domingo, 31 de mayo de 2020

El blues del gorrión


Elly solía contarme un curioso cuento sobre gorriones. Acostumbraba a llevar un delantal sobre medias de fantasía y tacones muy altos en el bar de Ernie mientras servía copas que le pedían incluso los abstemios.

El marketing es una forma de ser defendía mientras movía las caderas enmarcadas en un tanga tan negro como el fondo del cañón de un revolver.

Alguna vez se la vio llorar. Sola y apartada en una mesa de madera tan desnuda como los huesos del cadáver de una clase de ciencias. Entonces podías acercarte a ella sin el deseo mundano de perderte entre sus duros pechos de pecado, y ella te hablaba del gorrión.

Según Elly, cuando estaba lo bastante bebida, un gorrión le nacía de la cabeza y escapaba a un lugar llamado Lagarto´s dreams; un sitio donde podía sentir paz. Era tan real en su boca la descripción de aquel lugar que deseabas vender tu alma al peso por unos pocos centavos y comprar un billete de ida, con la sola condición de que no hubiera vuelta.

Yo creía a Ellie. Puedo incluso jurar que la última vez que cantó en el escenario gorjeaba como un gorrión. Tras esa sublime actuación, fui a dejarle un ramo de rosas negras en su habitación. Y fue entonces, a la vista de su delantal cuidadosamente doblado sobre la cama, cuando entendí que había volado a Lagarto´s dreams para siempre.

Algunas veces la echo de menos y otras, paso las tardes en el parque, esparciendo pipas para que vengan los gorriones a comer, con la esperanza de ver alguno con tanga negro y pechos duros como el pecado.

sábado, 30 de mayo de 2020

Crónica del Savoy (un homenaje a Alvite)


Para quien no conozca el Savoy, os diré que es uno de esos sitios donde tu madre no dejaría que fueras aunque te bañaras en agua bendita y juraras ante la Biblia, el Corán y la Torá que volverías a casa antes de las siete.  De igual manera, ese sitio haría que tu padre te doblara la paga por ir a recogerte.
Su fundador, Giacomo Pavesse, era un tipo que no tenía sombra. La asesinó por medio dólar justo cuando salía de la iglesia en su primera comunión, aprovechó la luz de una vela que una viejita encendía por sus difuntos y después fue a cobrar.
Cuando prohibieron fumar en los bares, un policía visitó el Savoy de incognito. Le costó encontrar la barra por el denso humo que hacía que andar se convirtiera en un penoso ejercicio. Cuando por fin llegó preguntó por el dueño.
—Soy yo —contestó Giacomo mientras daba una larga calada a un puro de un tamaño obsceno.
—Me veo en la obligación de multarle por incumplir la prohibición sobre el tabaco…—comenzó a decir el pipiolo.
Giacomo no le dejó seguir, le echó fraternalmente el brazo en lo alto del hombro y le dijo.
—Mira muchacho, soy lo suficientemente viejo como para estar muerto dos veces. Si he sobrevivido es porque he aprendido de la vida y sé que no hay mejor motivo para que la gente haga cualquier cosa que prohibirla.
—Eso no es asunto mío —alegó el policía— yo no hago las normas.
—No, las normas, igual que la guerra, las hacen personas que nunca dormirán en una trinchera ni pasarán noches andando las calles de la ciudad buscando putas a quien redimir y borrachos a quien limpiarle el vómito. Cumplir las normas, muchacho, no hará que vayas al cielo. Si quieres ir al cielo, compra un billete de avión.
Era raro que Giacomo tuviera paciencia, sin duda debió pasar por allí un ángel que en lugar de redentor era redimido y eso explicaba que el policía de incógnito aún conservara las manos al final de sus brazos. La corista Terry Sheldon debió de darse cuenta y quizás imbuida por el mismo halo angelical le puso una copa delante al pipiolo mientras hablaba de esta manera.
—Nene, no conozco a tu madre pero estoy segura que el negro afea sus pestañas. Bébete el trago y vete por donde has venido ahora que conservas las piernas.
Pero el policía era terco.
Al día siguiente, el columnista Chester Newman escribió en el Clarion una bonita y breve reseña: “Ayer conocí a un tipo valiente, era estúpido como todos los valientes. Creo que ser cobarde está infravalorado, la cobardía viene a ser como las acelgas, cuesta tragarlas pero hacen que vivas más, en cambio decidir ser valiente es como el tabaco, fumar sabe a gloria pero acaba matándote pronto.”

viernes, 29 de mayo de 2020

La sopa


La pista de baile perdió vida en un instante, las luces menguaron y el rebaño que formábamos en mitad de la pista se dispersó con disciplina casi militar. Se formaron parejas, las menos, entre los que bailábamos; otras salieron del perímetro que los cazadores de discoteca formaban alrededor de la pista. Sin nadie con quien bailar, salí a fumar un cigarro al fresco y allí me encontré con un tipo sentado en un banco al que solicité fuego. Me senté junto a él. Fumamos en silencio.

— ¿Te gusta la sopa de letras?
 ¿Qué?
—La sopa de letras ¿te gusta?

No contesté enseguida, cuando me encontraba con gente rara, bien por su aspecto, bien por su actitud, surgía de un recoveco de mi inconsciente aquel mensaje escondido: “no hables con extraños”, y ello me hacia ser prudente. Pero tras ese instinto, he de reconocer que la pregunta era original.

—Prefiero los acertijos, son más entretenidos, pero alguna vez he hecho una.
—No, me refiero a la sopa de letras de sobre.

Apasionante —pensé en silencio— mientras daba una fuerte calada al cigarro que me mantenía allí, debería acabarlo antes de irme. Me había dado fuego. No podía ser descortés dejándole con la palabra en la boca.

— ¡Ah! Pues no sé, sí, supongo que sí, en fin, prefiero el choto, la verdad.
—Yo veo cosas en la sopa.
—Ya, letras ¿no? Es normal, tranquilo.

El chico me miró en una pausa demasiado larga. Yo, con dos cojones, le sostuve la mirada.

—Es cierto, la sopa de letras me habla. Mejor dicho, me escribe.

Esto era acojonante. El tono de mi compañero de banco era de tal sinceridad y lo que contaba tan fascinante que me atrapó en ese instante.

— ¿Y qué te cuenta?
—Todo empezó poco después de aprender a leer, tendría unos seis años, recuerdo que mi madre nos la solía poner y jugábamos a formar palabras. Era muy divertido y ella daba un premio a quien formara más palabras mientras sorbíamos la sopa. Recuerdo perfectamente que un día que la había acabado casi toda, cuatro letras se dirigieron de forma espontánea hacia el centro de mi plato, ponía: bebe. Al día siguiente nuestra madre nos dijo que tendríamos un hermanito. Esa fue la primera vez.
—Pero hombre, eso es sugestión —me atreví a decirle.
—Poco después me ocurrió lo mismo, esta vez las letras fueron: verde.
— ¿Tuviste un hermano verde? —esto me salió del alma.
—No, el coche. Mi padre apareció con una sorpresa, había cambiado el coche y nos dio una vuelta a todos cuando llegó de trabajar, fue una tarde estupenda. Mi madre reía sin descanso y nosotros no parábamos de preguntar cosas sobre los botones. El coche era verde.
— ¡Coño!
—Sí.

El cigarro hacía tiempo que se había acabado, saqué el paquete y le ofrecí uno. Aceptó. Me dio fuego y siguió hablando.

—Yo no me atreví a decírselo a nadie, no quería que me tomaran por tonto. Pero todas las cosas que me decía la sopa se cumplían. Mi regalo de cumpleaños, las notas, el nombre de mi nuevo profesor. Todo. A mí me gustaba y siempre le pedía a mi madre que me pusiera sopa de letras. Era fantástico.
—Te estás quedando conmigo ¿verdad?
—No, para nada.

La historia me estaba empezando a pesar. De nuevo el recién encendido cigarrillo me impidió huir.

—Pero tío. Eso que me estas contando no tiene sentido. Las sopas de letras no hablan.
—Escriben.
—Eso, escriben. ¡Da igual! —me alteré.
—Todo lo que me descubrían era bueno. No sé. Supongo que cuando eres niño casi todo lo que te pasa es bueno. No le tuve miedo hasta…, después.
— ¿Qué pasó después? —pregunté con interés ante el nuevo giro que daba la historia.
—Cuando tenía dieciséis años recuerdo que estábamos cenando. Era sábado por la noche. Todos queríamos terminar pronto para pillar el sitio bueno en el sofá. Echaban “Los diez Mandamientos” y acababa muy tarde, eso nos gustaba ¿la has visto?
—Sí, joder. Sigue.
—Ya casi había acabado cuando la sopa escribió: fuego.
—La leche.
—Mi madre estaba pendiente del juego de las palabras y peleaba con mi hermana mayor que defendía que soberbio era con “v”. El fuego salto a la sartén y se propagó rápidamente a causa de la grasa de la campana extractora. Al intentar apagarlo, mi madre se quemó la cara. Aún no sé cómo pudimos salir de allí. Estuvimos viviendo con los abuelos dos meses.
—Terrible.
—Yo intenté explicarlo, se lo dije a mi padre cuando vino y me llevó al psicólogo. Decía que estaba traumatizado. Después, ya no dije nada. Nunca más.

Estaba abatido. Yo acojonado. No sé muy bien la razón pero le creía. 

—Una cosa. ¿Por qué me lo cuentas?
—Ayer, la sopa, escribió tu nombre.
—Me voy a cagar en tu puta madre, tío. Si lo que quieres es acojonarme, lo has conseguido. ! Pero si no me conoces de nada!
—Eres Carlos M., estudias en tercero y vives con tu tía desde que tus padres murieron en un accidente de tráfico. Vienes a la disco todos los viernes y sueles salir a fumar cuando empiezan las lentas.
— ¿Todo eso te ha dicho la sopa de letras?
—Al principio eran solo palabras sueltas. Pero ya llevo muchos años tomando. Ahora me dice muchas cosas.
—No sé si reírme o pegarte una hostia. Te lo juro.
—Esta noche te va a pasar algo. No vuelvas a tu casa esta noche.
—Joder.
—Mira, hace tiempo, mucho tiempo, la sopa empezó a avisarme de cosas. Al principio solo me atañían a mí pero después empezó con la vida de gente que yo conocía y después de gente con la que no tenía ninguna relación. ¿Te acuerdas de la desaparición de Marta Socuellamos? Se hicieron manifestaciones en el instituto.
—Sí, me acuerdo.
—La sopa me avisó. Yo no le hice caso. Después apareció muerta y la llevo en mi conciencia. No quiero que vuelva a pasar. No lo soporto.

Yo ya no tenía ganas de fumar. La verdad. Hacía como quince segundos que lo único que quería era meterme debajo de mis sábanas y no salir en ocho años. Estaba muerto de miedo.

—Pero ¿Qué me va a pasar?
—La sopa escribió, junto a tu nombre completo las palabras: penitencia, viernes y madrugada.
—Ay.
—Tú sabrás.
— ¿Y qué hago?
—No hagas lo que suelas hacer los viernes por la noche.

Lo invité a churros y pasamos hablando el resto de la noche. Cuando ya era sábado lo acompañé a su casa y me fui a la de mi tía. Jamás pude saber si su advertencia era o no cierta. Desde esa noche muchas cosas de mi vida cambiaron. Ya no volví a la discoteca y escapaba de todo aquello que pudiera ser susceptible de acarrear alguna “penitencia”; no sé muy bien de qué huía, lo que sí sé, es que desde esa noche, nada volvió a ser igual en mi vida.

Os lo cuento por si os pasa. ¿Quién sabe? Quizás los Angeles existan. Quizás las sopas hablen. O escriban.

jueves, 28 de mayo de 2020

El juicio


A mí, el fin del mundo me pilló cagando. Sé que puede parecer una indignidad decirlo, pero yo ya estoy acostumbrado. Me contaron que cuando nací hubo un gran apagón y el hospital se quedó a oscuras justo en el momento en que las enfermeras etiquetaban a los bebés. Por lo visto hubo mucha confusión, las enfermeras tropezaban con las cunas profiriendo tacos y empujándolas lejos de ellas. Como os digo, me contaron que cuando vino la luz yo tenía una cinta con un número en el tobillo: el 2112AS. Me tocó una madre prostituta y ucraniana. Más prostituta que ucraniana, creo yo. Pero supongo que es normal. Uno, al final, es de donde vive pero puta se puede ser en todos los sitios. Mi adolescencia fue normal para un hijo de puta. Del colegio recuerdo, sobre todo, la pared de enfrente del despacho del director: tenía un estuco muy elegante, con un gran cuadro copia de la Rendición de Breda del suelo al techo y en el que solíamos firmar con dedicatorias y pintarles cigarrillos en la boca a los personajes.

No sé en qué momento me hice mayor. Supongo que fue cuando los días empezaron a ser iguales unos a otros y me di cuenta que ya no me quedaban más ocasiones de hacer las cosas por primera vez. Las segundas veces son menos emocionantes, en las terceras comienza una línea recta.

Realmente no sé cómo fue eso del fin del mundo. Yo estaba cagando y al momento todos desaparecimos. Fue un suspiro. Estoy aquí, en algún sitio, esperando el Juicio Final. Es que hay un retraso enorme. En los pasillos hay bancos, todos ocupados por decenas de millones de personas. Un murmullo atroz lo invade todo. Me pregunto de qué hablaran. Me acerco a un grupo y no puedo evitar oír la conversación. Hablan de lo que han sido sus vidas. Entonces caigo. ¡Claro!, de eso se trata, hay que exponerlas en el juicio. Mi mente, rápida y sibilina, me dice lo que tengo que hacer. He de buscar a un abogado.

Me fijo en un tipo que, bajo mi criterio resoluto, tiene pinta de abogado y no me lo pienso dos veces.

Hola, perdona ¿eres abogado?
No, electricista me contesta el tipo.
Vaya ¿y no sabrás dónde hay uno, ¿verdad?
Bueno, al final del pasillo se reúnen los banqueros y los políticos, pregunta allí.
Qué buen consejo. Le contesto intentando agradecer sus palabras.
Bueno, los electricistas solemos tener sentido común. La electricidad puede ser peligrosa.

Dejo al electricista que empieza todas sus frases con bueno, y me dirijo al final del pasillo donde hay hombres y mujeres trajeados con caras circunspectas. Todos esperan turnos que van canjeándose de forma discreta supongo que a fuerza de favores inmediatos, aunque, la verdad, esto de que toda la humanidad deba ser juzgada va a llevar su tiempo.

Alguien llama mi atención.

—¿Por casualidad buscas abogado?
Pues sí ¿eres electricista?
No, abogado.
—¡Ah, claro! No has dicho: bueno
—¿Perdona?

Me doy cuenta que mi cabeza no rige de forma correcta justo cuando huelo un tufo a marihuana que sale de un grupo reunido junto a lo que parece un aseo. Las drogas siguen haciéndome efecto en el cielo.

Perdona tú. Sí, sí busco abogado. Necesito alguien para que me represente en el juicio.
Has dado con la persona adecuada. Acabo de terminar un caso y estoy libre.
—¿Y qué tal ha ido?
Bien, purgatorio.
—¿Eso es bien?
Sí, si has sido un sacerdote pedófilo.

Decido que este es mi hombre. Aunque no con esas palabras.

—¿Cómo te has portado en tu vida? Me pregunta. Lo hace de forma rutinaria y saca un bolígrafo y una libreta con intención de apuntar mi respuesta. Pero de mi boca no sale nada. Creo que no estaba preparado para esa pregunta. Él hace un ademán con el gesto, como diciéndome que está preparado, que dispare. Yo apunto. Pero no sale bala. Me esfuerzo.
Bien. Más o menos.
—¿Más? o ¿menos?
Pon más.

El letrado cierra la libreta con gesto airado y me mira fijamente.

Te advierto que es inútil mentir. Es lo que tiene que te juzgue Dios.
Es que es difícil resumir. Supongo que he hecho cosas buenas y cosas malas.
Entiendo.
Es que mi madre era puta empiezo explicando, y eso me confundió mucho. Además, me pasé la infancia en un colegio interno y cuando salí, resulta que mi madre era ucraniana y no sabía nada de español. ¡Joder, a mí no me habían enseñado ucraniano en el internado! Un día me dijo algo y ya nunca la volvía a ver. Yo supuse que me dijo: adiós. Pero no puedo estar seguro
Vale, vale. Corta ya.
Yo es que
Que pares te digo. El abogado enciende un pitillo y suelta una bocanada de humo que me hace recordar que yo me quité de fumar hace años. Recuerdo que estoy en el cielo y decido retomar el vicio. Me da un pitillo y me sabe a gloria bendita. Después, me habla. Es inútil que intentes justificarte. El juicio tiene tres reglas muy sencillas: A lo hecho, pecho. Se te juzga por elegir, no por el resultado de tu elección. Y después está lo de los puntos.
Lo de los puntos. Afirmo yo con rotundidad.
Sí, te dan puntos por cada cosa que hayas hecho por los demás sin interés alguno. Eso es lo que salva a muchos. Puedes haber sido un crápula, pero si tienes alma de Boy Scout, pum, salvado.
Entonces ¿para qué necesito un abogado?
Bueno, el fiscal es el diablo. Tiene mala uva preguntando.

Supongo que al final nada es como uno imagina. Yo tenía la sensación de que en mi vida había sido egoísta y pendenciero. Pero resultó que solo había tenido miedo, y fue por miedo por lo que hice la gran mayoría de las cosas. Eso, por lo visto, es muy común y por tanto perdonable.

Aquí me quedé. Se está bien.

Y sigo fumando.



miércoles, 27 de mayo de 2020

El chico esdrújulo


—Les he llamado porque ya tengo los resultados de las pruebas del chico.
La madre, visiblemente angustiada, coge de la mano al hombre que la acompaña a la vez que posa su otra mano, en un afán protector, sobre un chaval de no más de once años que es el único que está sentado.
—Pero tomen asiento, por favor.
—Qué nervios, doctor —Dice ella
—Qué tétrico —Dice el chaval.
—¡Javier! —interrumpe el padre—, por favor, no uses ese vocabulario. Ya sabes que estamos aquí precisamente…
—No le regañe —dice el doctor atajando la frase—, en realidad, no es culpa suya.
—¿¡Cómo!?  —exclaman el padre y la madre.
—No, verán. A ver, Javier, di cinco cosas que se te vengan a la mente.
—Centrípeto, carátula, monótono, romántico, prostíbulo.
—¡Prostíbulo! —Exclama la madre— ¡Oh, Dios mío, es un degenerado, no debí fumar en el embarazo! —Dice terminando la frase en una llantina y echándose en brazos de su marido.
—Patético —replica el chaval.
La madre hace ademán de darle un bofetón pero el padre le sujeta la mano.
—Rosi, por favor.
—¿Pero tú has oído? Me ha llamado patética.
—Compórtate, mujer.
—Por favor, concéntrense. Estamos aquí para hablar de su hijo. Ya hemos descubierto lo que le ocurre.
El silencio se hace en la habitación mientras el doctor vuelve a consultar sus notas. Tras unos segundos, vuelve a hablar.
—Su hijo tiene un raro síndrome, uno muy raro, solamente uno de cada tres millones lo presenta. Su hijo tiene el síndrome de la palabra esdrújula.
—Lógico —exclama el chaval.
—Pero qué dice —Continúa el padre.
—Su hijo es incapaz de pronunciar palabra alguna que no sea esdrújula. Han de aprender a vivir con ello.
—¡Cáscaras!  Que sarcástico que mi semántica sea drástica y estadística.
—Me quiero morir —solloza la madre— esto es una catástrofe.
—Estás pálida. Rápido dile a tu cónyuge que vaya a la máquina en búsqueda…
—¡Javier, por favor, cállate! —ataja ella.
—Histérica —responde el chaval enfadado.
—He de decirles que hay efectos en el síndrome del muchacho que deberían saber. Es muy contagioso.
—Eso es ridículo —Dicen ambos padres al unísono.
—No, es matemático. No sean escépticos —contesta el doctor.
—Esto es lo último —estalla el padre— debe ser un equívoco, lo clásico que ocurre en una película hispánica.
Ya en la calle, el chico camina por delante mientras la mujer susurra a su marido.
—¿Sabes? Yo sospeché algo raro hace tiempo.
—Explícate.
—Cuando era pequeño y le preguntaba que qué quería ser de mayor, él nunca me dijo que bombero o policía.
—¿Y qué te decía?
—Ortopédico.

martes, 26 de mayo de 2020

Formas de preparar un arroz


El departamento de desarrollo de nuevas tecnologías de BMI está situado en la decimotercera planta de un edificio fastuoso en Ourense. Tiene helipuerto en la terraza, piscina climatizada en el sótano, servicio de guardería para empleados y está protegido electrónicamente, sea lo que sea esto.

Todos los días entran a trabajar sesudos ingenieros, físicos, matemáticos e informáticos que comienzan la mañana con un café o té y un brainstorming en una sala transparente e insonorizada.

Entre los trabajadores está Marion, la jefa de departamento de las impresoras 3D, sin duda el invento más prometedor desde el teléfono móvil. Ella, al menos, piensa de ese modo y le entusiasma las nuevas aplicaciones conseguidas pero sobre todo las que aún solo es capaz de intuir.

Marion se dirige a la planta 22 del edificio. La llaman Alaska por ser un territorio prácticamente inexplorado. Es la planta donde se dirigen los designios de la compañía y muy pocas personas tienen acceso a ella. Hoy tiene una reunión muy importante y por eso se ha puesto una chaqueta de tweed a juego con sus zapatos. Realmente elegante. El mandamás, Ernesto Juares, le hace señas para que entre en un despacho sin puertas.

—Pasa, pasa Marion. Te estábamos esperando.

Junto a Ernesto, un joven algo desaliñado bebe un zumo de naranja en un vaso de whisky. Marion saluda inclinando la cabeza sin poder evitar mantener la mirada un poco más de lo necesario. Nota algo extraño pero no sabría decir qué es, quizás la poco adecuada indumentaria del tal Carlos. Hay un casco sobre la mesa, frente a él, justo al lado de una estatuilla en miniatura del puño de Detroit, símbolo de la pujanza empresarial. El casco contra el puño ¿quién ganará? El joven no devuelve el saludo a la vez que no le quita ojo a Marion.

—Marion, te presento al señor Barrios, Carlos Barrios.

—Encantada.

—Va a ser tu nuevo colaborador en 3D.

Así que era eso —piensa Marion mientras se acerca a tender la mano al tal Carlos—, no deja de notar cierto alivio al ver desentrañado el misterio de la reunión. Un nuevo colaborador no debía ser algo tan malo.

—Quiero que Carlos y tú trabajéis una nueva línea de desarrollo en las 3D —continúa explicando Ernesto. Es algo nuevo, Carlos y yo tenemos una idea bastante clara de lo que queremos pero prefiero, si no te importa, que él te lo explique más tarde. Seguro que te entusiasmará. Confío en que le enseñarás las instalaciones y le pondrás al día. Este proyecto tiene prioridad absoluta por lo que espero toda tu colaboración, Marion.

—Bueno, ya tenemos informáticos muy buenos, los mejores me atrevería a decir pero supongo que uno más nunca sobra... —empieza a decir Marion.

—No soy informático.

Es la primera vez que Carlos interviene. Marion recoge las palabras al vuelo y las guarda sin querer en su memoria. Ahora no lo sabe pero esos primeros tonos modulados la perseguirán el resto de su existencia.

—Me gusta pensar que soy poeta.

...

—¿Y es guapo?

—Mamá, no empieces.

—Así que es guapo. Invítalo a cenar, haré arroz con ostras.

—¿Arroz con ostras?

—Las ostras son afrodisíacas ¿No lo sabías?

—Mamá, eres insoportable. No tenía que habértelo contado.

—Tienes el mismo sentido del humor que tu padre que en paz descanse. Ninguno. Eres igual de brillante que él pero lo mismo de siesa. Dime, ¿cuándo fue tu última cita, cuando tu tío te llevó a ver Toy Story? Pues que sepas tenías cinco años...

—Oh, basta ya! Estoy ocupada en mi carrera, ya tendré tiempo para eso. Solo quería contarte lo del nuevo, no puedo imaginar porqué Ernesto ha contratado un poeta para el departamento más técnico y científico que hay en toda la empresa.

—A lo mejor es que se acuesta con él...

—¡Pero mamá!

—Ya sabes, es el lado oscuro..., y por lo visto está lleno. Una lástima, sobre todo para las que aún estamos en edad de merecer ¿no crees?

...

—Y allí están los modelos en desarrollo, principalmente para la línea de sanidad aplicada a postoperatorio, ya sabes...

—Piernas, brazos, pechos...

—Eso es. Diseñamos implantes con una fidelidad que nadie podría diferenciarlos de los originales.

El desarrollo de las células madre hace posible...

—Una creación divina. —Termina de decir Carlos—. Impresionante. Así que aquí es donde juegas

a ser Dios, ¿o debería decir diosa? ¿Eres religiosa, Marion?

—Budista.

—Interesante.

—Te gustan los adjetivos.

—Bueno, me gustan los adjetivos, las motos, las mujeres...

—Y la poesía.

—Sí, la poesía también.

Qué es una mujer,

rosa o espina,

morir o nacer.

Una mujer se escribe en tres palabras,

la primera para nombrarla,

la siguiente para amarla

y la última para olvidarla.

—Vaya. No estoy segura de que me haya gustado.

—Eso es porque a nadie le gusta que la olviden.

Es algo eléctrico —piensa Marion— sin poder contenerse se siente mojada en su ropa interior mientras echa miradas furtivas a los brazos de Carlos. Viste camiseta informal, barba de dos días y vaqueros de motorista con cueros en las nalgas. La atracción que le produce es algo animal, primitivo. Y además está el olor. En el discurrir de la conversación, Carlos se ha cruzado varias veces en su afán de ver el laboratorio que ella le explica. Huele a nada definido pero es un olor que distorsiona los acostumbrados, que revela su presencia. Es un olor que invita a probar. Se fuerza a concentrarse y se tira de la bata blanca en un acto automático. Nota que tiene los pezones enhiestos.

—No, supongo que a nadie le gusta que la olviden.

—Solo quien comete un delito. —Carlos se acerca demasiado mientras pulsa un botón de un monitor justo a la espalda de Marion—Un delito, algo prohibido.

Frente a frente, sus alientos violan por un instante la intimidad del espacio que cada uno ocupa. La vista se deja sustituir por el olfato. El tacto empuja, el gusto espera. Es insoportable esa cercanía, una lucha de deseos controlados que amenazan con incontrolarse. Alguien debe ceder.

—Bueno —dice Marion separándose con suavidad—, supongo que ha llegado el momento de que me expliques qué va a hacer un poeta en un laboratorio de 3D.

—Tú y yo vamos a hacer historia.

—Ni más ni menos.

—Hasta ahora la técnica ha hecho posible la duplicación de materias ya existentes. Y está bien. Es práctico y da dinero. Pero imagina por un momento que no solo pudieras copiar, imagina que pudieras crear algo que nadie ha visto todavía. Algo por lo que las personas fueran capaces de empeñar su vida para tenerlo.

—Eso suena un poco megalómano, ¿no crees?

—Totalmente.

—Creo que no te entiendo, Carlos. Habla claro.

—Y si pudiéramos imprimir un beso, no a alguien besando. Un beso. Y si pudiéramos hacer lo mismo con la envidia, ¿cómo es el aspecto del amor? ¿Y el alma. Cómo es el alma, Marion? La próxima frontera de las máquinas será imitar los sentimientos humanos. Hasta ahora han sido fieles reflejos de nuestra forma de pensar, las hemos diseñado a nuestra imagen y semejanza pero les falta sentir y ya es hora de empezar. Nosotros lo haremos posible. Una ingeniera y un poeta. La mente y el alma.

—Pero, pero..., eso no es viable. Sentimientos, sensaciones, eso no se puede...¿Cómo vamos a hacer eso...?

Carlos se acerca y le pone el dedo en los labios.

—Deseándolo, Marion.

Y entonces la besa.

...

—Supongo que Marion no sospecha nada de lo nuestro.

—¿Ella? Ahora menos que nunca.

—Lo dices por el motero, claro.

—Antes el trabajo la tenía absorbida, una pena de niña. Ahora es otra cosa. La noto más contenta, no sabría explicarte, más vital.

—¿Enamorada?

—De la nariz hasta los calcetines.

Ambos ríen en la cama. Ernesto se levanta desnudo y se dirige al pequeño pero bien pertrechado bar escamoteado bajo el televisor de la habitación de hotel. Saca dos vasos y vierte el contenido de cuatro botellines de bourbon. Sin hielo. Después regresa a la cama.

—Ella es lista, si sospechara lo nuestro podría atar cabos.

—Sí.

—¿Y no te da miedo de que descubra que en realidad el poeta no fue contratado para investigar?

—No.

—¿No?

—No cariño. El amor viene a ser como el tabaco, cuando lo pruebas estás perdida para siempre. Ahora quizás el motero termine por pasar de largo. Pero la marca del deseo y el recuerdo del amor será indeleble para Marion. Repetirá. Y eso ya me hace muy feliz. La he salvado.

—Algunas veces me das miedo.

—Tonto. No olvides que eres tú el implacable ejecutivo de una gran empresa. Al que por cierto le debo un enorme favor —lo dice mientras se pasa de forma sugerente la lengua por los labios.

—¿Crees que me vas a contentar solo con eso? Te recuerdo que soy un tiburón de las finanzas.

—Por supuesto que no, cariño. También tengo pensado algo muy especial para después ¿Has probado alguna vez el arroz con ostras? Es afrodisíaco.

lunes, 25 de mayo de 2020

en el monopoly



la calle del amor

es sin duda, la más cara

también es la más difícil donde caer.

Sin embargo, tiene la ventaja

de que puedes cambiarla,

y si  eres buen negociador

hasta puedes canjearla por tres.

Por ejemplo,

yo la he cambiado

por la calle de seamos civilizados,

y he ahorrado en gritos,

por la de tú duermes en el sofá,

perdiendo para siempre mi almohada

y, por último, por la de

ahora somos amigos,

qué estupendo.

Antes tenía una, y ahora tengo tres,

no entiendo, entonces, esa sensación

que me recorre

de que me ha tocado perder.