Hay adioses que no despiden y holas que no saludan. Como hogares que no abrigan, sábanas que despiertan limpias tras noches enredadas y pasiones sostenidas con apenas pespuntes de hilos mal cosidos. Es el martillo que golpea al yunque una y otra vez, como si pretendiera romperlo para conseguir, apenas, una música constante y monótona que esconde el ruido de su derrota. Nunca fue intención del rio horadar la montaña, como tampoco quiso la palabra siempre durar eternamente. Casi nunca es siempre. Casi siempre se acaba. Y moverte entre sombras no evitará que te alcance, una luz, un relámpago, un rayo infinito, un latido que te recordará el compás de esa suerte a la que debes cualquier respiro, todas tus mañanas y solo algunas de tus noches. Esas en que pudiste mirarlas a los ojos y dormir tranquilo, incluso morir.
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