viernes, 3 de noviembre de 2023

La muerte de Rosario Tijeras

 La muerte de Rosario Tijeras fue lo único ausente de tragedia en su breve vida. 

Recuerdo que estaba tirada en la calle cuando la vida nos cruzó, la miré y realmente estaba muy sucia, de rodillas en el suelo imploraba con la mirada. Creo que tuvo suerte, por entonces yo buscaba comprarme un perro y llegué a la conclusión de que ella era mejor, pues —por la edad que le calculaba— seguro que ya estaba vacunada. Así que la recogí y me la llevé de viaje, como si fuera mi Madame Butterfly de bolsillo.

Descubrí que Rosario Tijeras era una zorra que quería ser princesa, lo cual me hizo suspirar, pues de todos es sabido que las zorras que quieren ser princesas comen sin lavarse las manos, lo cual no está mal si acaban de ejercer de princesas, pero es un problema en caso contrario.

—Rosario, esto no puede seguir así.

—Me mataré mañana —me dijo sin dudar un instante— no merezco vivir.

—Rosi, cariño —le dije yo— bastará con que te pongas estos guantes y solo te los quites para comer y para lavarlos.

A Rosario le encantó la idea, pero claro, a los guantes le siguieron medias, corpiños, fustas y complementos diversos que la hicieron más puta que princesa, lo cual no me molestaba en absoluto pues mi empeño era descubrir su verdadera naturaleza.

—A mi nadie me gana a puta —me dijo una vez. 

Eso me aclaró bastante.

Rosario Tijeras ejerció de puta exactamente dos años y dos días, después descubrió que añoraba su parte de princesa.

—Quiero una casa de muñecas —me dijo mientras apoyaba un taconazo de aguja en una silla y fumaba sin estilo alguno—, con globos.

A Rosario no se le podía decir que no, fue cuando nació Extravagancia, su casa de muñecas. Asombrosamente la pillaba continuamente sin guantes y con las manos limpias, por lo que la dejaba comer sin darle la brasa, y llegó un momento en que empezó a hacerlo por gusto.

—Si me desatas podríamos ir al cine, Rosi.

— ¿Qué echan?

—Una de tiros.

—Me lavo las manos y estoy contigo.

No había duda, Extravagancia había consolidado algo bueno en Rosario Tijeras. Su casa de muñecas había conseguido, por fin, que se lavara las manos ella solita para comer y para más cosas.

Es sabido que las balas siguen a los disparos, como el trueno al relámpago, la soledad a la muerte o el carmín a los labios. Rosario Tijeras murió un mes de noviembre, sin tiros ni lágrimas, sin velatorio, incluso sin entierro. Dejó bajo tierra su odio y regresó viva de entre los muertos, ahora se llama Rosario y ya no es puta, sino reina. 

Y esta es su historia. No, mejor.., un breve relato.


viernes, 21 de abril de 2023

El cuento del olivo (finalista en el certamen MQC)

 

Fue padre quien lo propuso en una noche cualquiera. Me acuerdo como si hubiera pasado ayer mismo y, de eso, hace ya cuarenta años. Yo tenía apenas siete.

                         ¡Vamos a dormir al olivar¡—­­­dijo.

 

Y aún oigo las protestas de mi madre mientras nosotras, ­­­mi hermana y yo,­­­ nos afanábamos en preparar la acampada: un pijama, nuestras muñecas y una caja de cereales sin empezar para el desayuno.

Recuerdo que mi padre, tras montar un campamento con una tienda de campaña y una pequeña hoguera nos abrazó para disipar cualquier temor en la noche oscura del campo. Nosotras nos sentimos reconfortadas inmediatamente.

                     ¿Queréis que os cuente un cuento?

Y fue como si todo desapareciera. Lo extraño de dormir al aire, los ruidos del campo, el susurro del miedo. Mi hermana y yo, incluso mi madre, nos apretamos junto a padre hasta formar un solo cuerpo. Creo que nuestras respiraciones se acompasaron y que nuestros latidos coincidieron.

—Esta noche será un cuento especial. —­­­Prometió padre.

                   Casi nadie sabe la razón por la que los olivos crecen retorcidos, como arañando el cielo, pareciendo que claman justicia por algo que sucedió al principio de los tiempos, en una época tan lejana donde no existían las palabras y por ello se borraban los recuerdos. Fue entonces cuando sucedió lo que hoy os cuento.

                  El olivo fue el tercero al que Dios creó primero. Antes fue el álamo y después, ese que llaman el árbol de lo muertos, el ciprés erguido. El que dicen que es el camino a los cielos. El álamo daba sombra y el ciprés, consuelo. Por ello el creador vertió aceite en el olivo para que el mundo tuviera resguardo, esperanza y alimento.

               Y todo iba bien, mientras cada uno iba a su asueto. Pero ocurrió lo que siempre pasa en los cuentos, aunque en este no había bruja malvada ni ogro hambriento, no hubo reyes despojados de su corona ni princesas encerradas en sus encierros, por no haber, no había siquiera amo ni dueño que perpetrara castigos injustos a aldeanos, mozos y plebeyos. Lo que ocurrió es que el olivo se cansó de dar todo su alimento y pidió al ciprés que, a cambio, le enseñara el camino a los cielos, pues quería ofrecer al creador el mejor oro de su aceite más puro e intenso. El ciprés sospechó y fue a contárselo al álamo que tenía fama de ser un árbol sereno. El álamo le advirtió entonces: el olivo te miente, solo quiere lo que guardas en silencio. Y cuando descubra el camino a los cielos, te quedarás sin oficio y él con tu secreto.

Al ciprés se lo llevaban los demonios. Ese maldito olivo, mentiroso y torticero. Despechado viajó esa misma noche a ese que era su lugar secreto, donde las nubes nacen, el sol cuelga y la luna se esconde. Y fue allí entre todos donde un plan se tejió en silencio, pues en los cielos no se habla que es el sitio de la noche y sus misterios.

Ya con todo hecho, el ciprés bajó de los cielos y al encuentro del olivo fue para terminar aquel trato de lo suyo por alimentos. El olivo tras sus palabras pues quedó muy contento y se emplazaron para esa noche donde él, finalmente, dejaría la tierra para volar con el viento, cambiaría zarzas, tomillos y sarmientos por lo que venía a ser un aire ligero. Fue a preparar sus viandas y se puso a parir su mejor presente, un aceite espeso como sangre, con sabor amargo y color verde intenso. Y cuando la noche ya se echaba el ciprés le mostró su secreto, el camino que dejaba la tierra para alcanzar lo desconocido, donde nace la noche, donde van los muertos.

Padre hizo entonces un receso. Avivó las llamas y desató su mochila donde había jamón, croquetas caseras hechas por mi madre y un cuarto de queso. Yo, la verdad, no tenía hambre y si la tenía lo que me faltaba era un hueco en el pescuezo por donde colar las viandas que, entre tanta noche, suspense y aquel montón de muertos, tenía un nudo en el estómago que se me subía por el tronco y se me atrancaba en el cuello. Mi hermana estaba igual, escondida bajo el sobaco de mi madre­­, yo creo que ni respiraba, y entonces me di cuenta que su muñeca había muerto, estrangulada por sus pequeñas manos que la apretaban de tanto miedo.

Padre nos sonrió mientras repartía los alimentos.

­­¿Qué ocurre, no os gusta el cuento? ­­preguntó ya comiendo.

Y ante el silencio que se hizo, él siguió diciendo.

­­¡Bueno, pues lo dejo! Si queréis nos marchamos a dormir y que tengáis dulces sueños.

Yo sabía que no iba a dormir entre tantos olivos sin saber el destino de aquel del cuento. La verdad es que no tenía claro si al final era el olivo el malo, o era el bueno. Y rodeada como estaba de ellos, no daba igual lo uno o lo otro, que no es lo mismo estar jodida que estar jodiendo.

­­Pero, padre ¿Era malo el olivo, o era bueno? ­­pregunté sin poderlo evitar. Que después te llega la muerte sin avisar y no quería que esa duda me acompañara al entierro.

­­El olivo quería prosperar, dejar la tierra, surcar los cielos. Y para eso confió en lo que le fue dado, cambiarlo por medrar, conocer a su creador y vivir sin miedo. Decidme ¿es eso malo, o es bueno?

­­Pero obligó al ciprés a descubrir su secreto. Fue un chantaje sucio. Los buenos no hacen eso. —Protesté yo.

­­Pero el ciprés ya tenía lo suyo, y también el regalo del alimento. Y claro estaba que no protestaba pues el que recibe no gasta ni paga, que es como ahorrar dos veces y si eso no es verdad ¡decidme que miento! ­­Y dicho esto, padre se fue a acostar.

¡Pero, y el cuento! —­­dijo en voz alta mi madre.

¡Eso, eso! ­­continuó mi hermana. Hay que terminar con el cuento, seguro que al final se descubre si era el olivo el malo, o era el bueno.

Y ya con mi hermana debajo del sobaco de mi madre, mi padre tomó de nuevo asiento, y junto a los destellos de la lumbre puso voz fingida, como de miedo.

Llegó el olivo al instante, en un abrir y cerrar los ojos, en un suspiro de mosca y eso que desde la tierra se veía su destino muy allá, muy a lo lejos. Pero el olivo no se sorprendió, ya que pensó que allí donde estaba, no era sitio ni lugar sino más bien como un estar, algo como un sueño que, sin ser, está y eso, aunque no lo hace de carne y hueso, se vive como si lo fuera.

Buscó un camino mientras apretaba el aceite no se le fuera a caer y manchara las nubes por encima, que después se liaba a llover y en lugar de agua pues aceite sería. Y no quería él contaminar, que uno empieza y después no se sabe cómo detenerlo.

Como no encontraba camino en el cielo, probó entonces a gritar, de esa forma que dicen que se hace a los cuatro vientos. Y a los gritos acudieron tres ángeles que, con aspavientos, lo mandaron callar ¡Qué es eso de gritar en los cielos! Los ángeles lo miraron y entre ellos hablaron…

­­Este debe ser el que nos dijeron.

­­Sí ­­dijo otro. Debe ser el nuevo.

­­¿Eres ese a quien llaman olivo? ­­preguntó el tercero.

El olivo asintió, sin saber cómo, de pronto la voz no le recorría el cuerpo. Quizás ­­pensó­­, una magia de las de verdad le había borrado ese entendimiento.

­­No intentes hablar. En nuestra presencia no puedes hacerlo.

­­Como tampoco podrás regresar.

­­A no ser que quieras jugar. Y antes que te revienten las ramas por no poder preguntar, te diré lo que quieres escuchar: se trata de un juego que no es un juego pues dependiendo del final puedes volver o quedarte como los demás, que este es sitio de muertos.

El olivo se puso a pensar. “Cómo voy a jugar si no puedo hablar. Pero tampoco se quería quedar, no le estaba gustando mucho la compañía y las perspectivas no parecían que fueran a mejorar, si como vecinos le esperaban ánimas, fantasmas y espectros.”

Así que asintió.

­­ ¡Pues vamos a jugar! ­­—dijeron a la vez los ángeles.

Lo que olivo no sabía es que todo era un ardid. Los ángeles le debían una fortuna al ciprés por el porte de incontables muertos que había servido al cielo. Por eso habían accedido a engañar al pobre olivo dejándolo en silencio.

­­El juego es el siguiente. Te plantearemos una cuestión que deberás resolver. Si lo haces podrás volver, pero si yerras permanecerás aquí para siempre.

--¿Qué es lo que no te puedes llevar y, sin embargo, ya lo tienes?

--¡Es la vida! –grité al instante. ¿Pero cómo lo dirá el olivo si no puede hablar? –terminé preguntando.

El olivo cogió el cántaro de aceite que llevaba como presente celestial, y destapado su tapón de jalea real, vertió su contenido hasta donde su impulso fue capaz de alcanzar. El verde oliva manchó el campo blanco y surgieron horizontes surcados por ríos de aceite, y desgajando una rama de su vuelo, el olivo plantó un esqueje en una nube, con siete hojas de plumero, y a la vista de ángeles y cielo, la rama se convirtió en árbol, y este fue su mérito.

Los ángeles lo dieron por bueno.

--Puedes pasar –dijeron. Y un camino apareció entre nubes que el olivo recorrió, para encontrar en su mismo final, un trono celestial, digno de un Dios o, por lo menos, similar.

Un niño apareció. Uno muy normal. De aspecto usual, os digo. Y el olivo se percató que ya aceite no llevaba, el regalo se esfumó. Así que, por no poder hablar, estiró sus ramas hasta que rallaron el cielo, tronchando el tronco hasta partirse los huesos, quedando retorcido y amargo, como el aceite bueno, el que mancha el cielo de la boca y se graba en el paladar, allí donde termina el pescuezo.

Y ese es el motivo de que los olivos retuerzan el tronco y arañen los cielos –terminó mi padre el cuento.

Y yo, cada vez que lo recuerdo, añoro el campo y recuerdo el viento. La noche estrellada, la mano estrechada, la piel de mi madre, el principio del cuento. La luz apagada y el susurro del cielo.

 

domingo, 12 de marzo de 2023

El masturbador de mujeres II

 

Mario Cadonacci era muy diligente, y enseguida supo ver el potencial de la situación. La alcaldesa sería su pica en Flandes, así que habría que esmerarse. Y lo haría.

Ágata lo miró desafiante.

—¿Dónde hay que subirse? —Ágata se encarama a la silla de ginecólogo— Ah!, sí...y pongo las piernas abiertas, ¿no?  —el ligero vestido deja a la vista unas bragas que, a pesar de ser de faja ancha, dejan al descubierto una alfombra peluda que parece un gato.

—Santo Dios!, eso podría ser un inconveniente —dice Mario en voz alta cuando su vista se detiene en aquella especie de bosque amazónico— habrá que afeitar.

—¿Cómo?

—Sí, verá. —Mario puso cara de profesor- si le afeito y dejo suaves las ingles dejando limpio el coño de polvo y paja, las sensaciones se multiplicarán por mil. Habrá que aplicar un poco de aceite tras el afeitado. Si me lo permite, yo lo haré y después le daré una vuelta en la rueda .

Un buen montón de pelos yace bajo la entrepierna afeitada de Ágata, la piel está al rojo vivo, no se la puede tocar, hiere cuando se roza. Mario vierte abundante crema en sus manos y directamente en el vientre de la mujer que se contrae al contacto y se escurre sobre sus pringosos dedos patinando en el cuerpo de ella, se acompañan en un baile lascivo empujándose y dejándose acariciar.

Ágata se deja untar la entrepierna con parsimonia, la excitación se junta con el primer dolor y explotan. Gana el placer, y la mujer abre los ojos pidiendo más. Todo chorrea y se desliza babeando indecentemente.

—Es el momento alcaldesa —Mario retira sus manos y atrae hacia sí el cuerpo de ella— le presentaré a la rueda.

—Mmmmppf! —acierta a mascullar Ágata.

—¿Perdón?

—¡Nada...nada...! vamos a la rueda esa!

Mario está sereno y tranquilo mientras sujeta las muñecas de Ágata a unas argollas forradas con espuma, va dándole instrucciones a la mujer mientras regula los apoyos de los pies a la medida de la clienta —es importante que no saque los pies, puede moverse, pero sin sacar los pies— Ágata dice a todo que sí, aunque en realidad no oye nada, está poseída por la urgencia de un orgasmo a medio llegar.

—Ahora pondré la máquina en marcha.

—Sí.

—Es posible que oiga chirriar el mecanismo, es normal, no se distraiga por eso.

—Sí.

—Cuando esté satisfecha yo lo notaré y pararé la rueda, si quiere parar antes diga “pare”.

—Sí.

—¿Lo ha entendido todo?

—¡QUE SÍ…!

La máquina empieza a girar lentamente, Mario la va acercando con movimientos precisos hasta que está a punto de tocar el cuerpo ansioso de la alcaldesa. Se detiene, echa un último vistazo y comprueba que está todo en orden. Pero no lo está.

La alcaldesa ha sacado los pies, y está colgada de las muñecas intentando acercar la pelvis a esa máquina que no la toca, la lengua fuera, los ojos desorbitados, la cara compungida por el esfuerzo.

—¡Pero Ágata! —Mario se dirige a ella y vuelve a colocarla adecuadamente—¡le dije que no se moviera! Podría ocurrir un accidente y eso sería nefasto para los dos.

—Te voy a matar — la expresión de la cara de Ágata deja claro que no es en absoluto una bravata—. Como no me enchufes las plumas ¡ahora!, juro que te mato de la muerte más horrible que puedas imaginar.

—Tiene que intentar relajarse alcaldesa —Mario teme por su pica en Flandes— tenga en cuenta que aquí se viene a disfrutar y esa actitud…

—¡Que me la enchufes, COÑO!.

 

Una pluma le toca el vientre, y después otra y otra…, cada vez más seguido, las plumas son largas, ligeras ,en punta…, de pronto la rueda se para y empieza a girar a contrapelo, la velocidad aumenta y es distinto- Ágata se arquea, y las argollas se le clavan en las muñecas a pesar del forrado-,  la rueda baja y se acerca a la entrepierna que gotea y tiembla al sentir el vientecillo previo al primer contacto…, apenas las puntas empiezan a sucederse rozando la superficie de los labios rosados de la señora alcaldesa , es demasiado para el ansioso cuerpo de hembra y se oye.

—¡Ahhhh!— ¡AAAAAAHHHHHHHHHH! … ¡AHHHHHHHHHHHHH!..

La alcaldesa inspira y contrae el abdomen intentando huir de las plumas que pugnan por volver a alcanzarla – no..nnoo..nooo,…. ¡Ahhh!...!ahhh!

La segunda corrida la pilla desprevenida.

—¡ AAAAAAAAHHHHHHHHHHH!

—Ya!..ya!..vale!..VALE! —Ágata suplica mientras las plumas siguen girando-—¡Aggg!..!por favooorrr...ya!..

—¿Quiere decir que pare? —Mario duda, las plumas giran… —no ha dicho la palabra correcta Ágata, por favor, dígala para que sepa que…

—¡PARE!

— Correcto. —Mario detiene la máquina bloqueándola con un pasador de hierro y una pluma se queda a un milímetro del coño de Ágata, mirándola como si fuera el mismísimo diablo.

Mario escribe un libro basado en las mujeres que pasan por sus maquinas, de la alcaldesa hizo la siguiente anotación. “La pasión se guarda en la espera”.

Ya se extendería más tarde.

martes, 14 de febrero de 2023

El masturbador de mujeres I

 

I.

Llegó en un carromato tirado por dos cansinos caballos de encías viejas y podridas; el carromato era doble y tenía lonas que se apoyaban en medios arcos de cimbra metálicos dándole una considerable altura. El conjunto  se movía pesado atravesando el pequeño pueblo de Llanes (Asturias), dirigiéndose hacia las afueras, hacia el rio.

Corría el año 1937, y el luto vestía a las únicas habitantes de la pedanía. Maridos, hijos y hermanos habían sido devorados por la guerra. Sólo quedaban ellas.

Mario Cadonacci era italiano. Pero sobre todo era un profesional. Una vez en las afueras del pueblo se detuvo junto al rio, desató a las bestias que abrevaron y comieron pasto a su orilla. Se metió en el segundo vagón por un hueco de la lona que batió,  haciendo que  el polvo del camino se desprendiera de sus solapas. Trasteó en su interior y salió con un martillo en una mano, y un cartel en la otra. Contó cien pasos, y clavó el cartel.

“ Masturbador de mujeres”

Después echó un vistazo al pueblo que acababa de atravesar, y se dispuso a descargar el carromato.

Los artilugios que del carruaje descendían eran invención suya, toda una carrera en la investigación para conseguir un único fin: el placer de la mujer. Y, sin entrar en falsas modestias, él pensaba que lo había conseguido. Los inventos no eran sino la mecanización de una habilidad, adquirida por supuesto,  que profundizaba en los más íntimos recovecos del sexo femenino. Descubrir los deseos ocultos de sus clientes era la otra cara de una moneda que la hacían, como recién acuñada, irresistible.

Aparato 1 : La rueda.

La rueda era un instrumento travieso y nervioso, no apto para todos los públicos. Requería de clientas avezadas en busca de redescubrir la intensidad de los primeros orgasmos. También de casos medios de anorgasmia, así como ninfomanía en general.

Un timón de barco sobre un bastidor al que se había rematado con cuatro ruedines para su manejo, se ensamblaba a un potro de ginecólogo donde las clientas se abrían de piernas ante él. Cada uno de los asideros del timón estaba rematado con una gruesa pluma de ganso. El timón era dirigido con habilidad por Mario. Primero lentamente, dejando que las plumas recorrieran el vientre de las damas dirigiéndose como en un torbellino sinuoso hacía la entrepierna que se levantaba al sentir los continuos embates plumíferos.

Aparato 2 : La fuente.

La fuente era un ingenio hidráulico a base de tuberías que, de forma estudiada, disminuían su diámetro progresivamente hasta acabar en cuatro chorros finísimos, por los que salía el agua a una presión regulable a voluntad, de manera sencilla, con sólo abrir y cerrar el grifo que alimentaba a la primera tubería. 

Sentadas en un asiento hueco las damas se posicionaban aleccionadas por Mario, un pequeño bastidor el final de las tuberías situado inmediatamente debajo del asiento, sujetaba los chorritos que lanzaban pelos de agua.

La variabilidad en la velocidad de los chorritos hacía indicado el invento para toda clase de públicos. 

Aparato 3 : el pedal

El pedal eran palabras mayores. Sólo apto para mujeres con parto normal y a ser posible, más de uno. Y es que el tamaño importa.

Mario aprendió eso en los inicios de su carrera.

El pedal era un sistema de poleas que acababa en un pedal que la usuaria, es decir la corredora, accionaba a voluntad manejando un enorme consolador convenientemente apuntado.

Definamos enorme: Muy grande. Y negro.

Vale.

Abstenerse vírgenes.

 

La alcaldesa de Llanes decidió ir a investigar. Por el bien del pueblo.

Ágata, se dirigió hacia el campamento del masturbador con más curiosidad que otra cosa. Bueno,  sí.  Era un hombre,  y hacía mucho tiempo que no veía ninguno. Doce meses.

Ágata tenía un cuerpo menudo pero bien formado, tetas de serranía, caderas de paridora, y ansia de hortelana.  De falda fácil, que se decía.

-         Buenas tardes, soy la alcaldesa del pueblo de Llanes me llamo Ágata- tendió la mano- y vengo a averiguar lo que vende. ¡Esto que es! - señalaba el pedal- pero si parece…

-         Una polla. Una enorme y negra polla.- Mario tenía las manos hacia atrás y miraba por encima de sus lentes que le caían sobre la nariz- Sí.

-         ¿Y aquello?- dijo señalando a la rueda- ¿para qué sirven las plumas?

-         Si quiere..., le hago una demostración.

(continuará)

jueves, 12 de enero de 2023

La ley del hambre

 

El frío espanta a las liebres que buscan el calor en las madrigueras excavadas en el suelo. El galguero lo sabe. La broza hace tiempo que está seca y la yesca la muerde apenas un par de veces antes de prenderla. Al mismo tiempo que mete la tea en el agujero azuza al galgo que olisquea nervioso buscando la salida. La liebre surge como un rayo huyendo del humo que la ahoga y el perro parte enflechado en pos de ella;  gira, zozobra, mientras siente el aliento del galgo en su trasero lanzando dentelladas al aire. De forma increíble apura un ángulo de setenta grados y el can pierde las manos escurriéndose apenas unos metros. Cuando recobra el equilibrio la liebre lanza zancos tan largos como las sombras del atardecer. El perro regresa arrastrando su ridículo con el rabo entre las piernas.

Estás viejo, perro anuncia el galguero con gesto inexpresivo.

La mujer oye el cascabel de la verja y se asoma para asegurarse. Ve a su marido colgar la canana sobre el clavo del dintel de la cuadra y piensa en avivar el fuego para los andrajos. Se extraña al no ver al perro merodear en la escudilla donde suele beber el agua sucia que lo refresca tras la caza.

Tras cerrar la puerta, se acerca a la lumbre poniendo de cara sus manos para calentarse el cuerpo.

—¿Y el perro?

El hombre gruñe, apenas.

En el campo, bajo un olivo, el perro va muriendo como un forajido. La soga es demasiado gruesa para el cuello, por eso no termina de ahogarlo. Pasarán días, en el mejor de los casos horas, antes de que la sed, el susto y los cuervos acaben con su vida.

Hoy no hay liebre para los andrajos, pero tampoco perro al que alimentar.