jueves, 31 de diciembre de 2020

Diario de una cuarentena.

Jugar a las tarjetas con mis hijas se está convirtiendo más que en una diversión, en un experimento sociológico sobre brecha generacional e influencia cultural de los dispositivos electrónicos. El juego está bien, es entretenido. Pero lo fastuoso no es eso. Lo que lo hará inolvidable y digno de recordar en mi lecho de muerte son las respuestas de mi hija mayor (con cariño, cielo). Sin duda, cuando esté dando los últimos estertores con un tubo en la boca y decenas de sensores sobre mi piel y me esté meando de risa es que habré llegado, en el vertiginoso paso de mi vida ante mis ojos, a las respuestas de mi hija. Y seguramente estaré dándole a la moviola.

Escena primera.

La compañera de juego en el turno de la mímica —su madre—, adopta con las manos una postura de triángulo sobre la cabeza.

Respuesta de mi hija: HOLOCÓPTERO.

Yo me moría. No es que haya confundido la palabra con helicóptero. Que no tenía que ver con lo representado por su madre, es una palabra genuina fruto de…; no sé de qué es fruto. A mí me ha parecido brillante. Un palabro muy bonito, cariño.

Escena segunda.

En esta, mi hija mayor trata de definir la palabra de la tarjeta para que la adivine su compañera, madre en coincidencia.

Palabra: Ku Klux Klán

Definición: Es algo de la cocina.

Me he desgarrado el estómago. Ahora se me caerán los alimentos.

Escena tercera.

Misma explicación.

Palabra: La Gioconda

Definición: Yo creo que es una serpiente.

Han venido los de urgencias.

Me iré al otro mundo con una gran sonrisa en la boca. Gracias, princesa.

 

 


martes, 22 de diciembre de 2020

Cuento de Navidad

Tener una buena conversación exige mostrar nuestra vulnerabilidad y, en ese honesto intercambio, tener permiso de acceso a la contraria. Las circunstancias que lo permiten pueden ser variadas y esta es solo una de ellas.
Corría la navidad del 2056 y de nuevo se acercaba la fecha de año nuevo, lo que significaba recoger el legado de mi padre para esas fechas. Cuando era adolescente y compartía cuarto con mi hermana, adolescente también, pasamos una navidad con mis padres en “petit comité” y al viejo se le ocurrieron algunas de esas ideas que solo se le ocurrían a él. Nos gustó. Y tanto mi hermana como yo hemos mantenido esa tradición a lo largo de los años en nuestra propia familia. La noche de año nuevo cada miembro de la familia está obligado a dos cosas. La primera es preparar uno de los platos de la cena. La segunda es que después de cenar, cada uno debe dar las gracias a los demás por el año transcurrido.
En la cocina, Adrián se esfuerza en limpiar fresas subido a un taburete. Sus ocho años de vida alcanzan para mucho pero aun no llega al fregadero. En la mesa de la cocina tiene un bol con chocolate troceado. Prepara el postre.
—Mamá.
—Dime cariño.
—¿Has pensado ya lo que vas a decir? La voz de Adrián refleja inseguridad y a su madre no le pasa desapercibido. Eso hace que recuerde la primera vez que ella estuvo en la misma situación y una profunda comprensión la invade. También tenía dudas.
—¿Por qué, tú ya lo tienes pensado?
—No sé.
Adrián coge otra fresa, le quita el tallo sin habilidad alguna y la pone en el plato de las lavadas. Se da cuenta de su error y la vuelve a coger para ponerla debajo del grifo que está demasiado abierto lo que hace que cada vez que lava una fresa se ponga empapado por las salpicaduras.
—¿Tú qué vas a decir? —pregunta Adrián.
—No te lo digo que te copias.
Adrián coge la última fresa intentando esconder su azoramiento. Su madre le ha pillado, como siempre. Eso hace que recuerde el mantra —aunque su cerebro no recoge esa palabra— repetido una y mil veces por ella: las madres lo sabemos todo.
—Es que me da vergüenza.
—Sí. Eso es lo difícil. Si fuera fácil no sería divertido. Es como cuando juegas al fortnite, te diviertes porque es difícil. Es como un reto.
—Pero es que no se me ocurre nada.
—Normal. Tu padre y yo somos perfectos. Jamás nos equivocamos y cuando te regañamos siempre llevamos la razón. Además sabemos perfectamente lo que pasa por tu cabeza en todo momento, lo que necesitas, lo que quieres. Todo. No haría falta ni que vivieras. Ya lo hacemos nosotros por ti. No te preocupes, no tienes que decir nada. Quizás el año que viene. Cuando seas mayor.
Adrián baja del taburete con el cuenco de fresas lavadas entre las manos. Se siente más ligero al estar indultado pero no le ha gustado que le digan que no es mayor. Él ya es mayor. Tampoco le ha gustado que le dijeran que daba igual que viviera o no. Eso lo ha puesto muy triste.
Después de la cena, sus padres hablan agradeciéndose mutuamente las cosas que uno ha hecho por el otro. También le han dado las gracias a él y ha llorado cuando su mamá le ha dicho que le daba las gracias por enseñarle tantas cosas de ella misma. Que nunca hubiera pensado que tener un hijo encerraba tantas lecciones que aprender. Que la había hecho mejor y que por eso le daba las gracias. A punto de recoger la mesa. Adrián habla.
—Yo también quiero dar las gracias.
Nadie se mueve de la mesa invitando a Adrián a hablar. Su madre abre los ojos ante la expectativa.
—Yo quiero dar las gracias porque sois mis padres. Y que a pesar de lo mal que me porto cuando no hago caso, me seguís queriendo. También quiero dar las gracias porque habláis conmigo incluso cuando estamos enfadados. Porque no me dejáis solo porque yo me moriría si me dejáis solo. Y quiero darle las gracias sobre todo a mamá porque me hace trampas, pero son trampas buenas que me enseñan cosas.
—¿Como hoy?
—Ya soy mayor.
—No tengas prisa, amor mío. No tengas prisa.
No se me ocurre mejor forma de terminar el año. Gracias, papá.

lunes, 14 de diciembre de 2020

La soledad de la tierra

Justo acarició la testuz del burro con engañosa intención. Así, de esa manera a un trabajo esforzado, como cuando arreaba cántaros de aceite del molino de La Guarda, a más de dos leguas de lo que era la cuadra del cortijo y volvían, él pensando en una gota de vino y el burro…, quién sabe lo que piensan los burros. Cuando descargó el machete en la nuca, el animal retembló en un espasmo y murió en ese instante y Justo —al que le gustaba el pensamiento para filosofar—, reflexionó que una vida tarda en vivirse un ciento y se agota en un momento, lo cual quizás sea poco premio por lo que se tarda en vivir. El burro ya era viejo y comía más que rendía, es cierto, pero no fue una cuestión de economía lo que hizo que empuñara la daga, —las cosas, mal que bien, iban—fue la tristeza de sus ojos y la corva de su cuello al caminar, lento, como en procesión, con la cruz de los años y el peso del cansancio que acumulaba en trabajos de sol a sol, de primavera a primavera, sin domingos con quien amigarse ni cura que le confesase. Y mientras cavaba el hoyo para su eterno descanso, y para evitar que acudieran las alimañas, se dio cuenta que se había quedado solo, sin su Reme que se fue sin motivo, pues aún era joven cuando murió de un infarto, la enterró una tarde de jueves, en otoño, junto al prado. Y ahora este. Se preguntó quién lo enterraría a él y no tuvo respuesta. Y eso —pensó—, debía ser la definición de la verdadera soledad, que si te caes y nadie te recoge, pues ahí te quedas.
El hoyo quedó tapado y Justo pensó en poner una cruz. Peor, pensó incluso en santiguarse y leer algo de la biblia que sirviera de homenaje pero ese resquemor al castigo por mancillar lo divino lo detuvo y, finalmente, no dijo ni puso nada. Apelmazó la tierra con la pala, y un murmurado adiós comenzó el olvido a ese que fue lo más parecido a un amigo que la vida le ofreció.
Y mientras el sol se ponía agachando los tallos de los azahares y alargando las sombras de los mortales, Justo brindó por el burro, estrenando su soledad en oscura compañía de una media vela, con un vaso de tinto y lo que venía a ser su hogar, un trozo de tierra.

viernes, 4 de diciembre de 2020

El reencuentro

—Se llama Leonor.
La voz del investigador acompañó el gesto que hizo al subrayar en su libreta el nombre de mi madre biológica. Habían sido nueves meses de búsqueda. Justo la vida que habíamos tenido esa desconocida y yo en común.
—Vive en Pensacola —dijo mi detective continuando con el informe—, no tiene hijos y ahora lleva unos tres años sola. Su marido le dejó al morir el piso y una pensión. Nada de lujos, lo justo para ir tirando. Tiene un dálmata al que llama “zapato” y un Volkswagen escarabajo de los noventa, verde.
—¿Es feliz? —pregunté sin saber muy bien la razón.
—¿Quién lo es? —Me contestó Ernie con profunda convicción.
Le pagué lo acordado. Había hecho bien su trabajo. A cambio, Ernie me escribió una dirección sobre un papel en sucio que cogió de su escritorio y me preguntó si quería beber algo.
—¿Es temprano para un whisky?
—Yo todavía no me he acostado —dijo cogiendo dos vasos y sirviendo de una botella que sacó de uno de los cajones de su escritorio. Apuró su vaso de un trago y volvió a llenarlo. Después me soltó.
—El pasado está para enterrarlo. Las segundas oportunidades solo existen en las películas.
—No pienso pagarte el consejo.
—Es gratis. Como el whisky.
Días después cogí un tren a Pensacola. Había un bar en la calle de la dirección del papel en sucio y entré a aclarar mis ideas. O quizás solo buscaba un escondite. Me senté en una mesa desde donde podía ver la calle y pedí un desayuno a base de huevos y tortitas. Me quedé mirando la calle con la esperanza de ver a una mujer con un dálmata pero no ocurrió. Terminé de comer y pedí un café para no irme. Después del café no encontré más excusas. Salí a la calle y me dirigí a la dirección que me había costado la paga de dos meses. Pulsé el botón del interfono y escuché cómo alguien lo descolgaba. Me quedé esperando que la voz de mi madre me dirigiera la palabra por primera vez en mi vida. Solo sonó el pitido de la apertura eléctrica de la entrada. La empujé y entré en el portal. Subí las escaleras y me enfrenté a la puerta. Pulsé el timbre y la puerta se abrió. Era Ernie.
—¿Pero qué coño…?
—Pasa. Tu madre ha salido a pasear al perro. No tardará en volver.
Yo me quedé en el sitio sin moverme. No entendía lo que estaba pasando.
—Lo sé —me dijo Ernie por toda explicación.
—¿Qué sabes? —pregunté alzando la voz.
—Sé cómo te sientes.
—¿Pero qué haces tú aquí?
—Soy tu padre —me soltó.
—¿Pero no me dijiste que había muerto?
—Jamás.
—Que sí, coño. El escarabajo, el piso. Hace tres años.
—Ese no era yo. Ese era el tipo por el que tu madre me abandonó cuando se quedó preñada. Yo estoy vivo.
—¡Pero si tú eres detective! —improvisé como explicación.
—Ser tu padre es compatible con ser detective —me contestó Ernie.
—Pero si yo te busqué para que encontraras a mi madre ¿Cómo va ser posible que buscara a mi padre, precisamente?
—Tranquilízate —me contestó.—Tu madre y yo nunca perdimos el contacto. Soy una persona tolerante. Cuando me dejó yo respiré profundamente y lo acepté. Solo le pedí una cosa, que me dejara cuidar de ti. Lo hice a distancia, sin que te dieras cuenta. Lo demás fue simple. Cuando preguntaste por un detective para el trabajo, yo me enteré como me he enterado de todo lo que te ha ido sucediendo. No fue difícil encargar a un amigo de un amigo que te aconsejara mi nombre. Por eso apareciste en mi apartamento. Solo tuve que poner un cartel de detective.
Una llave abrió la puerta y un dálmata entró corriendo. Al verme se paró a olisquearme los pantalones. Después apareció ella.
—Hola, hijo. Hola, Ernie.
Mi madre debería tener unos cincuenta años. Vestía deportivos y ropa holgada. Estaba delgada y eso le hacía parecer joven aún. Tenía una sonrisa embaucadora.
—¿Se lo has dicho? —preguntó a Ernie.
—En ello estaba, preciosa.
La tarde fue larga. De repente me encontré imbuido en tres historias diferentes. Yo solo había venido a hablar de la mía, pero me fui dando cuenta que la mía no era la única historia que existía en el mundo de las pequeñas historias de cada uno. Mi madre me contó la historia de una joven a la que su embarazo le vino demasiado pronto y solo encontró el alivio de la huida. Ernie me contó la suya, la de un hombre enamorado que optó por amar de la única forma que le dejaron y, de esa manera, la mía se diluyó como un azucarillo. No porque importara menos, sino porque importaba igual.
—Al menos me devolverás el dinero.
—Hijo. Cuando le conté a tu madre que estabas buscándola me dijo que nunca había dejado de amarme. Por eso estoy aquí. Yo jamás dejé de quererla. Ahora tengo gastos. La mudanza, el perro, y el escarabajo necesita un motor nuevo. Hazte cargo.
—Me acabo de acordar de lo que me dijiste sobre el pasado.
—Ya.
—Tus consejos gratis son una mierda. Que lo sepas.
—Por eso no los cobro.