la cabeza. Como si no le
prestara atención. Un desplante chulesco que terminó de enervarlo.
—¡Te haré
desaparecer!
La sombra río a carcajadas que no se oyeron, pero aun así se veían
estridentes.
—Tú te lo has
buscado —pensó Peter.
Y metiendo la mano en su faltriquera sacó una linterna.
La sombra se llevó la mano a la boca espantada y empezó a negar con la
cabeza ostensiblemente. Incluso se puso de rodillas juntando las manos en un
lamento tardío. Peter encendió la luz y la sombra desapareció.
— No eres nada —
susurró. Y diciendo esto abandonó la oscuridad para siempre.